lunes, 29 de junio de 2015

La banalidad del mal.


Carlos F. Barberá

Hay un cuento no muy conocido de Mark Twain titulado “El hombre que corrompió Hadleyburg”. Narra la historia de un pequeño pueblo, orgulloso de la honradez de sus ciudadanos, a los que un hombre se propone corromper. Y lo hace, sin dejar uno solo.

Me volví a acordar de ese relato con motivo de la historia de las tarjetas black y antes en relación con los repetidos y redundantes casos de corrupción. De modo que me ha dado por hacer una pequeña reflexión sobre el origen del mal.

Se dirá que es un tema excesivamente complejo y que los ejemplos aducidos no están a su altura. Veremos.

El final de la Segunda Guerra Mundial y el descubrimiento del alcance y los métodos del Holocausto llevaron a Hannah Arendt a declarar en 1945: “El problema del mal será la cuestión fundamental de la vida intelectual de Europa de posguerra”. Parece que ese pronóstico sólo se ha cumplido a medias. Ciertamente hay una reflexión en curso –en gran parte en la teología católica– sobre la autoridad de las víctimas y sobre el papel de una moderna teodicea pero no directamente sobre el mal. Acaso es que ya se ha clausurado el tiempo de la reflexión metafísica.

En la tradición filosófica europea suele hacerse una referencia a Kant y a su concepto de “mal radical”. El ser humano tiene una tendencia al bien, a seguir los dictados de la razón. Pero tiene también una propensión contingente a determinarse por motivos diferentes al solo respeto a la ley. Tal propensión es natural e inextirpable, aunque ha de ser posible prevalecer sobre ella, pues es compatible en el hombre con una voluntad buena en general. En la base de tal propensión hay un acto intencional, una decisión libre, aunque es imposible determinar su origen y el modo en que ha sido contraída.

Como es sabido, la propia Arendt utilizó la expresión para referirse al terror de los países totalitarios. Pero años más tarde, tras asistir en Jerusalén como corresponsal de una revista americana al juicio de Eichman, elaboró la idea de la “banalidad del mal”. Culpable de colaborar al asesinato de miles de judíos, el oscuro funcionario nazi alegó que él sólo realizaba su trabajo, que no hacía sino cumplir escrupulosamente una ley. El no había matado a nadie y ni siquiera odiaba a los judíos.

Puestos a explicar la escasa reacción de la sociedad alemana ante las leyes nazis, se puede achacar a una falta de atención, a la banalidad de seguir la corriente de lo que se hace. Antes no se mataba judíos y a nadie se le ocurriría hacerlo pero llegó un momento en que eso pudo verse como normal. Además, se explicaba claramente que la existencia de esa raza era dañina para el pueblo alemán. Así pues, la población se adhirió a esa corriente, sin que ello convirtiera a las personas en perversas o enajenadas. En otros aspectos de la vida seguían teniendo los mismos sentimientos morales de siempre.

¿Cómo nos explicamos que un adolescente británico u holandés, seguramente un buen ciudadano, pueda en un momento determinado tomar un machete y degollar a un semejante? Es que se ha metido irreflexivamente en un clima en el que eso se hace, incluso es una obligación hacerlo, sin que ello produzca el menor problema de conciencia.

Muchos ciudadanos en nuestro país se han sorprendido y escandalizado al ver en las listas de los beneficiarios de las tarjetas black a amigos, a conocidos o a figuras hasta entonces respetables, que sin duda nunca fueron ladrones ni tuvieron intención de dañar a otros. Simplemente entraron en un clima en el que ese uso de dinero ajeno era normal. Ni siquiera se les ocurrió tomar algunas cautelas para que no se conociera en qué habían empleado lo obtenido con las tarjetas. Seguramente fueron los primeros sorprendidos de que se les hiciesen reproches.

Lo mismo se podría decir de antiguos etarras. Los hay que, vueltos a la razón, reconocen el mal y el dolor causados. Pero otros siguen en la misma argumentación de Eichmann: era lo que les tocaba hacer y se hizo

Siempre se ha dicho que en el mundo anglosajón la mentira está muy mal vista y acarrea consecuencias. No es tan lejano el caso de un ministro inglés que tuvo que dimitir por haber dado el nombre de su mujer en una multa de tráfico siendo él quien conducía. En el mundo latino, sin embargo, mentir es lo que se hace si llega el caso. Engañar a Hacienda está incluso bien visto. Los ejemplos podrían multiplicarse.

El mal existe y sus raíces son sin duda muy diversas. Pero hay una que consiste en la dejación culpable de la capacidad de juzgar. Existe quien conoce el daño que inflinge a otros y, por razones que tienen que ver con el propio beneficio, decide ponerlo en práctica. Pero hay también un mal que se activa solamente porque otros lo hacen, porque es lo que se lleva en el propio grupo, porque siempre se ha hecho así. Un mal puesto en acto por personas honradas, decentes, incluso progresistas. Es la banalidad del mal.

Fuente: Atrio

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