viernes, 25 de diciembre de 2015

Los pueblos indígenas también dejamos huellas ecológicas.


Por Ollantay Itzamná*

Al abordar la correlación entre movimientos indígenas y crisis ecológica, las y los “especialistas” en el tema, por lo regular, asumen dos posturas excluyentes entre sí: unos dicen que los pueblos indígenas somos esencialmente cuidadosos, jardineros, de la Madre Tierra. Otros, que somos, por nuestra condición de empobrecimiento, uno de los responsables de la crisis ecológica, específicamente por las técnicas agrícolas de tala y quema que solemos utilizar.

El Informe Brundtland de las Naciones Unidas, titulado “Nuestro Futuro Común”, de 1987, identificó como una de las causas de la crisis ecológica a la situación de pobreza en la que viven grandes porcentajes de la humanidad. En otras palabras, los empobrecidos, dentro de ellos los pueblos indígenas, somos los responsables de la situación crítica del planeta.

En los últimos años, esta postura de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), fue variando, hasta reconocer a los pueblos indígenas como los guardianes más eficientes en el cuidado y cultivo de la megadiversidad de ecosistemas en sus territorios.

Desde mi experiencia existencial, estas categorizaciones, casi maniqueas, no corresponden a la realidad. No todos cuantos nos asumimos como indígenas tenemos la conciencia Tierra o vivimos las ecoespiritualidades.

Pero, tampoco las y los indígenas somos los responsables de la crisis ecológica en sus diversas expresiones. En otras palabras, la gran mayoría de indígenas articulados en los cerca de 5 mil pueblos en el planeta estamos habitados por el antropocentrismo, por tanto denominamos y dominamos a la Madre Tierra como naturaleza (cosa inerte, sin conciencia), y la maltratamos como cualquier cristiano, musulmán o judío que tiene a su Creador en lejano cielo y concibe a la materia como cárcel y enemigo del sublime espíritu.

Pero, también es verdad que en nuestra conciencia individual y colectiva resuenan partículas de reminiscencia milenaria de nuestra identidad Tierra, opacada por el ruido y deseos estridentes de la modernidad. Muchos somos genética y discursivamente indígenas, pero cultural y espiritualmente desligados y enemistados con nuestra Madre Tierra.

El antropocentrismo y la desacralización de la Madre Tierra son dos de las causas que originaron el desequilibrio climático, hídrico, energético, alimenticio y humano en el que se encuentra el planeta. Nosotros indígenas, colonizados en nuestros conocimientos, sueños y deseos, hemos caído presos de estas dos equivocaciones.

La modernidad y las religiones monoteístas nos inculcaron y nos hicieron creer la falsa conciencia de la superioridad humana frente al resto de la comunidad cósmica.

Occidente, con todos sus filósofos clásicos, nos engañó con la mentira que el humano es el centro, la medida y el fin de todo cuanto existe. Que los únicos seres o sujetos con derechos somos los humanos (por nuestra condición de racionalidad, voluntad y conciencia).

Esta falsedad se afianzó en el mito religioso del humano como la única imagen y semejanza del Dios celestial que habita en el cielo y en los templos, pero ya no en el libro sagrado de la creación.

Con estas mentiras, el moderno sujeto civilizado, montado en su maquinaria, perdió el respecto a la sacralidad de la Madre Tierra, la devastó y devasta hasta más allá de su capacidad regenerativa. Siempre persiguiendo su insaciable e infinito deseo de producción-consumo-confort, llamado desarrollo.
Nuestra condición de colonialidad persistente nos predispone a agredir a la Madre Tierra

Uno de los grandes legados que nos dejó la Colonia fue y es el aprehender el modo de pensar, sentir y hacer de los colonizadores habitados por el dios del metal. Aprendimos sus vicios endémicos como virtudes. Aprendimos a desear y soñar con las malas costumbres atentatorias contra la dignidad y la vida de nuestra Madre Tierra.

Nuestros abuelos milenarios nos educaron en la sobriedad de la vida. Nos enseñaron a tomar de la Madre Tierra sólo lo necesario para convivir con dignidad. Pero, ahora, el espíritu de la acumulación del capital nos habita al grado de convertirnos en los nuevos ecosidas irresponsables.

Revisemos cuáles son nuestros sueños materiales. Y, preguntémonos si la Madre Tierra tiene o no capacidad para generar tantos bienes como para satisfacer los infinitos deseos de consumo de los más de 7 mil millones de humanos que coexistimos en el planeta.

La persistente colonialidad del saber y del poder cambió diametralmente nuestras jerarquías de valores. Antes, el cuidado, la cooperación, la ecoespiritualidad, eran valores importantes. Ahora, soñamos con los valores éticos de la competencia, de la eficiencia, del progreso, de la racionalidad insensible. Esta configuración ética y moral es producto de la educación, adoctrinamiento religioso y el envenenamiento desde los medios masivos de desinformación.

En este, y en otros sentidos, la educación occidental mercantil nos hizo mucho daño. El mestizaje violento y racista también hizo su parte para divorciarnos, aislarnos, de las vibraciones y el pulso de nuestra Madre Tierra.

Los aparentes y extraños estados nacionales nos obligaron a renunciar a nuestras identidades interdependientes de la Madre Tierra a cambio de permitirnos como sus cuasi ciudadanos.

Antes éramos cuidadores, jardineros de las diferentes formas de vida en la comunidad cósmica. Ahora, para ser ciudadanos y modernos, debemos ser productores (olvidando que es la Madre Tierra la que produce), consumidores compulsivos.

