jueves, 12 de marzo de 2015

¿Es posible la unión de los cristianos?



Durante el mes de enero ha tenido lugar, como bien sabemos, ese hito especial de cada año, al que se da el nombre oficial de Octavario o Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Quienes formamos parte de iglesias o denominaciones que tienen a bien participar en este encuentro anual, hemos estado más o menos ocupados predicando o colaborando de otras maneras en diferentes actividades relacionadas con todo ello. Por esta razón, nos parece oportuno reflexionar sobre el asunto de la unidad de los creyentes, y de forma muy especial, sobre aquello que nos une a todos cuantos profesamos la fe de Jesús.

Lo que ha fragmentado durante estos últimos veinte siglos el cuerpo de Cristo, es algo que ya conocemos bien por los libros de historia del cristianismo: cuando no han sido ideas teológicas recibidas con intolerancia, han sido cuestiones políticas o culturales; cuando no se ha tratado de malentendidos que podían haberse solucionado con un diálogo civilizado, han aparecido en el horizonte intereses demasiado personales. Y esta situación, de suyo tan angustiosa, sigue viviéndose hoy cada vez que surge (¡y surgen a diario!) alguna que otra “iglesia independiente”. La atomización del cristianismo, especialmente en el campo evangélico, que es donde más se constata, se presenta como un peligro real al que muchos parecen no prestar atención. Demasiada desgracia es que el cristianismo histórico se haya fragmentado en épocas pretéritas por razones que no siempre se pueden entender con claridad, como para que hoy se multiplique ese fenómeno hasta llegar a unos niveles extremos que nada bueno pueden presagiar.

De ahí que debamos indagar sobre todo acerca de aquello que realmente nos une a todos los creyentes cristianos. Si nos preguntamos qué puede ser, la respuesta nos la brinda San Pablo Apóstol en un conocido texto, Efesios 4,5-6a, donde leemos en la Nueva Versión Internacional (NVI):


“Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un solo Dios y Padre”

El primer elemento de los cuatro mencionados es el Señor, es decir, Cristo, pues no puede haber otro. La fe cristiana universal se cimienta en él, en primer lugar, pero no en tanto que personaje histórico (el Maestro Jesús de Nazaret), sino como el Señor Crucificado y Resucitado. Al confesar a Cristo como Señor, los creyentes reconocemos en Él a Alguien más que humano, Alguien en quien se cumple el propósito eterno de Dios para con los hombres, Alguien que, al subir voluntariamente a la cruz del Calvario, evidenció con toda su crudeza el horror del pecado y de la condición caída del hombre, y al resucitar al tercer día, venció a la muerte para siempre y nos abrió las puertas de la vida eterna. Como cristianos, estamos llamados a manifestar nuestra adhesión total a la persona y a la obra de Cristo Nuestro Señor, haciendo de él el centro indiscutible de nuestro testimonio y de nuestra proclama. Estas afirmaciones, que se dirían de Perogrullo, no lo son, por desgracia. Cuando damos una ojeada a la triste historia del cristianismo, desde prácticamente sus comienzos hasta este momento en que estamos redactando estas líneas, descubrimos que, para desgracia nuestra, este fundamento de nuestra fe que hoy vemos tan claro, ni lo ha estado siempre, ni lo está para muchos de nuestros contemporáneos. Al leer sobre ciertas disputas teológicas de la Antigüedad y del Medioevo, con sus consecuencias incluso de destierros, arrestos o penas capitales, o al comprobar cuáles parecen ser los puntos de interés de muchos grupos e iglesias de nuestros días, que parecerían abarcar cualquier tema excepto el propio Cristo, podemos perfectamente cuestionarnos si estamos tratando sobre y con cristianos, o más bien nos las vemos con grupos sectarios de religiones en ocasiones harto extrañas. Lo primero y lo básico que nos ha de unir es la persona y la obra de Cristo Nuestro Señor.

El segundo elemento se enuncia como “una sola fe”, es decir, no una fe cualquiera, cada uno la propia. Y es lógico. Si el primer elemento es un solo Señor, o sea, Cristo, la única fe posible que nos puede unir a los cristianos es la fe de Cristo, vale decir, aquélla que se cimienta en lo que Él es, lo que Él ha hecho por nosotros y lo que Él ha enseñado, tal como se recoge en el Nuevo Testamento. Si queremos decirlo de otra forma, la única fe posible es aquélla que tiene a Cristo como sujeto y objeto al mismo tiempo. Esta fe no puede desligarse de Él ni depositarse en ningún otro, y debe hacer que toda la vida y la praxis de la Iglesia gire en torno a Él. De ahí la conveniencia de que en todas las iglesias y denominaciones cristianas, cada una con sus peculiaridades, sus enfoques y sus tradiciones respectivas, se pueda seguir un mismo calendario litúrgico que nos recuerde cada año a los creyentes los hechos capitales de la vida de Nuestro Señor tal como nos los transmite la Biblia: Anunciación, Natividad, Epifanía, Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión y venida del Paráclito. En este sentido, el calendario no puede ser únicamente una reliquia de siglos pasados conservada por tradición, sino una actualización permanente, todos los años, de los eventos que constituyen el clímax de la Historia de la Salvación. También es fundamental que la celebración del Sacramento de la Cena del Señor, Santa Cena, Eucaristía o Sagrada Comunión, llámesele como se lo llame, entiéndase como se entienda, según la peculiar teología de cada denominación, pueda ser celebrado con la máxima reverencia como una plasmación y un recordatorio de la entrega de Cristo el Señor por todos nosotros. Sin una fe única en Cristo, por Cristo y con Cristo, es imposible una unión real de los creyentes cristianos.

