domingo, 27 de marzo de 2016

Justicia de Dios.


Juan María Tellería

Tal como lo leemos en nuestras versiones actuales de la Biblia, el capítulo 32 del Éxodo constituye un pasaje de gran importancia en el conjunto de la Historia de la Salvación. Como se ha entendido tradicionalmente, viene a relatar lo que se ha dado en llamar “la primera apostasía nacional de Israel”, que el hagiógrafo coloca al pie del propio Sinaí y en un contexto de alianza de Dios con su pueblo recién salido de Egipto. Es decir, que Israel se mostró rebelde a su Señor desde el primer momento en que fue constituido como propiedad específica de Dios, su heredad en medio de todos los pueblos de la tierra (Éx. 19:5).

Dicho lo cual, no seríamos honestos si no señaláramos, aunque brevemente, los enormes problemas que los estudios críticos han detectado en la redacción final de este capítulo. El texto evidencia varias tradiciones que confluyen, desde la propia del becerro (vv. 1-6, en los que parecen coincidir una corriente pagana y politeísta, y otra yahvista, representadas por las palabras del pueblo y las de Aarón, respectivamente[1]) hasta la del castigo de los rebeldes por mano de los levitas, lo que constituiría una versión muy antigua de la particular consagración de esta tribu al servicio de Dios (vv. 25-29[2]). No faltan los exégetas que ven en este relato del becerro y en su peculiar redacción-composición algo parecido a una refección de la historia narrada en 1Reyes 12, la rebelión de Israel orquestada por Jeroboam contra la dinastía davídica hierosolimitana, en un intento por retrotraer los acontecimientos que dieron origen a la monarquía efrainita de las diez tribus septentrionales a los comienzos de la andadura de la nación hebrea como tal.

Sea como fuere, lo cierto es que Éxodo 32, tal como hoy lo encontramos, nos vehicula un mensaje de gran importancia para entender cómo percibió el antiguo Israel la justicia divina en relación con los pecados del pueblo. Por decirlo con otras palabras, en Éxodo 32 Israel plasmó de manera magistral la manera en que entendía a su Dios.

Como algunos han dicho, la historia narrada en el libro del Éxodo desde el capítulo 19 hasta el 31 parece demasiado hermosa para ser real. Llega Israel, dirigido por Moisés, a las inmediaciones del monte Sinaí y recibe, no solo la confirmación de ser el pueblo escogido por Dios (c. 19), sino también la manifestación máxima de la Ley divina expresada en términos humanos (el llamado Decálogo Moral del c. 20); los capítulos 21-23, grosso modo, nos muestran una antiquísima recopilación de leyes a la que los especialistas dan el nombre de Código de la Alianza, a todas luces posterior a los eventos del éxodo; y el c. 24 narra la plasmación material del pacto de Dios con su pueblo, así como una curiosa escena de comida conjunta (¿banquete ritual que acompañaba las ceremonias de alianza?) en la que el propio Yahweh parece ser uno de los comensales juntamente con Moisés y Aarón, Nadab y Abiú, y setenta de los ancianos del pueblo[3]; y en los cc. 25-31 leemos las disposiciones que Dios da a Moisés en lo alto del Sinaí para la construcción del tabernáculo, el santuario móvil en el que la presencia de Yahweh se haría realidad en medio de su pueblo. Lo dicho: todo un cuadro idílico de bendición y de buena relación entre Dios e Israel, sin que nada pareciera romper aquella atmósfera de concordia.

Éxodo 32 introduce la cuña humana en toda su cruda realidad: Israel no es mejor que las demás naciones. Se muestra tan idólatra como cualquier otra, con el agravante de que, dada su condición de pueblo especial de Dios, aquel acto de idolatría está impregnado de ingratitud. La gran pregunta es: ¿cómo actúa Dios?

El Dios de Israel ha sido en los treinta y un capítulos anteriores del libro del Éxodo un Dios que sale al encuentro de su pueblo con una clara finalidad de rescatarlo, de redimirlo de su condición de esclavitud. Yahweh es, por tanto, el Dios que salva, el Dios que restaura, y lógicamente, el Dios que pacta; que pacta por amor y por fidelidad a unas promesas expresadas siglos ha a los ancestros de Israel. Pero ahora, ante la cruda realidad de la apostasía del pueblo, ha de evidenciar otra faceta, la del Dios de justicia. Y es aquí donde hallamos lo que, a nuestro entender, aparece como el punto culminante de todo el capítulo. En una interesante conversación mantenida entre Yahweh y Moisés, el hagiógrafo pone en boca de Dios las palabras siguientes:

Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de ti yo haré una nación grande. (v. 10 RVR60)[4]

La respuesta de Moisés, presentada como una oración (v. 11) tiene como resultado que Dios se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo (v. 14), de lo que son una ratificación los vv. 33-34, en los que se ratifica el proyecto original de introducir a Israel en la tierra prometida, idea que vuelve a repetirse en los primeros versículos del c. 33. Aunque Éx. 32:35 diga con claridad que el pueblo sufrió un castigo por su rebeldía, en ningún caso se ve confrontado a su aniquilación, a su desaparición como entidad humana, pese a las terribles palabras que el v. 10 coloca en los labios de Dios. Todo ello nos ilustra muy bien acerca de cómo los hagiógrafos y pensadores de Israel concebían a su Dios.

