Parroquia de Granja Suárez (Málaga)
La Semana Santa que estos días anuncian los carteles es una jornada de representaciones, es decir, algo que pertenece al género teatral, y se da en medio de una celebración popular. «Representar» la Pasión de Jesús ha sido y sigue siendo objeto de manifestaciones artísticas, como son: la pintura, la escultura, la poesía, el teatro o el cine; pero a una representación, lo único que puede exigírsele es que posea calidad y dignidad. La calidad le convierte en obra de arte; la dignidad hace que los sentimientos de los creyentes no se sientan dañados, derecho fundamental que puede exigir cualquier ciudadano.
Aunque una representación tenga un tema religioso, como en este caso, nunca es un acto de culto. Incluso puede estar, y lo está con frecuencia, en contradicción con los verdaderos sentimientos religiosos. Vamos a concretar haciéndonos unas cuantas reflexiones: se anuncian la Semana Santa de Málaga, de Sevilla, de Murcia… como algo que mueve a mucha gente a viajar competitivamente a tales sitios.
Ante este hecho, nos hacemos una pregunta inevitable: ¿Quiénes la anuncian? Sobre todo las entidades promotoras del turismo, los ayuntamientos, las entidades bancarias, las firmas comerciales. Incluso con más interés que las mismas cofradías, que ya es decir.
¿Son éstos grupos tan cristianos que tienen un verdadero interés por lo que la Pasión de Cristo significa? Tenemos que responder que no, claro esta. ¿De dónde les viene entonces el interés? Todos lo sabemos: del negocio que para todos estos grupos significa.
¿Y quién da colorido a las procesiones de muchas ciudades? Unos factores totalmente ajenos al espíritu de Jesús: los grupos militares en desfile, la riqueza de los tronos, la presencia de autoridades, los artistas que se lucirán con una buena saeta… Es decir, el poder, la fuerza y el dinero, la fama, la manifestación, por tanto de todo lo que esta en otra onda que el Evangelio, encarnación muchas veces de cuanto condenó a Jesús.
Sin embargo, no es menos cierto que muchos van a convertir estas representaciones en actos de culto. Y de nuevo nos preguntamos: Si tenemos que saber distinguir entre representación y acto de culto, ¿cuánto más si esas representaciones, por los aditamentos que hemos mencionado, son carnavalescas?
Un sentimiento religioso vago y unas emociones van ligadas a estos actos callejeros; pero las emociones y sentimientos que con las procesiones se provocan son muy parecidos a los que se desatan bajo el efecto de muchos de esos dramas sentimentales que abundan en las novelas por entregas de la televisión y de no pocas películas.
Los sentimientos provocados en los espectadores son muy variados, desde las emociones irracionales que provocan las procesiones de los dioses en el paganismo hasta la simple curiosidad del turista, pasando por esas convocatorias a la congoja o el llanto, propias de los melodramas; el fervor que incita a rezar o a hacer promesas para lograr salir de una desgracia familiar; la satisfacción de ver que la propia cofradía está a la altura que debe y la necesidad de defenderla con el mismo fanatismo que un equipo de fútbol. Un exponente de lo que estamos comentando: en muchos bares y peluquerías de caballeros es frecuente esta decoración: Unas fotos del Cristo y la Virgen de su cofradía, otra del Real Madrid o del Barcelona y otra u otras de chicas desnudas o en topless.
Nadie es más bueno por llorar ante los melodramas de la televisión. Los buenos sentimientos se demuestran en la vida. Incluso hay otro tipo de emociones provocadas por las procesiones que andan muy cerca del fanatismo y la idolatría.
Estaríamos en un error si afirmásemos que este culto tiene algo que ver con el que Jesús proclama como culto auténtico a Dios. Los cristianos damos culto a Dios en todo cuanto hacemos en la vida, porque nuestra fe nos enfoca a hacer una sociedad más humana y fraterna, sin opresores ni oprimidos. Y lo que constituye el por qué de nuestras vidas lo celebramos cada domingo en nuestras sencillas reuniones, en la Eucaristía. Concretamente, en la Semana Santa, consideramos qué significan para nuestra vida presente los misterios de Cristo que ponemos ante nuestros ojos.
