He observado a lo largo de mi vida (que no es precisamente corta) en las personas comunes, que a su muerte física precede durante un tiempo, a veces prolongado, su muerte moral. Y ello sin signos exteriores, ni orgánicos ni psíquicos. Sencillamente han renunciado a la vida antes de que la muerte les eche de ella, suavemente… o a patadas. Y digo que eso sucede entre las personas comunes y no en las opulentas, porque en estas la mera posibilidad de acrecentar o de defender sus fortunas suele ser estímulo bastante para apegarse a la vida hasta el último suspiro; estímulo que no creo aventurado decir que a esos años a veces funciona también como castigo inherente a la codicia. Dejar mucha riqueza en la antesala de la muerte, sin duda debe ser mucho más penoso que dejar poco o nada…
La muerte moral de la que hablo se refleja en el visible desasimiento y desapego del individuo que ha alcanzado las edades del último tramo de la vida, a lo que no es su más estricta inmediatez. No hay nada que atraiga su atención: la sensación de monotonía, el dejà vu, el tedio son el motor gripado del deseo de acabar. Y no les falta razón. Por muy vivaces que seamos, por mucha energía que hayamos acumulado, por muchos afectos que disfrutemos o por mucha imaginación que conservemos, esa vida moral tiene un tiempo que ordinariamente no coincide con los designios de la vida orgánica y tarde o temprano se pne de manifiesto. La oxidación por la acumulación de las vivencias y el moho espiritual de quizá tanto desengaño, actúan como la carcoma en la madera…
Ésta es la razón por la que percibo yo en el entusiasmo de la Ciencia que trata de prolongar la vida al ser humano con sus tejemanejes biológicos y celulares, una visión neutra, aséptica, de la vida humana propia de la fase infantil de la consciencia. Y en todo caso, en línea con una paradoja entre dramática y ridícula: por un lado están, la Medicina y nosotros mismos empeñados en revivificar nuestro cuerpo con recursos varios entre una incesante oferta de estímulos, actual y principalmente tecnológicos, y por otro está el aliento de un sistema que empobrece la vida afectiva real, induce al suicidio a los mayores y denigra los valores humanos de siempre. Y todo, mientras el subconsciente recibe el atronador mensaje de un inexorable deterioro del planeta, que no hace abrigar esperanzas de alcanzar una vida colectiva de superior rango, a no ser en otra dimensión.
Pues en su conjunto, esta visión mía personal acerca de la vida vida individual situada en sus confines, la veo asimismo en el rebaño o en la manada humana. Me refiero a un visible languidecer del alma de la sociedad y un oscurecimiento patético de la cultura occidental plasmados en una psicología decadente y crepuscular que, pese al ruido ensordecedor del progreso tecnológico, o incluso por culpa de él, quedan sofocados precisamente los intentos de vida interior y removidas las excelencias de la vida moral que dan a su vez vida a la orgánica.
Hay, en fin, tantos avisos, tantas señales, tantos motivos para pensar que la humanidad se está yendo sin remedio por los sumideros de la Historia, que no me extraña que sociobiólogos pronostiquen desde hace tiempo el suicidio de la especie humana, del mismo modo que ─realidad o mito─ periódicamente los lemmings, desde un acantilado, se arrojan al mar…
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