Y así, vamos corriendo tras la ilusoria modernidad aun cuando en el lugar de origen de la modernidad, ahora, algunos/as comienzan a desandar por el camino de la reconciliación con la Madre Tierra.

En este contexto, el gran reto que tenemos cuantos nos asumimos como indígenas es comenzar a reconciliarnos con nuestra Madre Tierra. Reconstruir nuestra identidad Tierra.

Asumirnos, sin complejos, como parte horizontal de la comunidad cósmica. Reconocer que todos los otros seres también son portadores de dignidad y de derechos.

No somos, ni nunca fuimos, el centro, ni el fin, ni la medida de la realidad o de todo cuanto existe. Somos una cofinalidad con todos los otros seres materiales y espirituales que coexisten con nosotros creando e inventado una infinidad de redes de interrelación. Nuestro camino no es la competencia, ni la dominación.

Nuestro camino es la cooperación. Nuestro destino es la comunidad. La comunidad cósmica.

Esta tarea implica necesariamente desaprender lo aprendido como verdades absolutas. Necesitamos cultivarnos en el método de la sospecha y de la duda-pregunta permanente.

Debemos zafarnos del corsé de la academia y de las universidades como las únicas fuentes y depositarias del conocimiento. Las universidades y la academia sólo saben lo que occidente le dice que sepa.

Nuestros econocimientos no están en las universidades. Así como el universo y el pluriverso se encuentran en permanente expansión y consolidación, también los conocimientos se encuentran en peramente construcción. No existen verdades absolutas, ni modos únicos de construir los conocimientos.

La razón occidental es incapaz de conocer las razones de la Madre Tierra. Al palpitar del corazón de la Madre Tierra se accede mediante la ritualidad y el sentimiento pensante.

Debemos abandonar la idealización de los grados y títulos académicos, y la cultura escrita, como fetiches del conocimiento y estatus social. El mundo actual está patas arriba, ¿por el gobierno de quiénes? La ilustración y la modernidad devastaron el planeta en menos de tres siglos.

Pero, a la Madre Tierra le llevó cientos de millones de años para posibilitar las condiciones adecuadas para cobijar las diferentes formas de vida. Nuestros abuelos subsistieron y convivieron en Ella y con Ella miles de años.

Otras camisas de fuerza de las que debemos liberarnos los pueblos indígenas son del autoritarismo de los estados nacionales y de las religiones monoteístas.

Para nosotros, en estos doscientos años de repúblicas latinoamericanas, no ha existido Estado alguno. Estado entendido como garante de los derechos y facilidator de la construcción del bienestar integral común. Por tanto, no nos sentimos parte, ni representados por los estados nacionales.

Nosotros nunca fuimos parte, ni en los orígenes, ni en las historias de dichos estados. Su autoridad no es legítima para nosotros. En el mejor de los casos, a los estados nacionales los vimos y sentimos como los agentes violentos del colonialismo interno, avasallando nuestros territorios.

Cuando aguantamos y nos inmolamos para el bienestar de los dueños de los estados nacionales, entonces, nos toman como “indios” permitidos. Pero, cuando nos organizamos y exigimos nuestros derechos y los derechos de nuestra Madre Tierra, nos declaran y reprimen como a los enemigos internos del Estado.

El monoteísmo no es amigable con la diversidad, ni con la interrelación. La religión monoteísta engendra violencia porque su misión esencial es anular-convertir al otro diferente.

Y, como la Madre Tierra nos engendró y concibió abiertos a la diversidad, entonces, el misionero monoteísta (agente del monoculturalismo) colisiona con esta realidad. Allí nace la violencia, la fragmentación, la exclusión.

Las doctrinas monoteístas fueron acuñadas y son sostenidas con la finalidad de legitimar la dominación de unos pocos privilegiados a costa del dolor de las grandes mayorías. Las y los indígenas sabemos, por propia experiencia como pueblos, el recurso del monoteísmo para la colonización permanente.

El monoteísmo no permite la interrelación porque plantea la unicidad-uniforme como el ideal perfecto. No admite la sacralidad del universo, ni de la Madre Tierra, porque lo sagrado es monopolio del Dios desconocido ahistórico que habita fuera del universo y pluriverso.

Los pueblos indígenas, si apostamos al disfrute pleno de nuestros derechos, y a la garantía de los derechos de nuestra Madre Tierra, debemos transitar hacia la autodeterminación en nuestros territorios reconstruidos.

Desde allí, si es inevitable, impulsar procesos de construcción de Estados plurinacionales. Aunque también somos conscientes que no necesariamente la humanidad nació con estados, ni está condenado a subsistir bajo los estados.

Debemos transitar de las religiones mal aprendidas a la fase de las espiritualidades interculturales. Las religiones son dogmas, jerarquías, exclusiones.

Las espiritualidades son vivencias transformadores que nos predisponen a la fecunda y creativa comunidad cósmica, nos motiva a gastar la vida en la construcción de un mundo equilibrado e intercultural.

*Ollantay Itzamná es indígena quechua. Acompaña a las organizaciones indígenas y sociales en la zona maya. Conoció el castellano a los diez años, cuando conoció la escuela, la carretera, la rueda, etc. Escribe desde hace 10 años no por dinero, sino a cambio de que sus reflexiones que son los aportes de muchos y muchas sin derecho a escribir se conozcan.

Fuente: Servindi

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