por José Laguna
En casa hemos puesto el Belén. Las cabras de plástico ya desafían la gravedad encaramadas en montañas de corcho, los patos nadan confiados sobre un sólido río de papel de plata y el molino mueve pausadamente las tres aspas que aún conserva. Salvo terremotos imprevistos al golpear accidentalmente el aparador en el que lo montamos (seísmos que cada año dejan tullido a algún personaje), las únicas figuras que se mueven en nuestro Belén son los Reyes Magos. Como manda la tradición, cada día los Magos de Oriente avanzan unos milímetros en dirección al pesebre animados por la energía invisible de manos infantiles; el resto de figuras ya han llegado a sus destinos y esperan pacientes a que sus Majestades Reales completen su camino.
Los trayectos geográficos de los protagonistas de Belén esconden enseñanzas teológicas que suele pasar desapercibidas. Por de pronto, no es verdad que las figuras permanezcan estáticas. A excepción del caganer que, por razones obvias, no puede desplazarse; todas las demás (hasta los peces que “beben en el río”) son convocadas al meeting point de un desangelado establo en el que tendrá lugar el acontecimiento que cambiará el rumbo de toda la humanidad. Lo de desangelado es un decir porque, según Lucas, a poca distancia de allí una legión del ejército celestial (unos cinco mil ángeles, querubín arriba, querubín abajo), envueltos en la claridad de la gloria del Señor, anunciaban una gran noticia a unos pastores que pasaban la noche al raso: “En la ciudad de David había nacido un salvador, el Mesías, el Señor”. Los pastores debían estar muy cerca porque fue escuchar el anuncio celestial y salir corriendo a toda prisa hacia Belén, al menos así lo dejó escrito el evangelista.
Los pastores, seres marginales de vidas itinerantes que no cumplían los preceptos legales del descanso sabático ni los ritos de pureza exigidos por la Ley, eran vecinos de la Buena Noticia. Aquellos trabajadores precarios estaban cerca –muy cerca– del lugar en el que acontecía la salvación. Más lejos y perdidos andaban los Magos de Oriente; enredados entre oros, inciensos y mirras tuvieron que interpretar el significado del tenue resplandor de una estrella lejana. Ni un triste serafín de tercera se dignó pasarse por Oriente para facilitarles las coordenadas GPS del pesebre. A tientas, leyendo mapas estelares, preguntando en cada rotonda, con la lentitud de quienes viajan por la vida cargados hasta los topes, llegaron por fin a Belén gracias a las indicaciones ¡de Herodes!: “Todo recto, en el segundo oasis girar a la derecha y cuando encontréis al niño mándame un selfie con él que yo también quiero ir a rendirle homenaje”. La cercanía, la claridad resplandeciente, la rapidez y la alegría pletórica de unos. La lejanía, la luz trémula, la lentitud y los cálculos estratégicos de otros.
Celebrar la Navidad es desplazarse geográfica y vitalmente en busca de ángeles anunciadores. Es pasar la noche a la intemperie junto a los pastores de los que nadie espera nada. Es el sinsentido de un Dios desahuciado que nace en un establo, en el lugar preparado para los animales. En Alepo, en las costas de Lesbos, en Yemen, en las fronteras de Somalia, en Nigeria, en Ciudad Juárez, en el CIE de Aluche…, cerca de pesebres ruinosos donde según los Herodes de la historia no puede nacer nada bueno se han visto legiones de ángeles desgañitándose en un canto tan absurdo como divino: cerca, muy cerca nacerá la Esperanza envuelta en pañales. Ojalá que unas manos infantiles muevan milímetro a milímetro nuestras vidas y nos pongan junto a los pastores, al lado de aquellos y aquellas que nos llevan la delantera en el camino del Reino; porque solo oliendo a oveja se puede celebrar la alegría de una Esperanza que sabe a requesón, manteca y vino. ¡Feliz Navidad!
Fuente: cristianismeijusticia
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