Gabriel Tizón ante una de sus imágenes, captada en la isla de Lesbos, GreciaFoto tomada de la página de Facebook del fotógrafo
Nadie más conmovedor que el fotógrafo Gabriel Tizón, de 44 años, quien, en Paseo de la Reforma, frente a la iglesia de la Votiva, me explica la tragedia de los migrantes que han sido arrojados al mar Mediterráneo. Cada foto, ampliada y muy bien expuesta, es una tragedia en sí misma. Los rostros de quienes esperan subir a una balsa reflejan su esperanza y verlas resulta insoportable. Sólo se puede mirar a los niños, en brazos de su madre o de su padre, cuyos ojos expresan confianza, porque no saben lo que les espera.
“La mirada es mi idioma –me dice Gabriel Tizón– y es a lo que me dedico. Fotografío aquello que me hace sufrir, reflejo también mi indignación y mi dolor.
“Es muy normal que las mafias y los que tienen negocios con los gobiernos no sólo maltraten a los migrantes, sino que hasta la muerte de niños les valga poco o nada. La costa turca es muy complicada, la costa de Libia es terrible, la esclavitud que se vive en este momento es inimaginable. Ahora mismo, una persona no es un ser humano, sino un negocio. Si no paga, lo tiran al agua.
“Las balsas que recorren el Mediterráneo en este momento viven con mucha tensión. Miles de personas aguardan en las costas más cercanas, las de Turquía y Grecia, la isla de Lesbos, la de Kíos, el campo de Idomeni. Son balsas de mentira, de plástico. La mafia les dice a los migrantes que van a subir a la balsa 10 o 12 y de repente hay 70 esperando, muchos tienen miedo y los obligan con pistola. Cada persona de esta balsa paga una media de mil 200 euros por cuatro kilómetros de recorrido en una balsa que no costó más de 300 euros… Hay que considerar que un porcentaje muy alto de los migrantes nunca ha visto el mar, porque vienen del interior, de las montañas de Afganistán, de Iraq, de Irán, no saben lo que les espera, les dan chalecos salvavidas que no son salvavidas de verdad, no sirven, y en el momento en que caen al agua, se ahogan. La mafia tiene el negocio de todo, pone la balsa, vende el chaleco, todo…
El fotógrafo y la escritora y periodista Elena Poniatowska durante un recorrido por la exposición instalada en Paseo de la ReformaFoto Carlos Ramos Mamahua
“Este hombre se suicidó –me dice Gabriel Tizón. Llevaba cerca de un año en una situación de abandono, no es un caso aislado, es el de mucha gente que se desespera, no tiene a dónde volver. Alguno, a veces, decide volver a pesar de que corre peligro. Este hombre que está viendo usted ahora se quemó a sí mismo.
“Aquí, en esta foto, están de pie esperando. Esperan durante meses. La tomé desde el interior de un vagón tan abandonado como los sirios, esa es la paradoja. Familias que tienen lo mínimo pasan meses esperando en estas terribles condiciones y sólo sobreviven gracias a la ayuda comunitaria.
“En Grecia, hasta a los niños los reciben con gases lacrimógenos con tal de que se vayan. En Croacia tomé esta imagen en un momento en que pasaban miles de personas a diario; esta migración sorprendió a toda Europa, porque es la más grande después de la Segunda Guerra Mundial. Pasaban familias y familias, gente sin piernas, casi desnuda, enfermos caídos al borde de la carretera, porque ya no podían ni seguir. Ahí se quedan, porque si los demás se detienen, también los espera el fin.
Imagen proporcionada por el doctor Carlos Martínez Assad
Soy muy crítico de las Naciones Unidas, los delegados de países representados no hacen nada por los refugiados, parecen no importarles un comino; el enfado es general. No sólo tengo la percepción, sino las pruebas en la mano de que no están haciendo nada. Por eso retraté el resplandeciente cubo de vidrio del edificio de las Naciones Unidos al lado del cubo de agua en el que intenta lavarse un niño abandonado. Todas las grandes instancias humanitarias se han desentendido de los migrantes.
Gabriel Tizón cuenta que muchos voluntarios tienen que ir a sacar las cobijas que Naciones Unidas guarda y no distribuye. Ven que la gente está ahí muriendo de frío y no les entregan las frazadas. Los brigadistas llegan tarde a inundaciones y terremotos y colocan tiendas de campaña en los sitios más inhóspitos y más inadecuados.
Gabriel Tizón me señala una foto de los talones abiertos y cubiertos de sangre de un cuerpo tirado sobre la tierra. Es un hombre de Pakistán que caminó durante días. Lo tomé dormido.
Al doctor Carlos Martínez Assad –quien fue director del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, de 1983 a 1989, y pertenece no sólo a la academia, sino a la literatura con sus ensayos y novelas, como La casa de las once puertas, Los héroes no le temen al ridículo, Así en la vida como en el cine o su Memoria de Líbano– le indignó la suerte de los migrantes en Europa y nos entrega datos que nos hielan la sangre, cuyo punto más reciente es la tragedia del 9 de agosto pasado, en Yemen, en la que unos migrantes en una balsa fueron arrojados al agua deliberadamente; como en 2016, cuando más de 5 mil hombres, mujeres y niños terminaron ahogados en el Mediterráneo.
Claro que nosotros también tenemos migrantes que mueren en su intento por alcanzar una vida mejor, pero su número es muchísimo menor. En la ruta de México a Estados Unidos, en el llamado corredor de la muerte entre Agua Prieta, Sonora, y Arizona, en lo que va de este 2017, fallecieron 231 personas. A lo largo de 3 mil kilómetros de frontera con el país del norte entraron 1.5 millones de hombres y mujeres entre documentados e indocumentados, de 1993 a 2006. Aunque ahora la migración está a la baja por Trump, nuestro continente –víctima de sus pésimos gobiernos– sigue creyendo que su sobrevivencia está en Estados Unidos.
Fuente: jornada.unax
No hay comentarios:
Publicar un comentario