Un drama amenazador
Admitimos con cierta resignación que hay pastores que abusan, falsos pastores que no sienten ningún amor al rebaño, porque están vacíos de Dios. No nos sorprende porque ya fue predicho por Jesús y anunciado por Pablo a los ancianos de Éfeso: “Yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño” (Hch. 20:29). Nos consolamos pensando que quizá sean sólo unos pocos. Pero nos cuesta trabajo reconocer que no sólo hay pastores que abusan, sino también iglesias que abusan. Eso ya es más serio y preocupante, pues desvirtúa el cristianismo en su misma raíz, base y fundamento. Hace de la Iglesia, cuerpo de Cristo, una cueva de ladrones, un cubil de extorsionadores. En lugar de ser una comunidad de adoración y salud, se convierte en un espacio enfermizo de manipulación y muerte. Lejos de ser liberadora, abierta, terapéutica[1], se vuelve opresora, cerreada, sectaria[2].
La teología pastoral siempre ha sido consciente del poder de la iglesia para ayudar o para dañar. “La Iglesia del Nuevo Testamento —escribe Daniel G. Bagby—, fue diseñada para ser una familia redentora, pero a la vez es una institución humana y uno no puede hacerse ilusiones con respecto a su capacidad para hacer lo malo”[3]. Por eso la buena teología se ha preocupado de resaltar el papel sanador de la iglesia como comunidad reunida para adorar a Dios y para fortaleces los lazos de amistad y comunión entre los creyentes[4].
Pero en los últimos años se ha producido el alarmante fenómeno de “iglesias que abusan”, el cual en lugar de ir en descenso va en aumento. Iglesias auténticamente tóxicas, que en lugar de sanar, envenenan. “¿Son realmente nacidos de nuevo los que deliberadamente desean hacer daño y controlar a otros en la familia de Dios?”, se pregunta Marc A. DuPont[5].
Según el el Dr. Ronald Enroth, las iglesias abusadoras tienen un estilo de liderazgo orientado hacia el control. Los líderes de este tipo de iglesias usan la manipulación para lograr la sumisión total de sus miembros. Mantienen un estilo de vida rígido y legalista que involucra numerosos requisitos y detalles minuciosos de la vida diaria. Para evitar que sus miembros presten atención a las criticas de que son objeto, los líderes se adelantan desaprobando al resto de iglesias. Una táctica claramente sectaria.
Las iglesias que abusan crean un complejo de persecución y consideran que son perseguidas por el mundo, los medios y otras iglesias cristianas. Esto dificulta que los miembros descontentos caigan en la tentación de salir de estas iglesias, un proceso que suele estar marcado por el dolor social, psicológico o emocional[6].
Existen, además, muchas otras manera de abuso espiritual, más difíciles de detectar, debido a la sutileza con que se presenta[7].
¿Cómo hemos llegado a esta situación?
De la manada pequeña a la gran manada
La Iglesia cristiana nació como una comunidad de personas congregadas por los apóstoles en torno a la figura y memoria de la persona de Jesús. Bien pronto, el dinamismo interno de estas comunidades da origen a otras comunidades que se expanden por todo el mundo mediterráneo, comenzando desde Jerusalén y Galilea. Perseguidas y rechazadas en su calidad de culto “nuevo”, nada había en el mundo antiguo más menospreciado la idea “novedosa”, le creencia “nueva”. La autoridad de las creencias residía en la tradición de los ancianos, en lo viejo, en antiguo, en lo venerado desde tiempos inmemoriales. Lo nuevo era una transgresión a lo recibido de los padres. Los judíos tenían a Moisés, ¿qué iba a aportarles el humilde Jesús? Lo griegos tenían al gran Homero, y los romanos a sus dioses ancestrales.
Los primeros misioneros cristianos se vieron rechazados por sus compatriotas, los judíos, e igualmente por la gentilidad en su generalidad.