Ya de entrada, Dios es un Dios justo, pero no en el sentido de una divinidad que busca vengar los agravios que se le hacen, como era el caso de las distintas deidades adoradas por los pueblos circundantes; no es tanto una justicia punitiva como una justicia restauradora, una manifestación de misericordia, lo que el Dios de Israel quiere impartir. Sin duda que un pueblo ingrato merece, propiamente hablando, la punición correspondiente. En el caso concreto del relato de Éxodo 32, la falta de agradecimiento para con Dios que evidenciaba aquel becerro de oro viene a plasmar el abismo al que puede caer el hombre que se aleja de su Creador. Aun así, Dios no ejecuta el ardor de su ira contra Israel y le permitirá proseguir su viaje hasta Canaán[5].

Por otro lado, la justicia divina, para realizarse plenamente, implica el importantísimo papel del mediador, en este caso concreto de Éxodo 32 representado por Moisés, quien intercede ante Dios por el pueblo rebelde, incluso poniendo en peligro su propia vida (v. 32). A los lectores cristianos y occidentales de la Biblia puede resultarnos un tanto chocante el tono de la conversación mantenida entre Dios y Moisés: daría la impresión de que Dios fuera “el malo de la película”, feroz adversario del pueblo, mientras que el hombre Moisés sería “el bueno”, o incluso “el héroe” que se arriesga a perder la cabeza por su propio pueblo ante una divinidad primitiva y cruel. No nos debe extrañar que en épocas no demasiado lejanas haya habido comentaristas que señalaran el primitivismo y hasta la inmadurez del Dios revelado en el Antiguo Testamento, un Dios que se irrita y se encoleriza como un tirano, para luego arrepentirse de lo que ha dicho. Ya hemos señalado en algunas otras ocasiones el abismo cultural que media entre nosotros los occidentales cristianos de nuestros días y el mundo semítico antiguo en que vieron la luz las tradiciones sacras de Israel. El vitalismo inherente a la mentalidad semítica y el fuerte colorismo de sus expresiones lingüísticas obligaban a los autores de la Biblia a expresarse como lo hacían. Para hacer patente su justicia ante el pecado humano, Dios debía mostrarse irritado hasta lo sumo, hasta perder los estribos, a fin de que su misericordia aún resaltara más cuando declaraba volverse atrás de su propósito destructor inicial. Solo si entendemos estos clichés culturales de aquel mundo que hoy ya no existe, seremos capaces de disfrutar de los relatos veterotestamentarios y extraer de ellos el meollo de su enseñanza teológica. De no ser así, nos perderemos en los vericuetos de las figuras y las representaciones; nos quedaremos con el envoltorio sin llegar nunca a vislumbrar el contenido.

Dios es justo porque no acepta el pecado de su pueblo, porque no lo tolera, pero al mismo tiempo porque se compadece de la debilidad inherente a la criatura humana. Dios es justo porque de jure tendría que destruir hasta la raíz a quienes muestran para con él una ingratitud tan insultante, pero también porque de facto rebaja su indignación y da una nueva oportunidad de bendición a los transgresores. Dios es justo porque en el abismo infranqueable que media entre él e Israel, entre él y el ser humano, coloca al mediador que estará dispuesto a morir por su propio pueblo.

De este modo, Éxodo 32, pese a su lenguaje arcaico y sus figuras chocantes, permite vislumbrar la plenitud de la justicia divina en la obra del Mesías, al mismo tiempo Dios y hombre, víctima y mediador perfecto.

Solo en Cristo podemos comprender que Dios es realmente justo.

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[1] Efectivamente, el pueblo dice: Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto (v. 4), mientras que las palabras de Aarón son: Mañana será fiesta para Jehová (v. 5).

[2] Cf. el relato de Nm. 25:10-13, en el que el celo extremado del sacerdote Finees, hijo de Eleazar, hijo de Aarón, le granjea una especial bendición divina.

[3] En su momento, el conocido filósofo judío Martin Buber indicó que Dios había convidado a los representantes de Israel para comer con ellos. Así lo indica en su libro Moses. The Revelation and the Covenant. Amherst (New York): Humanity Books, ed. de 1989, pp. 110-118.

[4] La versión DHH ofrece una traducción mucho más expresiva:

¡Ahora déjame en paz, que estoy ardiendo de ira y voy a acabar con ellos! Pero de ti haré una gran nación.

[5] No tenemos en cuenta ni la tan humana reacción de Moisés al quebrar las tablas del pacto y reducir el becerro a polvo (vv. 19-20), ni tampoco el episodio de los levitas antes mencionado (vv. 25-29), que, como habíamos indicado, parece tratarse de una tradición añadida.

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