miércoles, 25 de febrero de 2015

Ciegos guiando a ciegos.



No hay peor sordo que el que se niega a oír; o peor ciego que el que cierra los ojos ante la realidad. Pero una cosa es la ignorancia debida a la falta de ilustración y otra la ignorancia de los que cierran su mente al conocimiento. Desgraciadamente en el mundo se calcula que hay en torno a mil millones de analfabetos; hombres, mujeres, jóvenes, niños, que no tienen acceso a la educación, ni aún en un grado ínfimo. Una carencia que se convierte en desgracia. Pero existe también un número incontable de personas cuya ignorancia no es fruto del analfabetismo debido a la falta de educación formal, sino que se trata de una ignorancia inducida vinculada al fanatismo y al fundamentalismo ideológico. Un fanatismo y un fundamentalismo que puede tener raíces religiosas o políticas o, en muchos casos, una mezcla de ambas. En cualquier caso, con una incidencia notable en el ámbito religioso por una parte y en el social por otra.

El nuevo formato de guerra a escala mundial que en la actualidad padece nuestra sociedad a causa del yihadismo fanático, que justifica sus actos con textos sagrados del Corán, vinculando intereses políticos con religiosos, en nada o en muy poco se diferencia de los crímenes cometidos por movimientos aún recientes en nuestro entorno inmediato, producidos en ámbitos formalmente cristianos tanto en Irlanda del Norte como en el País Vasco, acciones consideradas por algunos como de liberación nacional, uno de los términos más alienantes de nuestro vocabulario. No podemos olvidar el tiro en la nuca a Miguel Ángel Blanco en el año 1997, así como otros crímenes semejantes. Y esto sin remontarnos a los tiempos de la Inquisición o a las guerras de religión europeas.

Pero vengamos a un terreno más próximo y a un tema menos sangriento, pero que pone de manifiesto la fragilidad intelectual y espiritual de sectores cada vez más extendidos; sectores que se dejan envolver por formulaciones fanáticas que les enredan con definiciones fundamentalistas, concretamente en temas relacionados con la fe.

Durante algún tiempo llegamos a creer que, integrados como estábamos en la Europa de los grandes avances científicos de finales del siglo XX y principios del XXI, no llegarían a anidar entre las iglesias españolas las doctrinas fundamentalistas de algunos telepredicadores norteamericanos, cuyas noticias fueron recibidas en un principio con cierto desdén; pensábamos que estábamos curados de ciertos fanatismos propios de otro entorno cultural que nada tenían que ver con nosotros; que nuestras raíces evangélico-protestantes estaban lo suficientemente arraigadas en una teología bíblica consistente, abierta a una hermenéutica reforzada por los avances de las ciencias sociales, fuera del alcance de las manipulaciones doctrinales elaboradas en ambientes extraños a nuestra idiosincrasia y madurez doctrinal. Definiciones teológicas fundamentadas en una lectura literalista de textos aislados de la Biblia, sacados de su contexto en muchos casos y fuera del ámbito de comprensión global que una correcta hermenéutica bíblica demanda.

Estábamos equivocados. Telepredicadores o teleevangelistas como Jimmy Swaggart, Pat Robertson, Jerry Falwell o Dante Gebel, a los que pronto se unieron algunos latinoamericanos como Luis Palau, Yiye Ávila y otros, han llegado a ejercer una enorme ascendencia política, social y, sobre todo, religiosa; algunos de ellos, ya fuera de escena, crearon un estilo y una escuela que en la actualidad ha sido, está siendo, seguida por discípulos latinoamericanos que, a su vez, tratan de colonizar España con sus métodos. De hecho ¡ya están instalados en España!, bien sea directamente, protagonizando los nuevos programas televisivos o radiofónicos, en unos casos, o bien a través de programas enlatados, en otros.

La ideología de estos telepredicadores se enmarca en un fundamentalismo teológico irracional que suele manifestarse en una postura social racista y de rechazo de los sectores más desprotegidos, ya que en base a su teología de la prosperidad suelen despreciar a quienes siendo cristianos no prosperan económica y socialmente. Pongamos un solo ejemplo. La historia circuló por los más importantes medios de comunicación en el año 2010 con ocasión del terrible terremoto que arrasó Haití. Pat Robertson, el poderoso e influyente telepredicador, líder de grandes masas de evangélicos seguidores de sus indicaciones de forma totalmente acrítica, hizo un análisis de la tragedia ocurrida en Haití en su canal de televisión Cristian Broadcasting Network (CBN), en Estados Unidos, afirmando que en Haití el terremoto fue producto de un pacto con el diablo. “Algo sucedió hace mucho tiempo en Haití y la gente no quiere hablar de ello. Los haitianos vivían bajo la bota de los franceses. Napoleón estaba ahí. Ellos hicieron un pacto con el diablo. ‘Te serviremos si nos quitas de encima a los franceses’. ¡Es una historia auténtica! El diablo les dijo: ‘Ok, denlo por hecho’. Se deshicieron de los franceses, pero fueron maldecidos. Esa isla fue partida en dos. De un lado Haití y del otro República Dominicana. La República Dominicana es próspera, sana, llena de balnearios. Haití es desesperadamente pobre. La misma isla”.