En una de sus primeras cartas, el apóstol Pablo expresa su dolor y su preocupación por la persecución de la que son objeto los miembros de la joven comunidad de Tesalónica, a la vez que se gloría en la paciencia y la fe en todas las persecuciones y tribulaciones que soportan (2 Tes. 1:4). Parte del ministerio apostólico consistía en fortalecer a los de ánimo caído por las adversidades y persecuciones de los que eran objetos: “Fortaleciendo los ánimos de los discípulos, exhortándolos a que perseveraran en la fe, y diciendo: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch. 14:22).
De algún modo las persecuciones contribuyeron a mantener lejos de las iglesias muchas personas indeseables. Había que tener fe verdadera para arriesgar la vida al identificarse con una fe no lícita y con una gente que era menospreciada y perseguida. Aún con todo, la fe, el ánimo y la red de obras sociales de las comunidades cristianas fuese abriéndose un hueco en la sociedad romana. De manera que, pese a las pruebas y hostilidades, las iglesias fueron creciendo y expandiéndose por todo el mundo antiguo.
Fue un crecimiento gradual, pero no espectacular. La cosa cambio con la “conversión” del emperador romano Constantino. De repente, la Iglesia mártir, la iglesia despreciada, se convirtió, en Iglesia reconocida, victoriosa. Nobles y hacendados imitaron el gesto de su supremo gobernante y en masa se hicieron cristianos. El cristianismo se volvió en una “religión de éxito”.
El peligro del éxito
El éxito, naturalmente, atrae a las masas. ¿Quién quiere ser parte de un grupo de perdedores? Pero el éxito tiene sus peligros. Jesús lo entendió perfectamente cuando Satanás le pidió que convirtiese las piedras en pan. ¡Qué grande multitud de hambrientos no le habrían seguido! Multiplicó los panes y los peces y la gente se sació, pero no creyó. Durante un tiempo le siguieron por este tipo de milagros, porque “comieron pan y se saciaron” (Jn. 6:26-27). Pero nada más.
El “éxito” de Felipe se convirtió en un gran peligro como Simón el mago aceptó la palabra del evangelista (Hch. 8:13), no por su contenido espiritual, sino por las maravillas que realizaba y que él era incapaz de hacer. Estuvo dispuesto a pagar una gran suma de dinero (v. 18) a cambio de esos dones asombrosos, que le asegurarían el favor de las multitudes.
A principios del siglo XX el movimiento pentecostal era un fenómeno marginal, propio de personas de los barrios marginales de las grandes ciudades, con escasa educación y poca proyección social. No tiene nada de extrañada que fueran menospreciados y calificados de mil maneras negativas por su hermanos conservadores. En la década de los 60 algo comenzó a cambiar. Algunos pastores de las iglesias tradicionales y mayoritarias se abrieron al fuego del Espíritu y desde entonces, el fenómeno no ha parado de crecer, hasta el punto de convertirse en una “religión de éxito”, que atrae por igual a personas sencillas como sofisticadas; campesinos y profesionales; de clase obrera y de la burguesía. El crecimiento ha sido espectacular. El mayor registrado en los anales de la historia del cristianismo.
Aparecen los lobos
El éxito de masas, con todo lo que esto significa de poder económico y de influencia, atrae a los buitres y a los vividores. ¿Acaso habrá algo más fácil que aprenderse la jerga carismática y rentar un almacén donde comenzar cada cual su propia iglesia, atrayendo a los incautos con promesas de sanidad, prosperidad y éxito sin límites? Al crecer el número de imitadores, de falsos apóstoles, aumenta la oferta según las leyes del mercado y del circo: ¿Quién da más? Vengan y vean lo más imposible todavía. El camino de la impostura y de la codicia no conoce freno; es una pendiente que se desliza hacia un abismo sin fin. El carismatismo actual vive, sufre y padece las consecuencias del éxito. La facilidad con que un mensaje pseudo cristiano es capaz de atraer y embaucar a la gente en que en un momento de dificultades y en medio de la inseguridad busca algo o alguien que le garantice el azaroso presente, que le saque de la menesterosidad y aporte algo de color a su vida. De esto se aprovechan los falsos pastores y apóstoles. Bayardo Levy denuncia en su libro ¿Ministros o trasquiladores?, que “gran parte de las iglesias se han vuelto un negocio altamente lucrativo. Muchos líderes levantan una congregación con una mano delante y otra detrás (quiero decir, sin dinero) y en poco tiempo los vemos en una gran abundancia económica; algunos hasta con escoltas y en carros lujosos. Nunca fueron empresario, pero de la iglesia crearon una gran empresa”[8].
