Por José Antonio Nieto (elPeriódico)
Con retraso y con los matices técnicos obligados, el Instituto Nacional de Estadística (INE) y Eurostat, la oficina estadísticas de la UE, confirman lo que muchos ciudadanos perciben a pie de calle: en España, y en otros países desarrollados, hay más personas y más familias bajo el umbral de la pobreza, hay más precariedad laboral y menos empleo —aunque algunos digan que el paro ya no es un problema—, y hay cada vez más desigualdad.
El INE acaba de hacer pública su Encuesta de Condiciones de Vida de 2014. Los datos muestran que en 2013 los ingresos medios de los hogares se redujeron un 2,3% (respecto al año anterior) y la tasa de personas en riesgo de pobreza o exclusión social subió hasta el 22,2% del total de la población (cuando en 2012 se situaba en el 20,4%).
El indicador no es caprichoso ni refleja únicamente un frío dato estadístico. La tasa de personas en riesgo de pobreza o exclusión mide el peso de la población menos favorecida en una sociedad. Eurostat utiliza ese indicador para comparar la situación de los países europeos, basándose en tres variables: la carencia material severa, la baja intensidad en el empleo y el riesgo de pobreza. Sus datos muestran que la pobreza y le desigualdad siguen creciendo en la UE, sobre todo en la periferia. Pero no lo dicen únicamente esas estadísticas. También lo señala una reciente publicación de la OCDEtitulada “Por qué menos desigualdad beneficia a todos”
Es curioso comprobar cómo, en los últimos años, incluso los organismos multilaterales más vinculados al mantenimiento del actual orden económico internacional (como el FMI) están llamando la atención sobre el aumento de las desigualdades y los efectos perniciosos de las políticas aplicadas con el pretexto de combatir la crisis. O bien se han dado cuenta de que el vigente orden económico puede morir por asfixia (falta de demanda efectiva) o bien se temen que la excesiva polarización de la riqueza en manos de unos pocos pueda provocar cambios sociales difíciles de asumir —sin remover los pilares económicos del actual orden mundial—.
Según el INE, en 2014 la tasa de riesgo de pobreza en la población española menor de 16 años se elevó hasta el 30,1%. Esa cifra refleja el crecimiento de la desigualdad y de la desigualdad de oportunidades. Y si alguien piensa lo contrario, la OCDE también recuerda que en los últimos años las diferencias de renta se han disparado: en sus 34 países miembros el 10% de la población más favorecida posee la mitad de la riqueza, mientras que el 40% más pobre sólo tiene acceso al 3% de la riqueza.
Quizá la pobreza extrema y el hambre se están reduciendo en algunas regiones del mundo; pero simultáneamente está emergiendo en muchos lugares una nueva multitud de desheredados: jóvenes sin perspectivas, parados para toda la vida, personas mayores desprovistas de redes de protección social…, lo que supone un sufrimiento personal y un despilfarro de talento que tienen su origen en una pésima asignación de recursos y en unos mecanismos de redistribución fiscal cada vez más regresivos. Y todo eso acentúa la crisis y sus desequilibrios, en beneficio de muy pocos.
No es fácil resumir en pocas palabras qué está fallando. Parece que se ha quebrado la base sobre la que se sustentaba el acuerdo social, económico y político que hizo posible el estilo de desarrollo de los países de mayores niveles de renta. Y parece que esa quiebra se ha hecho más profunda con la crisis actual y con las políticas aplicadas para afrontarla.
La quiebra tiene que ver con la disolución del pacto social que permitió un modelo redistributivo de las rentas en los países más desarrollados (Estado de Bienestar), pero también tiene que ver con la creciente insostenibilidad ambiental del actual modelo de crecimiento, y con la posición hegemónica que han pasado a ocupar las actividades financieras en los sistemas económicos, sometiendo las demás actividades a sus intereses y a su lógica funcional. Sometiendo la esencia misma de la democracia a las exigencias del capital financiero, al encaje de sus déficits y a los riesgos de sus primas.
Y esa quiebra se ha agravado con las políticas de “austeridad exagerada y mal entendida” aplicadas desde que la crisis financiera infectó todos los ámbitos de nuestra vida, condicionando las decisiones políticas, el funcionamiento de las economías, las relaciones sociales, las actividades culturales y, por supuesto, los debates sobre cómo entender y afrontar la situación actual. Un claro ejemplo de ello son las políticas fiscales; o como eufemísticamente se dice en Europa: las políticas de consolidación fiscal.
Es decir, “la tijera asesina” de los recortes sociales y del aumento de la presión fiscal real sobre la mayoría de la población. Una hoja de la tijera contribuye a aumentar la desigualdad, porque incrementa las disparidades sociales. La otra hoja de la tijera también hace lo mismo, porque grava fiscalmente con más ahínco las rentas del trabajo, mientras deja más permisibilidad —o “más libertad”, como diría Esperanza Aguirre— a los más ricos. Ellos sí son libres de elegir dónde y cómo esconder sus ingresos, o llevárselos a paraísos no siempre tan lejanos como podría parecer.
No está claro cómo podrán recomponerse los compromisos que han permitido el funcionamiento actual de los sistemas económicos de los países más desarrollados. Tampoco está claro qué tipo de orden mundial y de equilibrios medioambientales surgirán a partir de ahora, si es que la lógica financiera deja resquicios para que los organismos internacionales y las soberanías nacionales puedan expresar sus voluntades. Pero parece evidente que las actuales políticas fiscales son perniciosas para nuestras sociedades, para nuestra forma de vida y para aspirar a cumplir el objetivo de “fomentar la igualdad de oportunidades” al que aluden tantos políticos.
Es necesario cambiar el sentido de las políticas fiscales en los municipios, las Comunidades Autónomas, los espacios nacionales y también en Europa. Además, hace falta un acuerdo real y efectivo que permita regular las actividades financieras en beneficio de todos, aunque algunos consideren que eso supone un atentado contra la libertad, la libertad de mercado o la libertad de elegir. Pero no es así, porque actualmentela “verdadera libertad”, la “única posible”, es la que impone la lógica del capital financiero.
Ojalá que esta ola de renovación electoral que ha empezado a extenderse por algunas de nuestras ciudades, pueblos y regiones siga creciendo y permita afrontar de verdad la lucha contra la desigualdad. Ojalá que la “restricción” fiscal y la obsesión malsana por un tipo de equilibrios fiscales que solo benefician a la acumulación financiera no sigan utilizándose para cercenar cualquier intento de cambio del paradigma dominante.
Se puede pedir austeridad a la población, pero es ilegítimo hacerlo si los recursos “ahorrados” solo ayudan a recomponer las cuentas de resultados de las entidades financieras. Y es indigno esgrimir la doble tijera de la austeridad para dejar más libertad a los ricos, y también “más libertad” para que los pobres sean cada vez más pobres.
Si no lo remediamos, nos robarán incluso el lenguaje, como pronosticaron, entre otros,Noam Chomsky o George Lakoff. Ya no podremos mencionar la palabra libertad —como hace Esperanza Aguirre—, porque intentarán cobrarnos una tasa por hablar. Y otra por callarnos. Y otra por atentar contra sus principios democráticos, espirituales, financieros, fiscales, culturales o de cualquier otro tipo. Si lo toleramos, los más privilegiados se repartirán toda la recaudación y seguirán llenándose los bolsillos ilegalmente… hasta que la codicia y la corrupción los hagan reventar.
Fuente: Atrio
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