Puesto que damos por supuesto el buen criterio de nuestros lectores, no haremos ningún comentario adicional. Tan sólo reseñar que “líderes espirituales” como Pat Robertson, y tantos otros, tengan apellido anglosajón o hispano, quienes en aras de la teología de la prosperidad se han hecho ricos con las ofrendas de sus oyentes, son los que inspiran, instruyen y manipulan a multitud de personas que confían ciegamente en ellos. Son los que enseñan que el mundo fue fabricado por Dios en una semana y que tiene una antigüedad de seis mil años, cerrando el entendimiento a cualquier aportación científica sobre el proceso de la creación; son los que ignoran pertinazmente el origen de la Biblia, confiriéndole un poder mágico, aplicándole el sentido de “dictado” de Dios y otorgando el mismo valor que se reconoce al Sermón del Monte a los relatos mitológicos y a las múltiples historias seculares que encierra como, a título de ejemplo, la fábula de la burra de Balaam y otras semejantes. Todo ello, en nombre de una doctrina que han elaborado desde el más radical fanatismo fundamentalista, que denominan como inerrancia de la Biblia, confundiendo tozudamente los relatos cosmológicos y las opiniones humanas con la esencia de la Palabra de Dios y manipulando con ello la conciencia de los creyentes. Dios, evidentemente, es inerrante, no se equivoca, no hay error en sus palabras, pero las palabras de sus intérpretes pueden ser erróneas, contradictorias y fuera de los propósitos divinos.

Pues bien, llegados a este punto, nuestra sorpresa se centra en algo que nos parecía hasta ahora absolutamente insólito entre las iglesias protestantes con raíces históricas en España, pero que comprobamos que va tomando cuerpo entre amplios sectores de la juventud evangélica. Jóvenes que han sido educados en las escuelas dominicales de las iglesias; que han cursado estudios secundarios y universitarios; que están expuestos a una enseñanza continua por parte de sus pastores; que, en algunos casos, manifiestan vocación pastoral y, en base a ello, buscan una formación teológica en instituciones ad hoc; y que, en lugar de acudir a esos centros con una mente receptiva, los ojos bien abiertos y los oídos atentos para descubrir los arcanos de la Biblia y recibir una formación integral, en lugar de acudir con una alforja llena de preguntas dispuestos a nutrirse de la enseñanza de los profesores que han dedicado una buena parte de su vida a prepararse para esa labor, llegan (algunos d ellos, no todos) revestidos de seguridades, protegidos por una coraza impermeable a cualquier nueva enseñanza y con su morral repleto de respuestas. Y a eso añaden la soberbia de enjuiciar y descalificar a sus maestros, con un claro menosprecio a quienes están llamados a ser sus mentores, lo cual conlleva una falta de respeto a las instituciones que les acogen. Son, hasta ahora, la excepción, brotan aquí y allá, pero se trata de una especie que abunda cada más y que es preciso tomar conciencia de su existencia.

Jóvenes, en su caso, que llegan a las facultades de teología, procedentes de iglesias sin pastor unas, con pastores carentes de formación teológica otras, o que han ido elaborando su “teología” a impulsos de la casualidad; o bien han crecido bajo la influencia de una enseñanza bíblica carente del mínimo rigor. Pastores unos y feligreses otros que, en un momento determinado de su itinerario vital, se han encontrado con libros, programas de tv-radio o “líderes carismáticos” a quienes han hecho entrega de su confianza y han adoptado como gurús incuestionables, rindiendo ante ellos una obediencia ciega. Movidos por esa influencia, están dispuestos a cambiar las facultades donde se les enseña a pensar por sí mismos, por centros de adoctrinamiento en busca de las verdades absolutas que los gurús les van administrando sin opción a que esas enseñanzas pasen previamente por el filtro de su propio raciocinio. De esos círculos cerrados surgen las nuevas corrientes fanáticas y fundamentalistas que acaparan la atención y la fidelidad de una buena parte de la juventud evangélica. Por supuesto, se nutren de aquellos que se quedan en las iglesias después del tránsito de la adolescencia a la juventud, ya que otros, defraudados por una enseñanza que se apoya en un fundamentalismo irracional, deciden dar la espalda a las iglesias y buscar su destino en otros espacios.

El tema no es baladí. Requiere tomar conciencia de su gravedad y ponerle freno, no con métodos coercitivos, que de nada servirían, sino con una enseñanza teológica adecuada desde los púlpitos y las escuelas dominicales o cursos bíblicos de las propias iglesias; una enseñanza que ayude a entender lo que es y lo que no es la Biblia; en definitiva, que enseñe cómo leer la Biblia. Y son precisamente las iglesias de locales las que deben preparar a los jóvenes en su formación básica, y dar formación a los estudiantes antes de su acceso una formación teológica superior, ayudándoles a abrir la mente para ser receptivos a una formación integral que les capacite para entender la Biblia y transmitir con honestidad y rigor su contenido.

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