Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara
En primer lugar recordaré que el cristianismo no es una religión. Las religiones son obras del hombre. Y, en general, de un hombre primitivo y asustado. Lo explica muy bien el libro, indispensable para quien quiera meterse en el mundo de la experiencia religiosa de manera amena y clara, “Lo Santo”, de Rudolf Otto. El ser humano busca fuera de los pequeños límites de su mundo la explicación de fenómenos que lo atemorizan y hasta lo sobrecogen, y que, con toda evidencia, no son producidos por él mismo. Sobre todo los fenómenos de la naturaleza, especialmente los más nocivos, violentos y catastróficos. Entonces invoca ferviente, e interesadamente, a esos seres que, con el tiempo, fueron llamados dioses. Y, por si éstos fueran peligrosos, sanguinarios o sádicos, procuraban aplacarlos con ofrendas y sacrificios. Todavía nos llama la atención, y nos sobrecoge, la honestidad con la que ofrecían y sacrificaban lo mejor que tenían, el varón primogénito.
La revelación en el judaísmo, que seguirá en el Cristianismo, no es una iniciativa humana, no va de abajo<>arriba, sino al revés, de arriba<>abajo. Los hebreos pagaron el precio de ser los pioneros en esa especie de pacto con Dios, la Alianza, pero sus esquemas continuaban teñidos de los gestos y ritos religiosos de todos los pueblos vecinos, si bien purificados con la ayuda de la Revelación que su Dios, único y poderoso, iba silenciosamente comunicándoles por medio de sus profetas, líderes, y escritores. Por eso mantenían los sacrificios, el sacerdocio ritual, y los intercambios con Dios, que a veces ellos, los judíos, entendían con negocios, con el clásico “do ut des”, (doy para que me des). El Jesús de los evangelios cambia radicalmente ese panorama. Los apóstoles, al principio, no se enteraron, pero con la llegada providencial de Pablo la Iglesia primitiva no ofrece otro sacrificio sino el incruento, -por lo tanto, no verdadero sacrificio, a no ser que la sangre de Jesús en la cruz se considere como la sangre de la Eucaristía-, que es la explicación de una buena tradición teológica-; y no acepta otro sacerdocio que el único y eterno de Cristo, del que todos los bautizados participamos.
Hay otra realidad fundamental en las religiones: para ensalzar el poderío y la fuerzas sobre la misma naturaleza de los seres divinos, los líderes religiosos, y después nos lo cuentan los escritores y postas de esas comunidades humanas, imaginan todo tipo de acontecimientos, y de signos fantásticos, llenos de seres angélicos, buenos o malos, y de prodigios portentosos. Y hay que atender que estos sucesos no son específicos del mundo bíblico, del Antiguo (AT) y Nuevo Testamento (NT), sino de todas las religiones, cuanto más primitivas, más. Por eso he hablado en al título de este artículo de infantilismo. Y, algo sorprendente para mí, que este sentimiento infantil haya sobrevivido hasta el siglo XXI, cuando ni es específico, ni concordante con las coordenadas de la fe cristiana.
Lo más increíble para mí es que este sentimiento típicamente “religioso” lo mantengan, a capa y espada, y con fervor, presbíteros de la Santa Madre Iglesia, y muchos obispos. (Notaréis que escribo siempre presbítero o cura, esta palabra nada peyorativa, sino muy noble y apropiada al servicio de sanar o curar, y no sacerdote); porque aunque muchos no lo quieran admitir, el tardío reconocimiento, a partir del final del siglo IV, del sacerdocio ministerial en los servidores litúrgicos de la Iglesia, fue un terrible paso atrás, del que todavía estamos sufriendo las consecuencias. E intentaré explicar por qué.
(Curas que no saben, o no aceptan, los relatos bíblicos llamados “midrás”).
Este articulo es la continuación del de anteayer, “El infantilismo de las religiones”. Acababa el artículo afirmando que me resulta sorprendente que curas y obispos todavía estén “contaminados” por los sentimientos y comportamientos de la religiosidad natural. Como decía en esa ocasión, ésta surge de las necesidades y miedos del hombre primitivo. Cuando la ciencia fue ocupando el espacio de la ingenua percepción popular, la religión fue retirándose de escena. Esto se vio con claridad en la época de la Ilustración, de la Revolución francesa, y de la primera experiencia seria de industrialización, con lo que ésta significó de revolución tecnológica, con los procesos de fabricación en serie, y de la consiguiente agitación socio-económica.
