por Juan Pablo Espinosa Arce ·
El fenómeno actual de la migración, representa un desafío para los gobiernos, las ONG y también para la fe cristiana. El propósito del presente artículo es propiciar algunas reflexiones en torno a la necesidad de pensar un cristianismo inter y multicultural. La migración es una experiencia de cruces y entrecruces de culturas distintas que conviven en un determinado espacio. Para ello, asumiremos un motivo teológico específico, a saber, el viaje del patriarca Abraham el cual será definido como modelo de un cristianismo intercultural. La tesis central es que la coexistencia con otros grupos humanos, con los extranjeros, los migrantes, los distintos, no representa una amenaza. Al contrario, dicha convivencia está en la base misma de la Alianza que ofrece el Dios de Biblia, Dios de Abraham y Padre de Jesús.
1. Sal de tu tierra y convive con otras culturas
En Teología Fundamental, se reconoce cómo la fe de Abraham posee un carácter de aventura, sorpresa y peregrinación. Es la fe que se hace camino y que se realiza caminando. La fe no puede sino ser una actitud dinámicamente vital. Y el caso del Patriarca es bastante atrayente. Vive en Ur de Caldea (Cf. Gn 11,31), un país y una cultura politeísta, es decir, donde había un panteón de varios dioses. Pero en esa historia llena de dioses, Yahvé, el Dios único y verdadero, dirige su palabra a Abraham (Cf. Gn 12,1). La historia de la salvación y el comienzo de Israel como pueblo de Dios comienza con la audición de la Palabra de Dios. El Dios de la Biblia es el Creador de una relación dialógica con sus creaturas. Y esa palabra primera está sustentada en una promesa, en una Alianza y en una bendición (tierra, descendencia y amistad con Dios Cf. Gn 12,2-3).
El filósofo francés Paul Ricoeur (2006), refiriéndose a la memoria y a las promesas (pasado y futuro), dirá que la promesa hecha por Dios a Abraham fundan todas las promesas. Nosotros los cristianos, así como los judíos y los musulmanes (las tres religiones monoteístas), somos hijos y herederos de la fe de nuestro padre Abraham que se puso en camino siguiendo al Dios que caminaba con él. Con ello, la promesa es también interreligiosa. Todos y todas entramos en el corazón misericordioso de Dios.
Y Abraham es un extranjero. Así lo han hecho notar autores como M. Van Treek (2014), quien reconoce que en la historia del patriarca, tal y como la relata el Génesis 12 hasta el capítulo 25, reconocemos indicaciones teológicas, antropológicas, sociales y culturales de cómo ha de ser la coexistencia del ser humano con otros grupos culturales. Y esto porque en la Alianza que Dios pacta con Abraham cabemos todos. Todos estamos representados en Abraham y participamos de su amistad con Dios. Por lo tanto, podemos sostener sin miedo a equivocarnos que la acción de Dios en la historia es intercultural y multicultural. Su acción salvífica es sinfónica (muchos interpretan la misma melodía) y llena de color. Es una acción que se abre y se expande, nunca se cierra, porque la gracia de Dios es dinámica, envolvente, poética, ética y estética. Crea un espacio nuevo de convivencia dominado por la hospitalidad, por la acogida y por el amor. Lo anterior se entiende en la palabra del mismo Yahvé que dice a Abraham: “bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan” (Gn 12,3).
El caminar de Abraham se abre en las fronteras y en el contacto vivencial con otras culturas. Un episodio paradigmático está contenido en Génesis 18, en la conocida manifestación de Yahvé a Abraham en la encina de Mambré. Anteriormente (Espinosa Arce, “La hospitalidad en el ciclo de Abraham”, 2016) habíamos hecho notar que la hospitalidad representa un elemento propio y necesario en la dinámica de la Alianza que Dios pacta con Abraham y en él con las generaciones que vendrán, en el sentido de que la hospitalidad implica cuidado, respeto, fraternidad, inclusión y la acogida mutua entre distintos grupos humanos. De esta manera se evidencia cómo la Alianza lejos de ser una legitimación de un interés nacionalista busca ser una apertura novedosa hacia todos los pueblos especialmente hacia los extranjeros.
Si el Ciclo de Abraham se escribe en un contexto de coexistencia de Israel con pueblos extranjeros, la narración de la hospitalidad practicada por el pariente ancestral (Abraham) para con Dios vendría a legitimar la práctica de la misma de manera de comprenderla como un aspecto positivo que es bendecido por Dios. Ello, y en una época marcada por la migración y la convivencia con extranjeros, debe constituir una responsabilidad ética y creyente por cuanto podemos ver al mismo Dios que pasa por nuestra tienda de vida pidiendo ser acogido como otro legítimo. Los migrantes y los extranjeros no representan una amenaza a nuestros intereses nacionales, como algunos teóricos y líderes han hecho notar. Abraham es extranjero, camina como un migrante. La migración tiene una imagen clave en su travesía. Y la hospitalidad practicada con Dios ha de representar el modelo de una sana coexistencia en la diferencia. Con ello, debe seguir resonando lo que la Carta a los Hebreos nos dice: “No olviden la hospitalidad. Por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Heb 13,2).
2. Un cristianismo intercultural que cruza a la frontera
Hemos venido reflexionando cómo el camino de Abraham, que se mueve en la frontera de los pueblos y coexiste con las culturas representa un motivo teológico, social y político de cómo ha de ser nuestra propia relación con los extranjeros, los migrantes y con todos los distintos. Y ello viene a fundar la vivencia de un cristianismo intercultural que cruza la frontera.
Jesús de Nazaret también vive en el encuentro con los pueblos vecinos de Israel. En el Evangelio de Marcos lo vemos cruzando frecuentemente el lago de Galilea para anunciar el Evangelio en otras tierras y a otras culturas (Cf. Mc 1,9.14.38; 3,8; 4,35;5,1;10,1). Jesús vive metido en medio de los extranjeros. Es el hombre intercultural por excelencia. Es capaz de dar el paso hacia una nueva forma de relacionarse con otros desde la ampliación de la mirada y la escucha. El jesuita francés Michel de Certeau realiza una “apología de la diferencia”, un rescate de la experiencia multicultural. Y gracias a ella reconoce cómo Jesús es el descentrado, el que sale de su lugar. Jesús es, por tanto, “el itinerante, el desnudo y entregado, es decir, sin lugar, sin poder, siempre fuera, herido por el extranjero, convertido en el otro”. Jesús mismo es un extranjero y un migrante (Cf. Mt 25,35-40, fui extranjero y mi acogieron).
Sólo desde esta dinámica del reconocimiento del otro en su distinción podremos generar espacios de acogida de la migración y de la extranjeridad. No podemos atrincherarnos en nuestros centros, sino que hemos de salir a la frontera. La experiencia de Abraham y de su viaje, el continuo ir y venir de Jesús por las orillas del Tiberiades, la invitación a la Iglesia en salida de Francisco, son las claves auténticas para comprender nuestro cristianismo como inter y multicultural. En el proyecto del Reino de Dios, signo de la fraternidad y de la hospitalidad universal, cabemos todos. Porque el corazón de Dios se ensancha invitándonos a creer y a crear en la experiencia del encuentro como unión en la diferencia.
Fuente: cristianismeijusticia.net
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