Cartel pro feminismo.
por buensalvajees
Algo se ha vuelto a agitar en las avenidas del feminismo. Y no me refiero a las manifestaciones contra el impune asesinato de mujeres y contra modos aún más sutiles de la violencia que todas habitamos, o contra la desigualdad económica y la precarización del trabajo. Ante ese espanto importa seguirse rebelando. Pero la agitación a la que me refiero no es esa sino esta otra: la negación del feminismo entre las mujeres que ocupan hoy lugares de privilegio. Las que defienden con descaro un ‘antisemitismo’ que niega el problema de género y las que, más enmascaradas y subrepticias y también más contemporáneas, asumen un feminismo desteñido que ya nada se parece al movimiento originario.
POR LINA MERUANE
Ese falso feminismo —ese seudo-feminismo— aparece ahora que tantas pueden optar a una educación universitaria. Ahora que más mujeres consiguen trabajos dignos en vez de alienantes. Ahora que pueden encontrar parejas que las respetan y que están dispuestas a compartirlo todo como iguales. Insisto: no es que no haya asuntos urgentes por resolver (porque nada está bien para una inmensa mayoría de mujeres, son multitud las que viven vulneradas entre nosotras); lo que digo es que hay más mujeres con privilegios hoy. Y por más que sea relativa esta categoría, la del privilegio, por más que cunda en ciertas ciudades, en ciertas clases, entre ciertas profesionales, por más que esas mejoras sean siempre relativas han hecho cundir la idea de que “todo está bien” y la perversa pregunta: “de qué nos quejamos hoy”.
¿Qué ha pasado? ¿Nos creímos que la situación personal de mejora es la realidad de todas? ¿Privatizamos nuestros conflictos y los resolvimos como pudimos puertas adentro? ¿Nos cansamos de pelear una vez solucionadas nuestras propias dificultades? ¿Se nos olvidó que otras lucharon por los derechos que adquirimos, y que hace falta pelear por quienes aún no los han conseguido? ¿Se nos acabó el combustible de la solidaridad?
Es esto lo que acusa, sin tanta pregunta retórica, con extraordinaria agudeza y escasa clemencia, un ensayo de lo más puntudo que he leído en mucho tiempo. Las colegas feministas, las feministas-de-tomo-y-lomo entre las que me cuento, van a levantar las cejas cuando lean, en la próxima línea, que ese libro se titula Why I am not a feminist (Por qué no soy feminista). Y no me sorprendería que las levantaran —las cejas y las pancartas, los puños, los signos mentales de exclamación—, porque muchas antifeministas del pasado han usado esa misma frase para anunciar su desafiliación de la causa.
El problema, según lo plantea Jessa Crispin en su potente manifiesto antifeminista (o más bien, anti-ciertos-devenires-del-feminismo-occidental), no es que las mujeres estén descartando el título feminista. En rigor, en su mayoría, lo están abrazando con un extraño entusiasmo. Se trata, sin embargo, de un abrazo traicionero: lo que asumen como feminismo no es ya lo que el movimiento había sido, una causa insolente, un ideario radical. Es este el abrazo a un falso feminismo, ese que buscó hacerse universalmente aceptable, ese que para reclutar multitudes hizo toda clase de concesiones, rechazó la lucha, alienó a las pensadoras más punzantes y a las quemadoras de sostenes. Uno que agachó tanto el moño que ya no consigue despeinar a nadie. Se volvió completamente banal. Mera comodificación. Es por eso que pudo ponerse “de moda” ser feminista.
Qué fácil parece ahora considerarse feminista, dice Crispin (yo la traduzco). Ese feminismo cool (y de cool lo tildo yo, por feminismo fresco, por feminismo sin ardor) no exige renunciar a ningún privilegio, no requiere compartirlo, no le pide a las mujeres hacerse responsables de sus actos. Es más: cualquier decisión femenina, por mezquina que sea, por más injusta, por más explotadora, por más frívola, por más conservadora, se vende como una decisión feminista. Como un acto de merecida liberación. Ser feminista desde esa clave implica aprovechar la realidad histórica de la víctima como escudo ante toda crítica. Significa usar la desigualdad de todas para obtener la igualdad de apenas unas pocas. Es justificar cualquier forma de empoderamiento, cualquier mejora de la propia vida, aun cuando esta implique pisotear las de quienes están por debajo, hombres o mujeres, pobres, marginales, discriminados, inmigrantes.
Y peor, murmura Crispin con justificada amargura: escindidas del debido deber social y de toda conciencia política, demasiadas mujeres aplauden a otras cuando logran posiciones de poder históricamente masculinos (sin atender a las concesiones que han hecho para estar ahí, y quedarse), o cuando alcanzan una situación económica (sin reconocer el modo en que han explotado a otros), o cuando se hacen célebres (sin examinar qué han hecho a lo largo de sus carrera por apoyar a otras en el ascenso). La problemática medida de este feminismo es el cómo me va a mí por encima del cómo nos va a todas y a todos. Y es ese el punto más urgente de la crispada invectiva: ese seudo-feminismo que transó la lucha colectiva, se olvidó de la desigualdad de clase y la discriminación racial, se vendió a los valores del capitalismo. Puso su atención en un éxito privado que se mide en signo peso y que devalúa los afectos, la compasión, la solidaridad, el “vivir juntos” en comunidad.
En esa agitación, Crispin habla de reponer en el horizonte de nuestras preocupaciones e interrogantes un compromiso con los demás. Llama a pensar cómo transformar la realidad desde sus fundamentos en vez de conformarnos con una mejora cosmética por acá y otra por allá. Porque no se trata solo de salir a la calle con pancartas ni solo protestar cómodamente desde un sillón, apretando una tecla; se trata de examinar cómo cada uno de nuestros actos puede contribuir concretamente a mejorar la vida de quienes tenemos alrededor y de implementar valores solidarios en vez de simplemente repetir los mecanismos de competencia y los modelos de éxito que el sistema nos ofrece, para cooptarnos. Hay que poner a funcionar nuestra capacidad de respuesta, dice Crispin. Hay que recuperar nuestra imaginación propositiva, digo yo. Se llame o no se llame “feminista”.
Fuente: elasombrario
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