Podemos decir que a más ciencia e investigación, menos religión. Pero, insisto, esto no tiene, ¡o no debería tener!, la misma incidencia en la Revelación judeo-cristiana. La Palabra de Dios, tal como se oye y estudia desde el máximo y exigente respeto a la ciencia, no tiene por qué, ni lo hace, ni recular, ni desaparecer, con la cercanía de la ciencia. Pero el problema surge cuando la palabra revelada se plantea y enfrenta con los principios de la religiosidad popular.
Desgraciadamente, esta compañía, Ciencia-Revelación cristiana, no fue bien llevada en muchos procesos educativos eclesiásticos en España. EL siglo XIX, en el que se iba cociendo una revolución industrial científica, y de grande, y cada vez más libre, investigación en los campos productivos, asociativos, sociales y políticos, fue, en los seminarios españoles, especialmente triste, apocada, por no decir asustada, y totalmente a la defensiva de los movimientos culturales y literarios que campeaban en Europa. No hay más que ver el famoso, detestable, y nunca ponderado justamente en su negatividad, del “índice de libros prohibidos”. La Teología se paralizó, casi se encasquilló, y así sigue en variados círculos y grupos eclesiásticos. Aunque parezca imposible, miembros de estos círculos se mueven, ¡todavía!, en los parámetros teológicos del concilio de Trento, y, desde luego, anteriores al Vaticano II. Y si esto sucedió, y sucede, en el área de la Filosofía y la Teología, en el campo de la exégesis bíblica el panorama es absolutamente asustador; yo diría más, desolador.
Hasta los años sesenta, y en pocos seminarios, no se estudia en serio la Biblia, ni se profundiza en los estudios exegéticos. Y por lo que he visto, en los primeros años del este siglo, 2000-2015, en lugares de gran renombre en los campos de las ciencias eclesiásticas, tampoco. Contaré una anécdota, (que me parece, o sospecho, ya la he contado. Pero aquí pega muy bien): hace unos años, hacia el 2006-2007, acudí a un curso de reciclaje para curas ofrecido por la diócesis de Madrid. Se daba en el Seminario, y Universidad, de San Dámaso. Y la primera asignatura correspondió a los Evangelios, y la impartía un primer espada de la misma facultad, actualmente presidente de un prestigioso, -demasiado para mi gusto-, movimiento eclesial. La fama que acompañaba al dicho profesor era de gran especialista. La primera clase éramos unos 23. Cuando noté que nos estaba intentando comunicar un estilo de estudio y de análisis exegéticos que yo había superado en los años sesenta, en El Escorial, con el profesor Jesús Luis Cunchillos, ss.cc., lo interrogué. No aclaró gran cosa, y no solo yo, sino otros curas, tuvimos la sensación de que ese curso podría significar un tremendo paso atrás. Cuando volví a la siguiente clase, el número de alumnos había bajado a unos doce. Y a la siguiente éramos cuatro, y siguieron nuestras polémicas y nuestros puntos de vista totalmente encontrados. Y no hubo más clases.
Yo no podía entender que cuarenta años después de mis estudios bíblicos me quisieran retrotraer a otros tiempos de lectura literal de la Biblia, igual da que se trate del Antiguo (AT), como del Nuevo Testamento (NT). Por eso me sorprendió tanto el rechazo de la explicación que di a mis compañeros curas en una reunión de Arciprestazgo, a una anécdota que me había sucedido en la misa con niños de catequesis del anterior domingo, día uno de febrero. Resumiré: como el evangelio hablaba de expulsión de demonios, pregunté a los niños si éste, el diablo, podría poseer por dentro a una persona. Todos, menos una niña, -eran cerca de cuarenta-, dijeron que no, que no podía ser.
Como se levantó una cierta polémica, con los niños interesados en la misma, a causa de las magníficas catequistas que tienen, -todas ellas partícipes de nuestra clase de Biblia parroquial-, y con puntos de vista interesantes, uno de los niños cortó por lo sano: “¿Cómo va a poseer el demonio a nadie, si no existe?” (sic). A mis colegas del Arciprestazgo no les pareció bien la explicación que di a los niños, y se soliviantaron. Estábamos en el apartado de un restaurante, pues acabamos la reunión mensual que celebramos con una comida fraterna. Y uno de ellos me dijo: ¿es que no está claro en la Anunciación que el arcángel Gabriel se apareció a María? “Sí, le respondí, pero eso es un Midrás”. Su reacción me indicó que, una de dos, o no conocían lo que era un midrás, o no lo quisieron reconocer por no sé qué motivos eclesiales. Pero como éste es un tema interesante, lo continuaré mañana.
Fuente: Redes Cristianas
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