José M. Castillo, teólogo
Ya he dicho, en este blog, que el espinoso asunto de la “corrupción” es un problema no solamente político, sino además religioso. Ahora doy un paso más. Y digo que la “corrupción” es el ataque más directo y más grave que podemos hacer al sistema político, económico, social, cultural y religioso en que vivimos. Quiero decir, por lo tanto, que si no se controla y se suprime el virus de la “corrupción”, ese virus acabará liquidando el sistema de sociedad, de convivencia y de creencias en el que vivimos. O sea, si este problema no se ataja de raíz, lo más probable es que la sociedad en que vivimos no tendrá futuro. Y conste que no sería la primera vez que esto ocurre. Ya tendríamos que haber aprendido, de los antiguos imperios, que se hundieron precisamente cuando menos lo esperaban sus tranquilos ciudadanos, los “corruptos” de entonces.
Me explico. El conocido historiador irlandés (profesor en Oxford) Peter Heather, en su voluminoso estudio sobre “La caída del Imperio Romano”, nos informa de que, en el siglo IV, no se percibía ningún signo de que aquel imperio estaba “a punto de derrumbarse”. Y, sin embargo, el derrumbe, cuando nadie lo esperaba, no tardó en producirse. Por supuesto, y como es sabido, los ejecutores del derrumbe fueron los “bárbaros”, que vinieron de fuera del imperio. Pero la verdadera causa de aquel derrumbe estuvo dentro, en el imperio mismo, cuando en aquel imperio de siglos se traspasaron con creces “los límites de la gobernanza”.
Sencillamente, se produjo lo que se ha denominado “la corrupción del sistema romano”. Que no fue otra cosa que el destrozo de la relación normal (y honesta) entre el poder y el lucro. Quienes eran designados para ocupar cargos de poder, utilizaban aquel poder, no para servir al imperio y sus ciudadanos, sino para robar a la gente indefensa. Esto ocurrió cuando el nepotismo resultó ser un componente del sistema. La cosa era tan simple como destructiva. Por lo general “el nombramiento para un cargo se aceptaba como una oportunidad para hacer el agosto, y se daba poco menos que por descontado que se produciría un moderado grado de malversación” (P. Heather). Lo cual, dicho de forma más clara y contundente, significa que, si para algo se inventó el Derecho romano fue para defender y asegurar la propiedad, al tiempo que, si para algo se ejercía el poder y los cargos públicos, era para robar esa propiedad a quienes les correspondía.
Como es lógico, en un imperio en el que se había instalado semejante contradicción, tal imperio se veía minado en sus cimientos y en sus raíces. Y así fue. Es verdad que hubo emperadores, como fue el caso de Valentiniano (364-375), que tomaron enérgicas medidas contra la “corrupción”, pero ni siquiera Valentiniano trató de cambiar el sistema. Porque lo decisivo no era castigar determinados casos de corrupción, sino atajar la raíz de tales comportamientos en todo cuanto se movía utilizando el poder y sus privilegios, no para servir a los ciudadanos, sino para robar a tales ciudadanos. Pero eso no se podía evitar desde el momento en que los cargos públicos en aquella sociedad no eran ocupados por las personas más competentes y honestas, sino por quienes gozaban de la desmedida preferencia que el emperador (y sus más allegados) daban a sus parientes, amigos o personas del propio partido, que eso – ni más ni menos – viene a ser el nepotismo. Pero, es claro, un sistema que funciona así, termina por destrozar sus propios cimientos. En el caso del antiguo Imperio, porque allí ya no mandaban los más competentes, sino los más ladrones. Allí, ya no funcionaba la correcta relación “poder – derecho”, sino la incorrecta relación “poder – lucro”. Y de sobra sabemos que, tal como funciona la condición humana, cuando el poder se emplea a fondo, no para defender el derecho de todos, sino el lucro de algunos, no ya los defraudados, sino el sistema entero se destroza a sí mismo.
¿Es esto lo que tenemos ahora entre nosotros y con nosotros? Mucho me temo que efectivamente es así. No ya sólo por lo que ha ocurrido en los últimos años y en las últimas elecciones generales. La cosa viene desde mucho antes. No sabría fijar desde cuándo. En cualquier caso, es evidente que llevamos ya varias décadas en las que hemos ido viendo y viviendo cómo hemos pasado del hambre a la opulencia. Pero este cambio, tan deslumbrante (a primera vista), se ha hecho y se mantiene a base de ocultar y camuflar una realidad de la que nos tienen que dar cuenta y explicación todos los que, desde el poder, han gestionado con más eficacia el “lucro” de ellos mismos que la “igualdad y la dignidad” de todos.
Y si esto ha sucedido así, es porque los cargos públicos han sido ocupados, no por los más honestos y competentes, los que se habían currado el cargo en unas pruebas exigentes y en unas oposiciones, sino por los más allegados y amiguetes de quien ha gestionado el poder mayor, sea cual sea su nombre o su color. En una sociedad gestionada así, se hace trizas la relación “poder – lucro”. Con esto quiero decir que el problema capital, que tenemos que afrontar en nuestro país en este momento, no está en acertar si debe mandar la derecha, el centro o la izquierda, si lo mejor es que nos gobierne este partido político o el otro. Eso es importante, por supuesto. Pero hay algo previo, que es lo que más urge resolver. Reducir al máximo posible la designación “a dedo” de cargos públicos. Solamente así podremos estar seguros de que quienes nos gobiernan ejercerán el poder, no para enriquecerse, sino para gestionar una sociedad más igualitaria, más humana y más justa.
Y todavía – si se me permite -, una observación. Cuando escribo algo, no puedo olvidar que he dedicado, y sigo dedicando, mi vida a la religión, a la Iglesia, a la teología. Por eso, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué papel ha desempeñado en todo este asunto la Iglesia? No quiero despachar esta pregunta tan grave lanzando las diatribas de siempre contra el clero y sus representantes. El problema es mucho más complicado. Si la Iglesia tiene alguna razón de ser, es porque prolonga en el tiempo y hace presente en cada lugar el Evangelio, la forma de vivir y las convicciones que nos dejó aquel modesto galileo, que fue Jesús de Nazaret.
Pues bien, si la Iglesia es eso y para eso, la pregunta que hay que hacerse (me parece a mí) es ésta: ¿Qué presencia ha tenido y tiene en España el Evangelio de Jesús? Si lo de Jesús significa algo para nosotros, es evidente que el Evangelio fue sumamente crítico con el uso que se hace del poder y del dinero. Pero de sobra sabemos que la Iglesia, en España, ha dado muestras, en demasiadas situaciones, de vivir más interesada en asegurar su dinero y su poder, que en identificar sus intereses con los intereses de los que carecen de poder y de dinero. La consecuencia ha sido que muchos ciudadanos de este país ven en la Iglesia religión y poder. Pero, ¿ven Evangelio? ¿sienten a Jesús presente entre nosotros? El día que esta pregunta tenga respuesta, ese día empezaremos seguramente a ver muchas cosas de otra manera.
Fuente: Redes Cristianas
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