Ciertamente, una buena representación puede llegar a ser una buena catequesis. Pero en nuestras semanas santas se ha llegado a unos extremos difícilmente aceptables desde un cristiano con un mínimo de coherencia y sensibilidad, y esto por las siguientes razones:
+ Se exalta, por un lado, el heroísmo que se demuestra con el dolor y, por otro, los sentimientos de lástima y de culpa.
+ Se fomenta la competitividad en el lujo y riqueza de tronos, mantos, baldaquinos, candelabros, joyas, etc.
+ Se establece una especie de comercio de lástimas: intercambio mi lástima hacia Jesús o María sufrientes por la lástima de ellos hacia mis problemas personales o familiares.
+ Se hace consistir la manifestación de la fe, no en incidir en la sociedad para hacer un mundo más humano, sino en tomar la vía pública para pasear un folklore de primavera.
+ Se aíslan estos sentimientos del resto de la vida. Una vez que han pasado, no han transformado a la persona en alguien que dio un paso más hacia la construcción del hombre nuevo.
+ Multitud de imágenes procesionales están colocadas por toda la iglesia, con lo que, no sólo se convierte el recinto en un signo de sentimientos lúgubres para el que la visita, sino que la Semana Santa procesionera queda indisolublemente maridada con la Iglesia oficial.
+ Se escandaliza, tanto a no creyentes de fina sensibilidad, cerrándoles el camino a lo cristiano, como a los niños, que crecen viéndolo como una importante manifestación cristiana, ya que, por los signos externos, piensan que consiste en esto.
+ Sirve para que algunos miembros del clero llegue a creerse que es un camino válido para evangelizar y ofrece «retiros espirituales» y la oportunidad de que dediquen un dinero a «obras de caridad» a personas que con esto van a pretender justificar todo lo demás. No olvidemos que las cofradías del paganismo romano tenían obras benéficas entre sus cometidos, y no por eso buscaban una sociedad más justa.
Por éstos y por otros motivos (no nombramos los más espurios, como los desfiles militares), la Semana Santa callejera no es cristiana, y debía divorciarse de la Iglesia, llevándose sus imágenes a lugares más adecuados. Esto se está realizando ya en parte, pero, no sabemos si a causa del clero, de los cofrades o de ambos a la vez, muchos de esos espacios propiedad de la cofradía son o contienen una capilla, donde incluso se celebra misa; es más, algunos tienen hasta sagrario… cuando, en realidad, lo más que se podría pedir es que fuese un poco más respetuosa con lo que representa por las calles.
Hoy existen otras procesiones en las que se pide el cambio del hombre: son las manifestaciones por la paz, por la defensa de la naturaleza, por el respeto y la acogida a los emigrantes, por el cese de los abusos contra la mujer, etc. Como la calle es de todos, creyentes o no, no se acude en ellas a Dios, aunque Dios acude a ellas. En ellas se mezcla a veces la lucha de ideologías políticas, pero los creyentes que nos sentimos a gusto en esas procesiones sabemos que, si esperamos una actuación absolutamente limpia, nunca haremos nada.
Tenemos ante nuestros ojos las imágenes terribles de nuevas guerras, que han sido apellidadas preventivas. Alguien ha definido acertadísimamente la guerra preventiva de esta manera: hacer la guerra para posibilitar la paz es como violar para posibilitar la virginidad. A medida que ha ido subiendo el clima de las guerras hemos visto utilizar armas más peligrosas (y de las prohibidas) a los atacantes que a los atacados. Los países más peligrosos tienen el poder de la decisión. Es como poner al lobo guardando ovejitas. Un cristiano se tendría que sentir más extraño que nadie y más apátrida que nunca, en países que se alinean entre los señores de la guerra.
No es extraño que los sentimientos de muchos sean éstos: es una pena que revienten las pobres bombas que tanto dinero costaron; pero, sin han de reventar, es una pena que lo hagan tan lejos de sus hogares, que es donde le gusta morir a todo el mundo. Todos estos sentimientos sin odio, con deseo de cambio, no de venganza, son hambre y sed de justicia. No coinciden con los de los poderosos, como tampoco coincidieron los de Jesús, que recibió su sentencia de muerte por su hambre y sed de justicia.
