Editorial
Revista Heraldos del Evangelio
Marzo 2015
Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1, 1). Los
dos primeros capítulos del Génesis nos describen con lujo de detalles el
paternal esmero con el que el Creador actuó al realizar su obra, en un prodigio
de bondad y de perfección, que es la manifestación de su sabiduría infinita:
“Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría; la tierra
está llena de tus criaturas” (Sal 103, 24).
Ese magnífico orden creado, reflejo del orden increado (cf.
Rm 1, 20), obedece a un bellísimo proyecto a cuya realización debe cooperar
todo ser (cf. Sb 1, 14), porque todo lo que existe ha sido destinado por Dios a
un determinado fin (cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. I, q. 2, a. 3).
Como pináculo de las criaturas materiales, el hombre está
llamado a colaborar con esto de una manera muy especial y todavía más perfecta:
cada uno tiene una misión única e irrepetible. Su auténtico éxito en la vida
consiste en haberla cumplido con toda perfección, como el Apóstol: olvidándose
de todo lo demás, corría para alcanzar la meta (cf. Fl 3, 12-14).
Ahora bien, lanzarse hacia la meta exige abandono en las
manos de Dios, y en esto consiste precisamente nuestra entrega a Él, porque mil
y una solicitudes —algunas legítimas, otras no— tratarán de desviarnos del
camino de Cristo (cf. Hb 13, 9). Por lo tanto, el punto central de nuestra vida
está en lograr la totalidad de dicha entrega, aceptando todo lo que nos une a
Dios y rechazando todo lo que nos aleja de Él, como nos enseña San Ignacio (cf.
Ejercicios espirituales, n.º 23).
De manera que el mayor obstáculo para la plena realización
del plan que Dios tiene sobre cada uno de nosotros se encuentra en la falta de
seriedad. Hoy en día, en que tanto se aprecian el gozo de la vida y los
placeres terrenales y en que la costumbre de reír en todo momento y por
cualquier motivo se ha vuelto un auténtico vicio, muy poco sitio queda para la
seriedad.
La práctica de esa espléndida virtud, tan despreciada en los
tiempos modernos, no consiste en demostrar mal humor o vestir ropas de luto...
Hija de la lógica, del método y de la coherencia, la seriedad genera la
apetencia estable por aquello que es más sublime.
La mirada del hombre serio no sólo analiza lo que tiene
delante de sus ojos, sino que abarca con su reflexión la realidad total y
adquiere el hábito de tratar siempre de conocer el lado profundo de las cosas y
su vínculo con un último fin.
Al conformar con la realidad su pensamiento, su conducta y
sus afectos, esa persona llega hasta las últimas consecuencias: ama el bien y
lo sirve; odia el mal y lo combate. En una y otra situación mantiene su alma en
continuo estado de vigilancia. En consecuencia, la seriedad de tal modo es la
condición para una entrega fructuosa que, donde hay seriedad, hay entrega;
donde no hay seriedad no hay entrega profunda, duradera, real.
En esta Cuaresma, Nuestro Señor Jesucristo, supremo modelo
de esa virtud, nos interpela acerca del grado de entrega de nuestra vida en las
manos de Dios. Porque ése, auténtico fruto de caridad que Él espera de
nosotros, es el único y verdadero equipaje que nos llevaremos a la eternidad.
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