Según Naciones Unidas, en el mundo viven 370 millones de indígenas en unos 90 países. Sobreexpuestos a la explotación y la pobreza, son también depositarios de saberes ancestrales y guardianes de la diversidad cultural y la naturaleza, con la que mantienen una relación privilegiada.
lEl pasado 2 de marzo de 2016, Berta Cáceres fue asesinada en su casa de Tegucigalpa, la capital de Honduras. Berta era una líder indígena y una activista medioambiental muy reconocida. El año anterior había obtenido el premio Goldman, una especie de Premio Nobel medioambientalista; organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional respaldaban su lucha contra distintos proyectos industriales y mineros que amenazaban el modo de vida del pueblo lenca, al que pertenecía, y el liderazgo de Berta se extendía más allá de este pueblo, pues era cofundadora del Consejo de Pueblos Indígenas de Honduras (COPINH), una organización que coordina diversos movimientos indígenas hondureños.
Ni siquiera esa notoriedad la salvó de la muerte. Su nombre se unió al de una demasiado larga lista de activistas sociales asesinados en Honduras, un país tan pequeño como violento. Entre los acusados por el crimen figuran personas vinculadas tanto a las fuerzas de seguridad hondureñas como a las empresas implicadas en la construcción de la presa de Agua Zarca, el último megaproyecto que amenaza la supervivencia de su pueblo al que se opuso.
A finales del mes de junio, la ONG indigenista Survival International anunciaba que Bari Pidikaka,líder del pueblo indígena dongria kondh había fallecido mientras permanecía en custodia policial. Bari estaba arrestado desde octubre de 2015. Regresaba de una protesta contra la refinería que la compañía minera Vedanta Resources tiene en sus territorios ancestrales en India central. Los dongrias llevan años luchando contra dicha refinería y denuncian sistemáticas “intimidaciones, secuestros e ilícitos encarcelamientos” por parte de la policía estatal que -aseguran- “promueve los intereses” de la compañía británica.
Los casos de Cáceres y Pidikaka no son más que un ejemplo de la presión, el acoso y la violencia a la que se ven sometidos los pueblos y líderes indígenas en todo el planeta. En la reciente reunión de la Iniciativa Interreligiosa para Salvar los Bosques Tropicales que el Gobierno noruego organizó en Oslo, la líder indígena brasileña Sonja Guajajara, denunciaba que “todos los días luchamos contra los ataques del Estado brasileño, las hidroeléctricas, las empresas mineras, las madereras, contra la extensión de los ferrocarriles...”. En esa misma cita, Victoria Tauli-Corpuz, líder indígena del pueblo kankanaey lgorot de la región de La Cordillera en Filipinas y Relatora Especial de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, aseguraba: “se nos amenaza por proteger los bosques. Nuestros derechos son violados y socavados”. Un reciente informe de las ONGs Amnistía Internacional y Front Line Defenders (Defensores en la Línea del Frente), aseguraba que en 2016 fueron asesinados 281 activistas de derechos humanos en todo el mundo. Cerca de la mitad trabajaban sobre problemas de tierras, territorio y medio ambiente, y entre ellos había muchos pertenecientes a pueblos indígenas.
Hablar de los pueblos indígenas tiene especial sentido en 2017, pues en septiembre se cumplirán 10 años desde que la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. La declaración suponía un reconocimiento de alto rango por parte de Naciones Unidas de estos derechos, hasta entonces únicamente defendidos por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre pueblos indígenas y tribales. La declaración de 2007, aprobada tras largos años de debate, establecía, entre otras muchas cosas, los derechos de los pueblos indígenas a “vivir en libertad, paz y seguridad como pueblos distintos”; a “no ser sometidos a una asimilación forzada ni a la destrucción de su cultura”; a “participar en la adopción de decisiones en las cuestiones que afecten a sus derechos” y a “determinar y elaborar prioridades y estrategias para el ejercicio de su derecho al desarrollo”.
Éste último es un argumento muy importante. Como explica Survival Internacional, los indígenas y quienes apoyan su causa no están “en absoluto” en contra del progreso. Son bien conscientes de que “las sociedades cambian continuamente”, pero estiman que “el futuro de los pueblos indígenas debería ser decidido fundamentalmente por ellos mismos. El desarrollo que destruye a los pueblos no es verdadero progreso”. Especialmente si destruye a pueblos cuyos conocimientos, culturas y tradiciones contribuyen “al desarrollo sostenible y equitativo y a la ordenación adecuada del medio ambiente”, tal y como reconoce la Declaración de Naciones Unidas.