El Domingo de Ramos, el Jueves Santo, el Viernes Santo y la noche de Pascua pueden ser días magníficos para profundizar en nuestra fe como entrega y celebrarla. Durante estos días, recordamos los últimos acontecimientos de la vida de Jesús: la manifestación que se organizó al entrar en Jerusalén, que concluyó con una terrible provocación a las autoridades religiosas, la destrucción simbólica del tinglado del templo; la última cena, donde Jesús tomó el pan y el vino como signos de su entrega personal y así instituyó la Eucaristía, que nos mandó seguir celebrando en su memoria; su arresto, tortura y condena a muerte de cruz, y su victoria de la muerte con el poder de Dios.
Los evangelios explican suficientemente lo que aconteció para que tuviesen lugar los sucesos del viernes santo, pero son muy discretos en contar esos sucesos, no como la película de Mel Gibson, esa especie pornografía del dolor, en la que no se explica bien por qué sucedió todo, pero se recrea con abundante morbo en las escenas más sangrientas.
Cada una de las escenas de la tortura que sufrió Jesús se sólo debe ponerse ante nuestros ojos para recordarnos cómo ha de ser nuestra actitud ante la vida, no para quedarnos paralizados, mirando qué le pasó a él. San Pablo nos dice que completemos en nosotros mismos lo que faltaba a la Pasión del Señor, porque el Mesías, no es un individuo solo, sino un Cuerpo, del que Jesús es la cabeza y todos nosotros, los miembros.
Vamos a intentar celebrar estos días sin bombo y platillo, sin trompetas y tambores, sino comunitariamente, es decir, familiarmente, en nuestra pequeña comunidad. Estamos demasiado lejos de un mundo humano. Es verdad que nosotros y los que nos rodean vivimos con más dinero y, por tanto, con más cosas que antes; pero estamos en el primer mundo, aunque se trate de la cola del primer mundo y tendríamos que preguntarnos si nuestra abundancia y nuestro desarrollo serían posibles sin desvalijar al tercer mundo de una manera vergonzosa y brutal. Siguen sufriendo, por tanto, los inocentes, que son la mayor parte de la Humanidad, a causa de la explotación de los más despabilados. No, no estamos en un mundo mejor.
Un tiempo atrás se soñó con un mundo más justo; pero se cometió la injusticia de pretender imponer violentamente la justicia. Todo eso ha fracasado y ha sido tan malo el ejemplo que las palabras socialismo o comunismo han quedado soberanamente desprestigiadas. La sociedad está como cansada y sin ideales, y el mal que hacemos entre todos cuando no nos oponemos firmemente al sistema que lo produce revienta en nuestra misma sociedad: ahí están el paro, la delincuencia, la droga, la represión, la guerra, el botellón, la cárcel, el racismo, el mundo de los marginados, la prostitución, el terrorismo de las bombas, el terrorismo del dinero…
Jesús no ha venido a dar la receta de cómo se arreglan estas cosas, sino a crear un ámbito que no viva de estas realidades de pecado, que se oponga a ellas, que sea una provocación contra este mundo injusto y una invitación a construir una casa familiar para todos, ya que somos hijos del mismo Padre Dios. Jesús se tomó tan en serio esta tarea que por esta causa tuvo que sufrir tortura y una muerte vergonzosa. Sin embargo, ésta era la causa de Dios, como lo es la de cuantos le sigan. Por eso la Resurrección. ¿Cómo va a abandonar Dios a la muerte de un modo definitivo a lo único noble y justo que crece entre nosotros? Y esto es lo que celebramos en la Semana Santa.
