sábado, 9 de mayo de 2015

‘Iglesia, servidora de los pobres’, leída con ojos de mujer.



Pepa Torres Pérez, Ap. C.J.

Sucedió hace unos meses en un encuentro de colectivos de mujeres en un barrio de Madrid en el que, reflexionando sobre el tiempo y el espacio propio de las mujeres, una mujer boliviana levantó la mano y contó, con toda naturalidad, que su tiempo más personal era el que sacaba cada mañana antes de irse a trabajar para hablar con su Diosito. Su aportación desconcertó a la asamblea y las animadoras no supieron muy bien cómo reconducir aquella participación “inesperada”, de modo que al final el diálogo terminó en una deriva sobre si las religiones en la historia han favorecido la liberación de las mujeres o su opresión.

Leyendo la Instrucción Pastoral Iglesia, servidora de los pobres he vuelto a recordar este debate y me pregunto cuál sería el comentario de estos colectivos al leerla. Yo misma me siento confusa. Mi primer sentimiento ante su lectura ha sido el de alegría y esperanza, pues la sensación global que me habita al leerla es algo parecido a lo que debió sentir el autor del Libro del Sirácida al escribir: El grito de los excluidos y excluidas atraviesa las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa, no ceja hasta que se haga justicia (cf. Eclo 35,12-14.16-18). Este grito se hace un clamor insostenible en nuestro mundo, que nos recuerdan cada día quienes desafían las fronteras arriesgando sus vidas en el intento de cruzarlas y otros hechos cotidianos, ante los que como cristianas y cristianos, no queremos acostumbrarnos: gentes que trabajan a destajo en la recogida de la mandarina cobrando 0,70€ la caja; trabajadoras internas, eternas “sin papeles” por 500€; doce mujeres asesinadas, en lo que va de año, a manos de sus ex-parejas; el retorno forzoso a los hogares de muchas otras como consecuencia de los recortes sociales (entre ellos la Ley de dependencia); más de 17.000 familias desahuciadas, desde que se inició la crisis; y un largo etcétera.

El grito de los pobres, y entre ellos el de los inmigrantes como los más pobres entre los pobres (n. 7) alcanza también al corazón de los obispos españoles y por eso la Instrucción urge a la comunidad cristiana y a los poderes públicos (nn. 44-45) entre otras cosas a trabajar por la justicia (nn. 19, 20, 22, 42, 53), denunciando la corrupción (nn. 10-12) y las políticas que están generando desigualdad y exclusión (n. 48) y buscando alternativas (nn. 32,49,52,53). Sin embargo, mi consolación no es completa, pues me deja todavía un tanto seca y descontenta al sentir de nuevo, como en tantas ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia, que “lo femenino queda disuelto en lo social”.

Es cierto que por primera vez en un documento episcopal, el corazón de los obispos se descubre conmovido como el de Jesús por la pobreza y la violencia contra las mujeres: “nos aflige el incremento del número de mujeres afectadas por la penuria económica pues, no sin razón, se habla de ‘feminización de la pobreza’. Algunas de ellas incluso son víctimas de la trata de personas con fines de explotación sexual, particularmente las extranjeras, engañadas en su país de origen con falsas ofertas de trabajo y explotadas aquí en condiciones similares a la esclavitud. Igualmente nos duele sobremanera la violencia doméstica que tiene a las mujeres como sus principales víctimas. Resulta necesario incrementar medidas de prevención y de protección legal, pero sobre todo fomentar una mejor educación y cultura de la vida que lleve a reconocer y respetar la igual dignidad de la mujer (n. 7). Pero, a la vez, me cuesta reconocerme en el genérico masculino al que gran parte de la instrucción va dirigida. Visibilizarnos en el lenguaje hubiera sido ya un buen punto de partida, máxime cuando seguimos siendo las sustentadoras de la Iglesia y, en la acción social, sus principales protagonistas.

La Instrucción recoge también la preocupación de los obispos por las desigualdades que sufrimos las mujeres en el ámbito familiar, laboral y social (n. 51), pero omite, sin embargo, una desigualdad que pone en sospecha el resto de sus afirmaciones: la desigualdad que vivimos las mujeres al interior de la Iglesia, la división sexual y la subalternidad con que se nos contempla, invisibiliza, o sigue relegando a tareas auxiliares, excluyéndonos de los espacios de toma de decisiones o de representación y el acceso a los ministerios.

El Pontificado del papa Francisco está siendo una buena noticia de frescura y libertad para una Iglesia que quiere descentrarse y desplazarse para servir al mundo en las periferias. Ojalá que este abrir puertas lo sea también para nosotras las mujeres al interior mismo de la Iglesia. Mientras tanto el espíritu de María Magdalena y aquellas otras que seguían y servían a Jesús con su bienes por los caminos de Galilea (cf. Lc 8, 1-3) seguirá alentándonos a forzar la comunidad de iguales y el primado de la mutualidad y la reciprocidad en la relación entre mujeres y hombres en la Iglesia, frente al primado de la subalternidad y su forma políticamente correcta: la complementariedad. Quizás eso mismo es lo que quieren decir los obispos cuando reconocen que: Es preciso aceptar las legítimas reivindicaciones de sus derechos, convencidos de que varón y mujer tienen la misma dignidad. Debemos reconocer que la aportación específica de la mujer, con su sensibilidad, su intuición y capacidades propias, resulta indispensable y nos enriquece a todos (n. 51).

En la próxima reunión de colectivos de mujeres del barrio, seguro que algunas mujeres me preguntan por esto… ¿Y vosotras en la Iglesia, con el nuevo Papa, cómo vais?

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