Cuando falta amor, amor a Dios y al prójimo, la tendencia natural del ser humano es aprovecharse de su prójimo, abusar de él, lucrarse a su costa.
El principio edificación
Conociendo el misterio de la unidad tan íntima de Cristo y su Iglesia, a la que san Pablo no duda en llamar “cuerpo de Cristo”, se hace más detestable la existencia de iglesias, grupos e instituciones llamados cristianos que se aprovechan del buen nombre de Cristo y de su Iglesia para abusar de la gente; para intoxicar la mente y el corazón de los que caen bajo su influencia; para explotar económicamente la codicia de unos y la credulidad de otros.
¿Cómo podemos enfrentar esta situación?
En primer lugar, poniendo en práctica el discernimiento de espíritus, lo que conlleva responsabilidad por parte de los ministros y madurez por parte de los miembros. Es del todo necesario una labor de educación de los creyentes para que por sí mismos puedan discernir la enseñanza recibida dentro y fuera de su congregación. También aquí nos encontramos con un problema de “abuso”, consistente en la creación de dependencia de los miembros respecto al pastor. Cuanto más maduros y preparados sean los miembros de una iglesia mayor será la defensa contra desviaciones y abusos de una u otra parte.
En segundo lugar, hay un criterio apostólico muy útil para discernir y contrarrestar las situaciones de abuso en todas sus variantes.
Se trata de la “edificación”, metáfora tomada del mundo de la construcción, presente también en otros aspectos de la vida cristiana[9]. La Iglesia es representada como un edificio espiritual (1 Cor. 3:9; Ef. 2:21), del que cada miembro es un piedra viva (1 Ped. 2:5). El crecimiento y el desarrollo del carácter de los creyentes es presentado bajo la metáfora de la “edificación” (Hch. 9:31; 1 Cor. 8:1; 10:23; 14:4, 17; 1 Tes. 5:11). Los ministros de la Iglesia tienen por meta la edificación de los creyentes en el fundamento que es Jesucristo (1 Cor. 3:10, 12, 14; Ef. 2:20; Col. 2:7; Jud. 20). La vida cristiana es una labor continua y progresiva de edificación, de modo que hasta los dones milagrosos carecen de importancia si no contribuyen a la edificación de la comunidad (cf. 1 Cor. 14:4). El amor es el elemento clave de esta edificación (1 Cor. 8:1).
La regla por la que ha de medirse una iglesia, y la vida cristiana en general, es si edifica o no edifica (1 Cor. 10:23). Soren Kierkegaard decía que si una reunión cristiana no contribuye a edificar, es acristiana, por más que se realice en nombre de Cristo y con la Biblia en la mano. “La regla cristiana, en efecto, quiere que todo, todo, sirva para edificar. Una especulación que no lo consigue es, de golpe, acristiana”[10].
La edificación del cuerpo del Cristo compete a todos, pastores y fieles por igual. “Animaos unos a otros, y edificaos unos a otros, así como lo hacéis” (1 Tes. 5:11), escribe el apóstol Pablo. Una iglesia sana es una iglesia que busca la edificación de sus componentes, la realización personal de cada cual, la formación del hombre nuevo en Cristo Jesús. Cuenta para ello con la Palabra y con el Espíritu.
