Carlos F. Barberá
En este tiempo de análisis de tendencias, no puede dejarse a un lado el de la espiritualidad y con ella la del silencio. Una tendencia todavía minoritaria pero que va ganando cuerpo y relevancia.
Considerada por unos un avance en el camino de las religiones, por otros precisamente como su relevo (ya no más religiones sino espiritualidad), no cabe duda de que, como todo fenómeno social, atesora luces y sombras. ¿Cómo valorar unas y otras?
A mi modo de ver, todo ello se inscribe en un marco con las siguientes coordenadas: la crisis de la idea de progreso y la crisis del Dios del teísmo.
Comencemos con la primera. Si se hace una de esas encuestas hoy tan en boga, pocos sin duda sabrán enunciar cuáles fueron las pretensiones de la Ilustración. Acaso ni siquiera conozcan la palabra. Por otra parte también serán escasos los que acierten a definir a qué se refiere la palabra posmodernidad. Pues bien, en realidad ese desconocimiento no es relevante. Sin ser capaces de definirlo muchos perciben que viven en un mundo de individualidades diferentes y no raras veces opuestas. Muchos se dan cuenta de la caducidad de los grandes principios, de los grandes relatos. Muchos han experimentado las quiebras de la existencia, su radical relatividad. Perciben, aunque sea vagamente, que conceptos como futuro, progreso, carecen ya de valedores. Nadie apuesta por ellos como si se tratara de valores seguros. ¿Quién puede prever el mañana si nadie pudo hacerlo con lo que estamos viviendo y sufriendo hoy?
En el humus de ese clima va echando raíces y germinando algo antes más en sordina, la valoración y la vivencia del momento. Frente a slogans de corte ilustrado (descubre, muévete, crea, construye) aparecen hoy otros de signo bien opuesto: detente, mira, reflexiona, medita, aprovecha el momento.
Muchas veces se ha señalado que el contagio de lo occidental ayudó a oriente (Japón, ahora China) a integrarse en la humanidad avanzada. Ahora parece darse el camino de vuelta: es el contagio de lo oriental el que gana terreno en occidente. Ya no son el trabajo y la producción lo decisivo en cada vida humana sino la entrada en sí mismo, la búsqueda de la riqueza del yo profundo.
En el ámbito religioso esos movimientos coinciden con la crisis del teísmo. Durante siglos se ha cultivado una imagen divina mezcla de la reflexión filosófica y de la necesidad de un Dios cercano. Ese Dios que amaba a los humanos y que en realidad acababa estando a su servicio. Aun manteniendo que su ser estaba por encima de todo lo pensable o imaginable (“a Dios nadie le ha visto nunca”), Dios terminó siendo una realidad más junto a las de este mundo pero, eso sí, todopoderosa. Un interlocutor con el que establecer una relación en términos de igualdad. Un partner.
Cada vez más las conciencias más despiertas descubren que es otra imagen y otra experiencia de Dios la que hay que cultivar. Un Dios en que se unen las paradojas. El que sobrepasa todo lo real y es a la par lo más inmanente a esa misma realidad. Un Dios que sostiene toda la realidad dándole a la vez plena autonomía. Un Dios para el que usamos nombres que al mismo tiempo han de ser borrados.
La vivencia del momento y la búsqueda de ese Dios inmanente y trascendente han dado como resultado la llegada del silencio. Es el rechazo de un Dios cosificado, la reticencia frente a los ritos (que en ocasiones hacen que el hombre sea para el sábado y no al revés), la evidencia de la relatividad de lo humano, todo conspira para empujar a muchos a una purificación, a un descenso al fondo de sí mismo en búsqueda de un Dios real pero no tematizable.
Pero no hay que olvidar que, después de los “maestros de la sospecha” (Ricoeur), no podemos ya permitirnos el lujo de una mirada ingenua. Cioran, un acerbo crítico de tantas realidades, dedicó una reflexión a la mística: “Cuando hayamos dejado de referir nuestra vida secreta a Dios, podemos elevarnos a éxtasis tan eficaces como los de los místicos y vencer en este mundo sin referirnos al más allá. Pues si, empero, la obsesión de otro mundo debiera perseguirnos, nos sería fácil construirlo, proyectar uno de circunstancias, aunque no fuera más que para satisfacer nuestra necesidad de lo invisible” (La tentación de existir).
Este texto casi sarcástico plantea algo sin embargo muy real: ¿existen garantías de que hacemos algo más que buscarnos a nosotros mismos y construirnos lo que creemos necesitar para estar más a gusto o sentirnos más realizados?
Schillebeeckx ha hablado de Dios como una “inmediatez mediada” y ha escrito: “lo divino se muestra y se halla expuesto no junto ni sobre lo humano sino precisamente en el humano”. En tal caso el silencio no puede ser una forma de evadirse de la realidad humana sino un camino para adentrarse en ella. Desde ese punto de vista han de examinarse quienes adopten la vía del silencio.
Quienes no cuenten con Dios ni le busquen, el silencio ha de tener un significado distinto. Pero también ellos han de pasar por la criba de la sospecha. Una en particular que me da vueltas desde hace tiempo. Años atrás hubo en el mercado alternativo una droga que se llamaba éxtasis y, si aun lo los hay, sin duda habrá compuestos químicos que lleven a una conciencia extática. ¿Cuáles serán los criterios para evaluar el valor de esa experiencia?
Fuente: Atrio
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