Por: Víctor Codina
En 1986 visité en San Salvador la modesta vivienda de Monseñor Romero dentro del Hospital de la Divina Providencia para enfermos de cáncer. La religiosa carmelita que nos lo enseñaba nos contó que a altas horas de la noche del sábado 22 al domingo 23 de marzo de 1980 vio que la luz de la habitación de Monseñor todavía estaba prendida. Fue a verle para saber si se encontraba mal o necesitaba algo. Romero le dijo que estaba bien y que preparaba una homilía muy importante para la misa del día siguiente en la catedral.
En la homilía del domingo 23 de marzo en la catedral, Romero dirigió una vibrante llamada profética a los soldados del pueblo, forzados por el gobierno a reprimir a la población:
“En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo, cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, ¡les ordeno!, en nombre de Dios ¡cese la represión!”
Al día siguiente, lunes 24 de marzo, mientras Romero celebraba la eucaristía en la capilla del Hospital, desde un jeep un disparo certero al corazón le hirió de muerte. La religiosa que nos había enseñado la vivienda de Romero fue una de las que acudió rápidamente a atender al obispo herido que murió poco después, exclamando: “que Dios les perdone”.
Podríamos decir que “Cese la represión” fue la chispa que provocó su muerte y a la vez el testamento de Monseñor Romero. Pero no podemos comprender el testamento y martirio de Romero sin tener en cuenta la trayectoria de su vida. Oscar Romero fue nombrado arzobispo de San Salvador en 1977 con gran alegría de los sectores conservadores de la Iglesia y de la sociedad. A los pocos meses de su posesión, vivió una verdadera conversión: el asesinato del P. Rutilio Grande y de sus catequistas por parte de los militares, le abrió los ojos y pasó de ser un obispo honesto y bueno, pero conservador y amigo de la oligarquía salvadoreña, a convertirse en defensor de los pobres y luchador de la justicia.
A través sobre todo de sus homilías dominicales en la catedral, Romero denunció la absolutización de la riqueza, desenmascaró el servilismo de las fuerzas armadas a la oligarquía, estigmatizó la doctrina de la seguridad nacional y las continuas torturas y asesinatos de inocentes, criticó la corrupción de la justicia, fue duro contra el inmovilismo de los católicos conservadores que viven a espaldas del prójimo, apoyó las organizaciones populares pero exigiendo sentido crítico, defendió la vida, dijo que pecado es matar al Hijo de Dios y matar a los hijos de Dios, que la gloria de Dios consiste en que el pobre viva. Siempre llamaba a la conversión al Dios de la vida.
Romero fue humilde y entrañable, se sentía feliz junto al pueblo pobre y sencillo. Fue acusado de ser marxista y guerrillero, de ser ingenuo y loco, algunos pidieron que le hicieran un exorcismo, se sintió marginado por sus hermanos obispos y cuestionado por Roma que le envió un Visitador apostólico. Se alegraba de que la Iglesia que había hecho la opción por los pobres, sufriera persecución. No temió las amenazas de muerte y dijo que si le asesinaban resucitaría en el pueblo salvadoreño y aunque un obispo muera la Iglesia no perecerá.
El obispo poeta Casaldáliga dijo de él que los pobres le enseñaron a leer el evangelio, que nadie hará callar su última homilía y lo llamó San Romero de América mucho antes de que Roma lo canonizase. El teólogo y mártir Ignacio Ellacuría dijo que con Romero Dios pasó El Salvador, Jon Sobrino afirma que Romero con su vida hizo creíble la fe.
Pero seguramente son la gente del pueblo los que mejor comprenden a Romero. Un campesino salvadoreño decía: “Monseñor Romero dijo la verdad. Nos defendió a los pobres. Y por eso lo mataron”. Y Edith Arteaga, una salvadoreña que tenía 16 años cuando asesinaron a Romero, con fina intuición femenina y creyente afirma: “Monseñor Romero es camino al evangelio y a Jesucristo”.
En efecto, la raíz última de la conversión, vida profética y martirio de Romero fue Jesús de Nazaret, al que conoció, amó y quiso seguir hasta las últimas consecuencias. Por esto, como a Jesús, a Romero lo criticaron, le llamaron loco, conspirador, revolucionario y endemoniado y como a Jesús, lo mataron por orden del Imperio.
Si el pueblo salvadoreño recuerda hoy a Romero, si lo considera santo y frecuenta su tumba para agradecerle y pedirle favores, si bautiza a sus hijos con el nombre de Oscar o Romero, si su figura todavía conmueve e impacta a creyentes y no creyentes de todo el mundo, si su imagen ha sido llevada a la Catedral anglicana de Westminster… es porque a través de él se capta algo de la enorme seducción de Jesús de Nazaret, un Jesús al que tantas veces los cristianos hemos deformado y oscurecido. La vida de Romero fue una vida al estilo de Jesús.
Por esto pudo decir en nombre de Dios ¡cese la represión! Por esto los cristianos que deseamos vivir al estilo de Jesús, deberíamos seguir sus pasos y cumplir su testamento: que cese toda represión en un mundo donde existe tanta represión política, militar, económica, social, sexual, cultural, étnica, religiosa y ecológica contra pobres, pequeños, insignificantes, descartados, niños, jóvenes, mujeres, indígenas, trabajadores, ancianos, países del Sur, etc.
San Romero de América, ¡ruega por nosotros!
Victor Codina: Teólogo jesuita (Barcelona 1931). Desde 1982 ha residido en Bolivia como profesor de teología y pastoral popular. A mitad de 2018 ha regresado a Barcelona.
Fuente: amerindiaenlared.com
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