Precisamente porque no intentó imponer nada de esto, sino mostrarlo con su vida, su proclamación se hace visible de un modo especial en su ajusticiamiento en la cruz; es decir, todo él fue proclamación con todas las consecuencias del hombre nuevo. Expresiones como: «Pagó con su muerte nuestro rescate», «canceló nuestra deuda con su sangre», «Con sus heridas él nos ha salvado»… son perfectamente válidas, pero son metáforas, es decir, imágenes poéticas que se emplean a falta de un lenguaje más preciso. Todas ellas hacen hincapié en la generosidad de Jesús y en el amor que Dios nos tiene; sin embargo, tomarlas al pie de la letra anulan la parte que cada uno tenemos en la salvación y, en rigor, nos harían ver un dios sádico, que de ninguna manera existe.
Jesús es el primer hombre de la nueva humanidad. Todo los que nos proponemos seguirle, que eso es creer en él, hemos de completar en nosotros su obra. Como dice Pablo: «Somos el cuerpo de Cristo. Hemos de completar en nuestros miembros lo que falta a su pasión.» Con una entrega tan completa, que no se paró ni ante la muerte, rompió el cerco del hombre viejo, el que pone su racionalidad al servicio de sus instintos animales, abandonados a sí mismos. Algo que debemos hacer cada uno, movidos por el espíritu que él nos comunica.
La cruz con la tablilla de su «delito» colocada en lugar visible, nos sirve todavía de cartel anunciador de un nuevo modo de mesianismo: el mesianismo comunitario de la misericordia y la fidelidad de Dios. Todos los que formamos el Cuerpo del Mesías, cuya cabeza es Jesús de Nazaret, estamos destinados a completar en nosotros lo que faltaba a la pasión de Jesucristo. Y Jesucristo completa en nosotros lo que falta a nuestra vida: la vida eterna que nos infunde su Espíritu, vida que ya tenemos y que atraviesa la muerte.
Ya que la pasión de Jesucristo es el coronamiento de la entrega de toda su vida, lo que nosotros podemos aportar es nuestra entrega, porque la persecución y el sufrimiento y muerte le vinieron a Jesús por sus propios pies, no por buscados.
Nos cuenta el evangelio de Juan que los capitostes de los dos partidos dominantes del pueblo judío hicieron un complot para quitarlo de en medio
Decían:
-Este hombre hace muchos milagros; si dejamos que siga adelante, todos van a creer en é1 y vendrán los romanos, y acabarán con nosotros.
Comprendemos que, si los milagros a que aquí se refiere fueran simples curaciones de ciegos, cojos o leprosos, no es lógico que por esa razón el imperio romano viniera a desbaratar la nación judía. ¿Que les podía interesar tener una colonia de sanos o de enfermos? Tendrían entonces que perseguir también a los médicos…
No. Jesús abría los ojos a la realidad, devolvía la dignidad a un pueblo leproso, invitaba a que no se quedasen quietos como un pueblo de paralíticos, estaba dando vida a los que estaban muertos, es decir: los pobres estaban recibiendo la mejor noticia de su vida. Y esto no lo quieren nunca los dictadores, de cualquier tipo: políticos, religiosos…
Y no es que Jesús predicase o practicase la violencia. Todo lo contrario: Jesús enseñó siempre a devolver el bien por el mal, a amar a los enemigos, a pedir por los que nos hacen daño; pero a obedecer a Dios antes que a los hombres y a no tener a nadie por Señor, más que a Dios. Esto era algo que tenía muy claro su pueblo en teoría: es el primer mandamiento; pero en la práctica las autoridades se creían los representantes auténticos de Dios, los que hacían el papel de Dios en la tierra no aguantaban que nadie pusiera en duda sus decisiones, a las que les otorgaban un rango divino. Esto es lo que llevó a Jesús a ser perseguido, a tener que vivir en la clandestinidad, como sigue contando Juan a renglón seguido: por eso Jesús ya no andaba en público por Judea; se retiró a Efraín, en la región cercana al Desierto, y se quedó allí con sus discípulos. Eso no significa que se retirara de su compromiso con el pueblo; simplemente, no pretendía a dar a sus enemigos el gustazo de que le detuvieran por las buenas. El siguió siendo coherente, y, cuando pudieron echarle mano, no opuso resistencia ante lo inevitable. Bien sabía él que tenía que llegar esa hora.
Fuente: Redes Cristianas
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