Santiago La rotta
Este será un año clave para definir el rol y las responsabilidades globales de las empresas de tecnología en temas como la difusión de la información y sus efectos sociales.
Las listas de fin de año son un tema difícil, áspero, pues están cargadas de una suerte de revisionismo que lleva, inevitablemente, a desacuerdos profundos. Cuando mucho, se trata de llegar a un consenso pegado con babas y que está bien lejos de ser un asunto unánime.
¿Cuál fue la noticia del año en tecnología? Más allá de los avances en inteligencia artificial, el vuelo que está tomando blockchain (el soporte fundamental de bitcoin) o los lanzamientos de dispositivos móviles (con el reconocimiento facial de Apple como gran novedad), quizás el desarrollo más importante fueron los varios líos de las empresas de tecnología: acoso, maltrato laboral y, claro, su influencia en todos los aspectos de la vida que sucede lejos del teclado.
Para ponerlo en pocas palabras: 2017 quizá pase a la historia como el año en el que las multinacionales de tecnología comenzaron a asumir parte de su responsabilidad en la diseminación de información falsa, discursos de odio y, en general, en la forma como digitalmente se organizan los ciudadanos en cientos de países.
El punto es que, al menos hasta la elección de Donald Trump en Estados Unidos, las plataformas se habían definido como eso: lugares de transacciones sociales o económicas y ya, apenas intermediarios para audiencias globales.
Después de ésta la cosa cambió, pues de por medio hay una investigación acerca de la intervención rusa en el proceso, un tema que pasa por la publicación de contenido falso y pago en varias redes sociales con el fin de afectar la opinión de los votantes.
No sólo es un tema de violación de términos y condiciones de servicio, sino casi de violación del funcionamiento regular de la sociedad. Seguir jugando la carta del intermediario inocente ya no es posible.
Desde cierta perspectiva, este es un cambio positivo, un movimiento que podría traer mayor transparencia a lo largo y ancho de internet. Pero también introduce una serie de variables que, cuando menos, están pobladas de incertidumbre: preguntas sin respuestas fáciles que, por lo demás, ya habían sido formuladas.
¿Quién controla el contenido en Facebook, por ejemplo? ¿Debe ser controlado? ¿Es una labor de la empresa? Si lo es, ¿esto no le otorga más poder? ¿Cómo interactúan estas tensiones con el ejercicio de derechos fundamentales como la libertad de expresión y la privacidad?
Estos y otros cuestionamientos permanecen abiertos en buena medida porque asignar responsabilidades en el vasto mundo de la red no es asunto fácil. Y aquí este tema conecta con 2018: las cosas no van a cambiar y, probablemente, tampoco a mejorar este año.
Resulta normal que una tecnología introduzca incertidumbre e inestabilidad en un sistema social o político. El cambio, en últimas, es la fractura (parcial o total) de un modelo anterior, de una forma de hacer o ver las cosas. La red sigue el mismo principio, tan sólo que amplificado y acelerado como nunca antes se había visto.
El aparente estado de caos en la producción y diseminación de información pareciera haberse tornado en la nueva normalidad: lo regular es que agonicen los discursos racionales, los hechos y, dependiendo desde dónde se mire, el sentido común. Hace tan sólo unos días el youtuber Paul Logan debió salir a ofrecer disculpas por haberse grabado al lado del cuerpo de un suicida en un bosque japonés reconocido por ser una locación en donde la gente va a suicidarse. El video fue desmontado por el propio Logan sin la intervención de Youtube.
Los reguladores en varios países han ido cerrándoles el paso a gigantes como Google, Uber, Facebook y Apple en temas que van desde presunta evasión de impuestos, competencia desleal y la imposición de responsabilidades más allá del reino de plataforma tecnológica.
Pero estas medidas se pegan de asuntos más formales, y acaso tangibles, como la tributación, los derechos laborales y la libre competencia. Sobre el tema de cómo se disemina la información, aún no hay acuerdos o parámetros más claros. Al menos no para todos.
Por ejemplo, empresas como Snap (casa matriz de Snapchat) han dedicado crecientemente más personal a curar y revisar el contenido informativo que circula a través de su plataforma, imitando en cierta forma el paradigma que cobija a los medios de comunicación tradicionales.
Pero lo de Snap parece ser una excepción en un panorama en el que la regla es seguir insistiendo en que pensar que Facebook puede torcer una elección es una locura.
Pero la locura es real.
Fuente: elespectador.com
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