Leemos que el tercero es “un solo bautismo”, y, como decíamos en el punto anterior, el fundamento ha de ser, una vez más, el mismo Señor Jesucristo. Un bautismo que no significara una unión real con Él, carecería por completo de sentido. Por desgracia, y por razones históricas, el Sacramento del Bautismo es uno de los puntos de mayor controversia, y casi fricción, entre los creyentes cristianos. Sin embargo, el texto paulino afirma claramente “un solo bautismo”, no muchos, ni, por supuesto, enfrentados. Nadie que estudie hoy con seriedad, es decir, lejos de cualquier apasionamiento denominacional, esta cuestión del bautismo, dejará de reconocer que, desde el primer momento, la Iglesia vivió formas múltiples de bautismos, conforme a las circunstancias de quienes debían recibirlo y administrarlo. Las mismas alusiones a este sacramento en los escritos neotestamentarios apuntan a diferentes maneras o modos de efectuarlo, lo que indica que los antiguos eran menos radicales de lo que podríamos ser nosotros hoy. Cuando el texto de Efesios nos menciona “un solo bautismo”, no nos está imponiendo, por tanto, una única forma de entender o administrar el rito, sino un mismo espíritu. Ello significa que, en tanto que cristiano, yo no debo jamás poner en duda, ni mucho menos rechazar de plano, la manera de bautizar que tengan mis hermanos de una denominación diferente de la mía, siempre y cuando se trate de un bautismo efectuado con las fórmulas dictadas por esa única fe que a todos nos ha de unir, es decir, un bautismo que vincule al bautizando, con Nuestro Señor Jesucristo. Es de esperar que en este asunto, como en otros, los cristianos del siglo XXI mostremos la madurez suficiente que Dios requiere de nosotros para que un sacramento instituido por el Señor como un signo de la Gracia Redentora no se vuelva jamás una piedra de tropiezo.

Y en cuarto y último lugar, el texto de Efesios nos habla de “un solo Dios y Padre”, algo que, por supuesto, sería imposible de entenderse si no partimos de Cristo el Señor. Cuando la fe cristiana nos exige la creencia en un solo Dios, no se contenta con una simple aquiescencia intelectual a la idea de un Ser Supremo, Creador y origen de todo cuanto existe. Ese tipo de fe puede ser judía o incluso musulmana, que son monoteístas también, pero no cristiana. El cristianismo ha aportado al pensamiento de la humanidad la idea de la paternidad de Dios. El Dios que muestra Jesús y al que dirige sus plegarias y las nuestras, es el Dios Padre. El interés que muestra el Dios de Jesús para con nosotros va mucho más allá que el de un dios creador que se preocupe por sus criaturas, o el de un dios señor que vigile y controle a sus siervos. Al llamarlo Padre Nuestro, Jesús apunta a una relación vital entre Dios y el hombre que no puede existir en ningún otro sistema religioso, sólo accesible por una revelación muy directa. La creencia en la paternidad de Dios cimienta la idea de la fraternidad humana, y muy especialmente, de la fraternidad cristiana. No puedo llamar a Dios “Padre” si no soy capaz de llamar “hermano” al creyente cristiano de otra denominación diferente de la mía, o sencillamente, no quiero hacerlo. La llamada “Oración Dominical”, o más comúnmente “Padrenuestro”, nos fue dada por el mismo Jesús para que la recitáramos en común, como se hace cada domingo en las liturgias de las denominaciones históricas (católicas, ortodoxas y protestantes), en tanto que vínculo de unidad entre los creyentes, y, por encima de todo, vínculo de unión con Dios Padre, a quien reconocemos como fuente absoluta de todo bien que recibimos en esta vida y en la futura.

En conclusión, es posible una unión de los cristianos, no precisamente administrativa (al menos, por ahora), pero sí en espíritu. O mejor dicho, en el Espíritu, con mayúscula, que es quien nos guía a ello. Y esa unidad debe cimentarse en aquello que todos podemos compartir; las diferencias, sobre todo cuando tienen una justificación histórica clara, pueden llegar a enriquecernos a todos, pero sólo si se edifica en la unidad de base que mencionaba el Apóstol en un mundo y en una iglesia que, ya en aquel hoy para nosotros lejano siglo I dC ya presentaba resquebrajamientos y tensiones.

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