Por Luis Hallazi*
Este 25 de noviembre se celebra el día mundial contra la violencia hacia las mujeres. En todo el mundo de cada tres mujeres una ha sufrido violencia física o sexual según datos de las Naciones Unidas, esta violencia en su mayoría es perpetrada por la propia pareja sentimental; en algunos casos dicha violencia puede acabar con la vida de una mujer. Para hacernos una idea, el Perú ocupa el segundo lugar en Latinoamérica en crímenes de género solo después de Colombia; el 2014 se registraron 83 feminicidios, mujeres que han perdido la vida por tan solo la condición de ser mujer.
Nuestra sociedad en general ha sido construida con fuertes bases patriarcales, esto significa la preponderancia de una sociedad dirigida por varones, adultos y de rasgos occidentales. La sociedad peruana no ha sido ajena a esas características, fijémonos solo en la lista de los 76 mandatarios que han dirigido el país, sean elegidos de forma constitucional ode facto, todos son hombres. Esa desigualdad ha irradiado las distintas esferas de la sociedad, en muchos casos ésta se ha impuesto con violencias física, sexual, sicológica y económica, de tal forma que se han ido generando condiciones históricas donde muchas prácticas sociales han permitido de manera silenciosa atentados contra la integridad, la salud, las libertades y la vida de las mujeres.
Los Estados han tenido que hacer algo para contener esa violencia sistemática y silenciosa, es por eso la aparición de tipos penales como el feminicidio, que tratan de castigar el crimen contra mujeres y que se han ido abriendo paso en muchos Estados latinoamericanos. Recordemos los crueles feminicidios en Ciudad Juárez, al norte de México, donde incluso la Corte Interamericana de Derechos Humanos se pronunció a través de la sentencia del caso “campo algodonero”, donde se declaró culpable al Estado mexicano por la discriminación, falta de protección y garantías para la vida de las mujeres y desamparo al dejar impunes el asesinato de tres mujeres de Ciudad Juárez el 2001.
Esto llevó a que diferentes Estados promuevan la protección hacia la vida de las mujeres, a través de normas que castiguen severamente a perpetradores de este tipo de asesinatos. En el caso peruano desde finales del 2011 se cuenta con la modificación al artículo 107 del Condigo Penal que contiene esta categoría, en los términos siguientes:
“Artículo 107. Parricidio/Feminicidio: El que, a sabiendas, mata a su ascendiente, descendiente, natural o adoptivo, o a quién es o ha sido su cónyuge, su conviviente, o con quién esté sosteniendo o haya sostenido una relación análoga será reprimido con pena privativa de libertad no menor de quince años.”
En nuestro país la situación de la mujer es aún más compleja. A esa desigualdad histórica, compartida por la casi totalidad de países; hay que agregarle que son las mujeres indígenas las que sufren mayor desprotección en sus derechos. Las cifras según la CEPAL nos dicen que casi el 40% de mujeres indígenas han sufrido violencia física o sexual en algún momento de su vida, e incluso el Estado ha sido el generador de esa violación de derechos.
Para no ir muy lejos hay que remontarnos al último quinquenio de gobierno fujimorista (1996-2001), donde se implantó una política de “salud” pública dirigida a mutilar los cuerpos de mujeres, mayoritariamente indígenas, sin su consentimiento a través de las esterilizaciones forzadas. Según datos de la Defensoría del Pueblo, entre esos años se efectuaron aproximadamente 272 028 operaciones de ligaduras de trompas y vasectomías, perpetrando una de las mayores violaciones de derechos que van desde la integridad corporal, la salud, la intimidad, la vida familiar, la no discriminación y, en algunos casos, hasta la vida de mujeres indígenas. Lamentablemente, hasta el día de hoy, no hay responsables mediatos ni políticos que, en última instancia, planearon estos hechos.
Pero además atendiendo al espacio donde ocurre la violencia, podemos identificar que en tiempos de inseguridad ciudadana las mujeres urbanas son las que mayor riesgo corren en espacios públicos, sufriendo además violencias cotidianas como el acoso callejero. Sin embargo, los espacios privados no están exentos de violencia, y es dentro de la familia donde se registra el mayor número de casos de violencia. Igualmente, espacios privados como el trabajo están contaminados por el acoso laboral. La situación es alarmante si nos referimos al número de denuncias por violencia sexual, donde Perú ocupa el primer lugar en Latinoamérica y el tercero en el mundo según la Organización Mundial de Salud el año 2013.
Son las mujeres indígenas, sin duda, las que carecen de menores oportunidades para el desarrollo de sus proyectos de vida. No solo porque les afectan otras formas de violencia estructural como la falta de acceso a la educación y la salud, sino porque han sido ellas las victimas últimas de todo tipo de violencia e impunidad a lo largo de la historia de nuestro país. No podemos olvidar las violaciones sexuales perpetradas en tiempos de conflicto armado, viviendo con cruentas heridas y sin posibilidad de acceso a la justicia.
Además, en nuestros tiempos, son ellas, en muchos casos, las que sufren las embestidas de una política extractivista que, bajo todo coste, arremete contra la naturaleza y las formas de vida comunitaria. Son los conflictos sociales los escenarios de violencia donde ellas resisten ante el despojo de los cuerpos/territorios para finalmente apostar por la defensa de la vida en todas sus formas.
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*Luis Hallazi es investigador en derechos humanos. Su correo es: luis.hallazi@gmail.com
Fuente: servindi.org
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