miércoles, 24 de junio de 2015

Del dolor a la esperanza: un jaque a la indiferencia.

Ni una Menos, Córdoba, capital, 3 de junio
Carolina Abarca
Sophia

De no ser cierto, resultaría extravagante pensar que un tuit es capaz –en potencia– de movilizar y poner de pie a un país entero; a no ser que ese tuit albergue, no el reclamo de una mujer anónima, sino el clamor de una sociedad presa de un silencioso dolor.

El pasado 3 de junio cientos de miles de varones y mujeres de mi país marchamos en contra de la violencia de género bajo la consigna #NiUnaMenos. Podría haber sido un femicidio más, otra muerte como las que en Argentina ocurren cada 31 horas y que son noticia por un rato para luego diluirse y dar lugar a la próxima. Pero esta vez hubo algo diferente que, sin duda, nos conmovió a muchos. Hey! “Nos están matando” gimió una mujer en las redes. Era una clara invitación a despertar del sueño y salir de la anestesia frente a una realidad que nos está ocurriendo a todos, a pesar de nuestra insolente indiferencia. La movilización no tardó en levantar vuelo y encontrar eco en países vecinos convirtiéndose en noticia de los principales medios del mundo.

Quizás en un acto de rebeldía ante una sociedad sensacionalista, espasmódica y cortoplacista me propuse dejar pasar unas semanas antes de sentarme a escribir, invitándome a sostener la vigencia de la reflexión a través del tiempo. Posiblemente también lo necesité para procesar y entender lo que por algunos días estuvo entreverado adentro. Esta marcha me había interpelado en demasiados niveles, me cuestionaba como mujer, como ciudadana, como persona y como cristiana.

“Nos están matando” fue sin duda, en un comienzo al menos, un mensaje que reclamaba complicidad femenina. ¿Realmente a las mujeres nos es indiferente que estén prendiéndonos fuego y metiendo nuestros cuerpos sin vida en bolsas de basura? ¿Hasta cuándo vamos a continuar minimizando el hecho de que, a la vuelta de la esquina, hay mujeres a las que se las mata no para robarles, no por estar implicadas en asuntos clandestinos sino por el simple hecho de ser mujeres? Sin duda es una realidad dolorosa que resulta difícil de asumir y mirar de frente. Pero ante la cruel evidencia de que, a pesar de vivir en un país democrático donde supuestamente rige el estado de derecho, los femicidios continúan ocurriendo con total impunidad ¿no será tiempo de preguntarnos si hay algo más profundo, enraizado en nuestra manera de relacionarnos, de educar, de pensar y de actuar que fomenta -o en el “mejor” de los casos tolera y consiente- esta clase de actos y comportamientos?

A primera vista, alguno podría pensar que se trata de una cuestión de mujeres, pero habría que ser muy necio para, después de reflexionar apenas unos minutos, no advertir que se trata de una problemática social y cultural de la que todos somos víctimas y parte. Si no pensemos en los 2200 niños que se quedaron sin mamá entre 2008 y 2014 en Argentina, o en todos aquellos padres, madres, hermanos y amigos que perdieron a sus mujeres queridas. Cuanto más se potencia el dolor de la perdida cuando se combina con la impotencia de ver que la justicia no es capaz de pronunciarse y permite que los asesinos continúen sueltos –y reincidiendo en muchos casos-.

Ocurre que, como país y como sociedad, no hemos asumido aún esta realidad. La ausencia de estadísticas oficiales sobre femicidios en la Argentina es la mayor prueba de esto. ¿Cómo vamos a trabajar en la solución de un problema que no hemos asumido todavía como propio? ¿De qué manera vamos a exigir a nuestros representantes que pongan empeño y recursos en medir y accionar frente a una realidad que todavía sentimos ajena? Quizás la fuerza de esta marcha nos indica que ya es tiempo de tomar posición y generar opinión propia sobre el tema. Porque de seguro no seremos capaces de engendrar nuevas y superadoras maneras de concebir la vida hasta tanto no sintamos que esta realidad nos interpela a cada uno, con nombre y apellido.

Pero hay algo más profundo aún que me resuena adentro hace días. No puedo dejar de pensar en cómo la manera en que hemos naturalizado las pequeñas violencias cotidianas resulta, a fin de cuentas, un escandaloso atropello a la vida. Es que me parece una locura pensar que en pleno siglo XXI tengamos que hacer una marcha para pedir que no nos maten. ¿Qué nos pasa!? Los seres humanos nos jactamos de haber evolucionado en tantos aspectos cuando, en verdad, tan poco lo hemos hecho en los más importantes como lo es el respeto a la vida y a nuestra propia humanidad.

Posiblemente valga la pena preguntarnos qué es lo que tanto nos duele adentro que buscamos callar a golpes fuera. ¿Qué es esa manera de vivir que estamos eligiendo y replicando a pesar de que hace que engendremos tanta violencia? Porque es claro que la violencia exterior es solo la manifestación de algo que empieza mucho antes dentro. ¿Qué es lo que nos está pasando en el corazón, en el alma, que lleva a algunos a matar y a otros a mirar esas muertes con indiferencia? Lo peor es que la mayoría no tenemos ni idea… Porque hemos naturalizado la violencia como manera de relacionarnos y la indiferencia como forma de sobrevivir ante tanto dolor que nos infringimos a diario.

Quizás peco de simplificar demasiado, pero no puedo dejar de ver detrás de todo esto a hombres y mujeres asustados y dolidos, queriendo comprar con poder, dinero y a los golpes un poco de amor y reconocimiento. Y si así fuera, si lo que hay detrás de la violencia es miedo y dolor – o miedo al dolor– me pregunto si estas dos experiencias no podrán convertirse en algo distinto… ¿No es acaso el dolor tan capaz de destruir nuestra vida como de transformarla y hacerla más plena? Esta marcha fue un acto de coraje en el que, de la mano de valientes mujeres, la sociedad misma se animó a reconocer una herida por la que silenciosamente se está desangrando. Es esto lo que la hace histórica, ya que solo el encuentro con esta realidad doliente tiene en potencia la conversión y evolución hacia una mejor.

Para hablar de conversión el Nuevo Testamento utiliza la palabra metanoia, que quiere decir cambio de mentalidad. Solo a partir del encuentro verdadero con una realidad viva produce el cambio de conciencia necesario para dar una respuesta superadora de dicha realidad. Dicho así, parecen sonsos los enormes esfuerzos que hacemos para esconder bajo la alfombra las realidades que nos duelen como esperando que, negándolas, desaparezcan. Ya lo dijo Einstein, “Ningún problema puede ser resuelto en el mismo nivel de conciencia en el que se creó”. ´Pero mucho antes lo dijo Cristo con su vida, ¿no se resume acaso Su mensaje a la promesa de que vivir encontrados en el amor, a pesar del dolor, nos conduce a la plenitud de la Vida?

Es mi deseo que el reclamo de #NiUnaMenos se convierta finalmente en los cambios concretos que necesitamos en nuestras instituciones y en nuestra cultura para lograr que los femicidios dejen de ser una realidad cotidiana. Pero ojalá también este basta nos haya llegado al alma y ponga en jaque nuestra indiferencia ante la realidad del otro, que no es más que la nuestra. Todavía hay esperanza mientras seamos capaces de generar –en las redes, en la plaza, el laburo o nuestras casas– encuentros que nos muevan a la conversión. No estamos solos, la marcha no ha sido en vano. Una nueva consciencia ha llegado para recordarnos que la violencia no es el único camino y que, juntos y encontrados, es posible transformar el dolor en un motor capaz de construir una realidad mejor.

Fuente: Atrio

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