Un ministerio sano es un ministerio que edifica. Uno de los requisitos que el apóstol Pablo exige de los pastores es que sepan administrar bien la Palabra de Dios (2 Tim. 2:15). El Señor Jesucristo habló del Reino de Dios y dijo que “todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas” (Mat. 15:32). Juan Calvino saca de estos textos la lección que los maestros y predicadores cristianos tienen deber de dividir o cortar la Palabra de Dios, como si un padre, al dar alimento a sus hijos, estuviese dividiendo o partiendo el pan en pequeños pedazos. “Algunos la mutilan, otros la rompen, otros la torturan, otros la parten en pedazos, otros, quedándose en la superficie, jamás penetran hasta la médula de la doctrina. A todas estas faltas, contrapone “el dividir bien”, es decir, la forma de explicar que se adapte para la edificación; porque ésa es la norma por la cual debemos regular toda interpretación de la Escritura” (Calvino, Comentario a las Epístolas Pastorales. La cursivas son nuestras). E insiste al comentar 2 Tim. 3:15, que toda Escritura inspirada por Dios es “util”. “La Escritura contiene la regla perfecta para vivir una vida buena y dichosa. Cuando Pablo dice esto, enseña que esta es corrompida por el abuso pecaminoso, cuando no se persigue esta utilidad. Y así él indirectamente critica a esos hombres sin principios que alimentan a la gente con vanas especulaciones, como con aire. Por esta razón, podemos, en la actualidad, condenar a todos aquellos que, pasando por alto la edificación, causan disputas que, aunque son ingeniosas, son también inútiles. Siempre que las ingeniosas bagatelas de esa naturaleza se presentan, deben ser detenidas con este escudo: “La Escritura es provechosa”. De aquí se sigue que es ilícito tratarla en una forma no provechosa; porque el Señor, cuando nos dio las Escrituras, no trató de satisfacer nuestra curiosidad, ni de animarnos a la ostentación, o de darnos ocasión para charlar y parlotear, sino de hacernos bien; y por consiguiente, el uso correcto de la Escritura debe siempre dirigirse hacia lo que es provechoso” (Calvino, las cursivas son nuestras).
Cuando el pueblo de Dios es edificado, la comunidad se enriquece, se promueve el bienestar general, el Espíritu actúa y la Palabra se hace realidad. Este bienestar general incluye la denuncia de los falsos apóstoles y profetas que dividen el cuerpo de Cristo.
En pocos años se producirá una “campo quemado” para la misión y el evangelismo, provocado por los abusos mencionados, que conocemos y que nos preocupa, en el cual tendremos muchas dificultades para que renazca la fe y la confianza en el mensaje del Evangelio.
Es urgente tomar medidas ahora que es tiempo, predicando la palabra; insistiendo a tiempo y fuera de tiempo; redarguyendo y reprendiendo a los que trafican y comercian con la Palabra de Dios, aplicando a la tarea mucha fe, mucha paciencia y mucha instrucción (2 Tim. 4:2). Creando espacios de libertad y crítica desde la fe. Formando personas maduras en su relación con Dios, evitando así situaciones de dependencia, o clientelismo, respecto a falsos pastores, maestros o apóstoles.
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[1] Véase Pedro Álamo Carrasco, La Iglesia como comunidad terapéutica. CLIE, Barcelona 2005.
[2] Véase Jaime Mirón, ¿Está su iglesia convirtiéndose en una secta? Tyndale House Publishers, Illinois 2012.
[3] Daniel G. Bagby, El poder de la Iglesia para ayudar o dañar, p. 6. Casa Bautista de Publicaciones, El Paso 1992.
[4] Véase Alberto Daniel Gandini, La Iglesia como comunidad sanadora. Casa Bautista de Publicaciones, El Paso 1989.
[5] Marc A. DuPont, Toxic Churches, p. 17. Chosen Books, Grand Rapids 2004.
[6] Ronald M. Enroth, Churches That Abuse (Zondervan, Grand Rapids 1993);
[7] Véase David Johnson y Jeff van Vonderen, El sutil poder al abuso espiritual. Cómo reconocer y escapar de la manipulación espiritual y de la falsa autoridad dentro de la Iglesia (Vida, Miami 2010); Mary Alice Chrnalogar, Escrituras Torcidas. Liberándose de las iglesias que abusan (Vida, Miami 2006).
[8] Bayardo Levy, ¿Ministros o trasquiladores?, pp. 7-8. Palibrio, Bloomington 2011.
[9] Véase “Edificar, edificio”, en A. Ropero, ed., Gran Diccionario Enciclopédico de la Biblia. CLIE, Barcelona 2014.
[10] Soren Kierkegaard, “Prólogo” a La enfermedad mortal Trotta, Madrid 2008.
Fuente: Lupa Protestante
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