Esa contribución de los pueblos indígenas a la preservación de la naturaleza es incontestable. En el plano práctico y en el teórico. “Para los que vivimos en bosques tropicales, los árboles, las plantas, animales y microorganismos son miembros de nuestra comunidad”, aseguraba Tauli-Corpuz en Oslo. En ese mismo encuentro, Joseph Itongwa, miembro del Comité de Pueblos Indígenas de África, aseguraba que “a mí no me han enseñado el valor de los árboles en el colegio. Desde niños aprendemos su valor para nuestra su supervivencia. Producen todo lo que necesitamos. Tenemos una relación de respeto hacia la naturaleza. Cortar un árbol es como cortar nuestra identidad”.
El Acuerdo de París para la lucha contra el Cambio Climático reconoce el saber tradicional de los pueblos indígenas como una potente herramienta para la preservación del medio ambiente. Claudio Bombieri, un sacerdote comboniano que trabajaba con indígenas en Maranhão, Brasil, aseguraba hace ya unos años que los pueblos indígenas tienen mucho que enseñar a la sociedad occidental: “ellos tienen una sociedad basada en el ser y no en el tener, y su sola existencia nos propone un modelo de sociedad totalmente distinto al nuestro, basado en el consumo”. El papa Francisco, en su visita a Chiapas en febrero de 2016 aseguró que los pueblos indígenas “saben relacionarse armónicamente con la naturaleza, a la que respetan como fuente de alimento, casa común y altar del compartir humano”.
Sin embargo, como señalaba el Papa, estos pueblos indígenas han sido “muchas veces, de modo sistemático y estructural, incomprendidos y excluidos de la sociedad”. El cóctel que propicia esa exclusión está hecho de una mezcla de ignorancia y de interés que les impuso los calificativos de atrasados, salvajes o inferiores. Desde que los pueblos originarios de América, África y Asia entraron en contacto con los grandes imperios africanos, americanos y, sobre todo, europeos, su historia ha sido una historia de lucha y resistencia, por un lado, y de explotación y sometimiento por otra. Tan solo en América, los pueblos indígenas han sido usados como mano de obra barata en las minas de plata de Potosí, en las plantaciones de caucho de la Amazonía, en las haciendas del altiplano andino. A menudo, la explotación ha revestido la forma específica de esclavitud que incluso hoy persiste en regiones apartadas de algunos países como Brasil.
Así lo señala el informe El mundo indígena 2017, de la ONG Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA, en sus siglas inglesas), que asegura que “a pesar de algunos logros alentadores, la realidad cotidiana de las comunidades indígenas a nivel local está sometidas a grandes presiones”. Los principales desafíos a los que estos pueblos se enfrentan “siguen relacionados con el reconocimiento y la implementación de sus derechos colectivos a tierras, territorios y recursos”.
Así, en Tanzania, los pueblos dedicados al pastoreo fueron expulsados de varios distritos de la región de Morogoro, en donde se quiere establecer una Zona de Caza Controlada. Indígenas participando en las protestas por el atropello han sido arrestados y detenidos sin juicio. En el Cercano Oriente, la situación de los refugiados beduinos palestinos que viven bajo total control militar israelí es desesperada. Este pueblo de pastores nómadas cuya cultura está siendo “deliberadamente erosionada” es cada vez más pobre y vulnerable. En Rusia, las organizaciones de los pueblos indígenas sufren cada vez más para poder llevar adelante su trabajo, pues son consideradas por el Gobierno como agentes externos, lo que provoca “acoso, persecuciones e interrogatorios de activistas”.
A esta realidad de muerte y negación los pueblos indígenas oponen muchas veces tan solo su fiero orgullo y su ardiente deseo de preservar su identidad. De ese deseo han nacido los logros que, luchando por cada palmo de territorio de presencia e influencia social han conquistado: representación política en parlamentos (Afganistán, Burundi, Jordania, Líbano, Nepal o Nueva Zelanda, entre otros), aprobaciones de leyes de tierras que contemplan su régimen de propiedad colectiva, o el fin de grandes proyectos de extracción e infraestructura para los que no habían dado su consentimiento.
Esas buenas noticias para ellos son buenas noticias para todos pues demuestran que es posible resistir y vivir de otra manera, obviando un modelo económico global que descarta a las personas. •
Agradecemos a la ONG Survival International (www.survival.es) su colaboración en la elaboración de este reportaje, especialmente por permitirnos contar con los recursos de su archivo fotográfico.
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Fuente: 21Rs.es
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