domingo, 28 de diciembre de 2014

Laicismo esterilizante.


por Ignacio de Posadas

El laicismo es vaca sagrada en nuestro panteón cultural. Guay del que se atreva a cuestionarlo! 
Sin embargo, ya está pasada la hora en que el Uruguay debe hacer precisamente eso: cuestionarlo. No significa, necesariamente, eliminarlo. Sí quiere decir tomarse un minuto para meditar si lo que adoramos es algo bueno; si realmente entendemos qué es y si medimos cabalmente las consecuencias que produce. 
Porque, afirmo, como sociedad no sabemos qué es el laicismo, ni porqué hay que defenderlo y aplicarlo.
¿Cuál es su sentido? ¿Está referido exclusivamente a lo teológico? ¿Por qué? ¿Qué es la teología? ¿Religión y teología son la misma cosa? ¿En qué se diferencia de la filosofía? Ciertamente no en ocuparse del sentido de la vida, de lo metafísico.
Entonces, ¿por qué hay que prohibir de la vida pública de nuestra sociedad a la teología? ¿Acaso es algo malo? ¿El opio de los pueblos? Quién tal cosa crea y propugne estará violando la laicidad.
El sentido real del laicismo no está en considerar que la hipótesis de algo más allá de la naturaleza y de la vida natural sea por si algo malo. Ni siquiera en que sea algo imposible de concebir racionalmente. No.
El sentido del laicismo está en el respeto por la libertad de la persona. La actitud del ser humano ante la posibilidad de que Dios exista (sólo hay dos chances) es algo de tal magnitud y trascendencia que no se puede constreñir desde el poder etático. Debe ser algo propio a la intimidad de aquélla, a su libertad.
Pero esa misma trascendencia es la que debe llevarnos a no reprimir ni suprimir el tema de todo ámbito social enmarcado o regulado por el Estado (sobre todo en una sociedad donde el Estado es omnipresente). Por el contrario, la actitud debe ser de reconocimiento a esa trascendencia y de respeto por la libertad esencial a su encare. O sea, lo opuesto a la práctica de la laicidad tal como se realiza en el Uruguay. 
Porque laicismo no es exclusión, prohibición, negación. Laicismo es reconocimiento, respeto y libertad. O sea, el verdadero laicismo es positivo. Lo que en muchos países llaman pluralismo. 
Por otra parte, el laicismo no se limita ni a lo teológico, ni a lo religioso. Porque no tiene un problema con Dios. No es la negación de Dios. Como Dios no es el enemigo del laicismo.
Imponer desde el Estado (o desde el poder político) una filosofía o una ideología es violar el principio de laicidad. Porque significa violentar la libertad de la persona. De igual forma, violación del laicismo es imponer un agnosticismo o un ateísmo. Como ocurre en el Uruguay. 
Es tan violatorio como sería, por ejemplo, prohibir la enseñanza de la filosofía o incluso, de la historia.
Y todo eso tiene consecuencias.
Como ocurre tan frecuentemente con la naturaleza humana, ciertas decisiones producen consecuencias, cadenas de consecuencias, no queridas o no anticipadas.
Así ha ocurrido en nuestra sociedad con la aplicación del laicismo a lo bruto.
Hoy oímos hablar permanentemente de “valores” o, mejor dicho, de su dramática ausencia. Prácticamente todos, de los más disímiles pelos políticos, nos lamentamos por la ausencia de valores que se vive en nuestra sociedad y de las consecuencias que ello produce en nuestro sistema educativo, en la pérdida del respeto necesario para la convivencia, en la violencia, en la moral, en el decaecimiento cuando no la desaparición progresiva de la familia. 
Valores, valores, valores… ¿porqué se perdieron? ¿Cómo recuperarlos?
Pues no se inventan, ni se imponen. Los valores que añoramos son hijos de ciertas premisas. Son como perchas de ropa: necesitan estar colgadas de algo.
No sólo atacamos todo el sistema teológico y espiritual del cristianismo, sino que desechamos luego su estructura filosófica, incluida su ética y sus fundamentos del derecho. 
Supongamos que hubieran habido motivos para ello. El punto está en que no supimos construir otro sistema, coherente, en su lugar. Por un tiempo algunos creyeron verlo y vivirlo en el Marxismo, pero cuando éste implosionó, sociedades como la nuestra, se fueron vaciando progresivamente. El artiguismo y el batllismo no tenían el contenido suficiente para sustituir el andamiaje cristiano. 
Tampoco el llamado post-modernismo. Y nuestro laicismo a lo bruto menos que menos.
Hay un lugar común en el discurso público político de Uruguay: “tenemos que darnos una discusión profunda…” Suele ser una excusa manida para gambetear un tema. 
En este caso, sería fundamental. Y urgente.

Fuente: elpais.com.uy

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