martes, 25 de agosto de 2015

¿Qué aporta la religión?


Carlos F. Barberá

Consciente de que se trata de un título demasiado pretencioso para las posibilidades de un artículo, trataré de reducir su horizonte. Sin duda cada religión aporta a sus fieles un conjunto de certidumbres y promesas, que otros muchos califican de ilusorias. Pero la intención de la pregunta inicial es distinta. En una sociedad avanzada –secularizada, por tanto– ¿es la religión un fenómeno marginal, una de tantas dedicaciones de los humanos, como la astrología, el culturismo o la devoción a Elvis Presley? Aun siendo la sociedad moderna fundamentalmente homogeneizadora, genera en su seno movimientos y modos de vivir especiales, que afectan sobre todo a sus adeptos ¿Es la religión únicamente uno más entre ellos?

Jesús transmitió a sus discípulos una afirmación vigorosa: vosotros sois la sal de la tierra. Con ello pareció formular no una promesa (llegará un momento en que seréis la sal de a tierra) ni mandato (esforzaos en ser…) sino una realidad, un hecho comprobable.

Como cualquier metáfora, también ésta es susceptible de interpretaciones. Acaso sin embargo la más literal pueda tenerse por la más acertada. La sal es lo que desparece en un guiso, haciendo en cambio más sabrosa la comida. ¿Cumple ese papel la religión?

Para responder a esa pregunta quiero remontarme a un panorama más general. Parece que hay ya un acuerdo en que la historia carece de sentido. “Este mundo, república de viento,/ que tiene por monarca un accidente”, dijo Bocángel. La historia es una sucesión de acontecimientos provocados y gestionados por los seres humanos, felices unos, otros desdichados, cuyo futuro ya nadie es capaz de prever ni prevenir. Es cierto sin embargo que la humanidad ha ido proponiéndose metas y arbitrando remedios para vivir mejor, para hacer la vida más soportable, menos trabajosa, para aliviar en definitiva el sufrimiento y generalizar el disfrute.

Ha habido momentos en esa historia en que se ha querido romper con modelos que mostraban su definitiva inoperancia y proponer remedios nuevos y pretendidamente definitivos. Nosotros somos herederos de algunos.

Cuando Kant animaba a salir de la minoría de edad culpable, lo hacía con el convencimiento de que la razón, común a todos, era el instrumento ineludible para la felicidad humana. Cuando se vio que la razón que se había impuesto era la razón burguesa, Marx propuso la política y la revolución como camino para salir definitivamente de la prehistoria. Ya hemos conocido los resultados favorables y también los ominosos de tales intentos.

¿Qué diremos hoy, en plena posmodernidad? Sin saber a dónde vamos ¿qué debemos hacer para que el mundo mejore? Me atreveré a proponer una hipótesis. El mundo se hace más humano cuando medidas a favor de lo humano logran formar estados de opinión muy extendidos. Si hoy hay una preocupación por el futuro ecológico, si se convocan reuniones y se toman resoluciones es porque la intuición ecologista ha logrado llegar y convencer a muchos. Si la mujer, trabajosamente, va logrando cotas de igualdad con el sexo masculino es porque la idea de la igualdad de género se va imponiendo a pesar de prejuicios y costumbres ancestrales aún vigentes.

Cuando una idea ha logrado asentarse en amplios estados de opinión, se toman decisiones, se aprueban leyes que ayudan a hacerla real. Siempre habrá sin duda quienes la combatan, a veces con medios poderosos. y contra ellos serán necesarios pregoneros, luchadores, profetas. Para decirlo con una palabra hermosa y olvidada, serán necesarios los militantes.

De ningún paso adelante en lo humano puede asegurarse que está ya definitivamente establecido. Lo hemos podido comprobar con la democracia, ese avance poderoso en la historia. Los aspirantes a dictadores seguirán acechando y los que suspiran por una nación exclusivamente blanca o musulmana o de este o aquel idioma. Si los convencidos de los valores democráticos no los defienden, las dictaduras volverán a asentar su trono y los excluyentes derivarán en terroristas.

Pues bien, mi convencimiento es que la religión –o, si se quiere, la religión cristiana– por el hecho de existir y de implantarse en una sociedad, irá permanentemente dejando anuncios de solidaridad, de respeto, de perdón. Permanentemente irá engendrando militantes, predicadores y gestores de esos mensajes. Permanentemente asegurará que el otro ser humano es un prójimo. Ese es, a mi modo de ver, el papel de la religión en el mundo tecnificado en el que vivimos.

Se argumentará en contra que el cristianismo ha creado y apoyado dictaduras y en gran medida se ha apuesto a avances sociales. No es posible negarlo. Lo ha hecho siempre que se ha contaminado de la lógica del poder. Pero en pleno reinado de Luis XIV Vicente de Paul se hacía defensor de los pobres, de los presos, de los galeotes. En un siglo XIX contento de sí mismo Leon Bloy encarnaba la voz de los olvidados. En el siglo XX del progreso Simone Weil se alienaba con los desheredados y les daba su voz.. Son sólo ejemplos eminentes de lo que otros muchos, a menor escala, sembraban aquí y allá.

Al terminar quiero acogerme para apoyar mi tesis a la palabra de Jürgen Habermas. En los años 70 el filósofo alemán sostenía: “La religión ya ni siquiera se puede considerar como una cosa privada”. “La evolución hacia el ateísmo de masas apenas se puede negar ya empíricamente”.

Con el paso del tiempo Habermas ha ido modificando su opinión. En su libro Naturalismo y religión (2003) afirma lo siguiente: “Las tradiciones religiosas consiguen hasta el día de hoy la articulación de una conciencia de aquello que nos falta. Mantienen viva una sensibilidad para lo que no logramos conseguir, para lo que se nos escapa. Protegen del olvido aquellas dimensiones de nuestra convivencia social y personal en las que los progresos de la racionalización cultural y social han causado todavía abismales destrucciones”. Yo no lo sabría decir mejor.

Fuente: Atrio

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