Jose Arregi
Hace poco todavía, padres y educadores enseñaban a los niños que “el mundo ha sido creado por Dios”. Sucedía a menudo que un niño o una niña preguntaba entonces: “¿Y a Dios quién lo creó?”. “A Dios no lo ha creado nadie –respondía el adulto –. Dios es eterno”. Es posible que el niño quedara entonces callado, pero ¿quedaba satisfecho el interés de su pregunta? Seguro que no. Apostaría que tampoco el adulto quedaba tranquilo con lo dicho, por mucha seguridad que fingiera.
Con un poco más de malicia, el niño o la niña hubiera podido seguir interrogando: “Si existe un Dios no creado por nadie, ¿por qué no podría existir un mundo no creado por nadie, un mundo infinito y eterno, como Dios?”. Ahí el adulto se las vería y desearía para responder. Los niños carecen de respuestas a sus numerosas preguntas, pero si nuestras respuestas no les valen, es que tampoco nos valen a nosotros.
Seamos honestos con el niño que somos, y con las preguntas que llevamos, más sabias que las respuestas que fabricamos tan afanosamente. Preguntemos, como los niños: “¿Quién creó al ‘Dios creador’?”. No es una cuestión tan insensata como puede parecer. Hoy conocemos justamente la respuesta, si bien ésta no resuelve el enigma de la Realidad, sino que más bien lo ahonda. Sí, sabemos con bastante exactitud cuándo nacieron los “dioses” en plural (politeísmo) y “Dios” en singular (monoteísmo). Y sabemos quién los hizo.
Los primeros panteones divinos fueron imaginados y esculpidos, descritos y venerados en Mesopotamia (actual Irak) hace 5000 años. Y la figura del “Dios único” fue concebida y adorada en Persia (actual Irán) hace 3000 años por el admirable profeta, filósofo y maestro ético Zoroastro. Se llamaba Ahura Mazda, el Señor Sabio, y con ese nombre es adorado hoy todavía, y el fuego es su imagen. Quinientos años más tarde, una divinidad particular hebrea llamada Yahveh revistió –“Dios” también evoluciona– esa figura de divinidad única que hemos heredado los cristianos y también los musulmanes: un “Dios” creador que elige y rechaza, que se revela y oculta, que perdona y castiga, que salva en el cielo y condena al infierno. (Abrahán no cuenta, pues, aparte de que su historicidad se pierde en una espesa nebulosa, los relatos bíblicos que se refieren a él y al supuesto culto que profesaba a una única divinidad –sin negar, por cierto, que existieran otras– fueron escritos más de mil años. Tampoco cuenta el faraón egipcio Amenofis IV, llamado Akenatón, 500 años antes de Zoroastro, pues su intento político de imponer el monoteísmo no fue aceptado ni secundado).
Ésa es, pues, 14 líneas, la historia del “dios creado” en los últimos cinco mil años. ¿Dios creado? Sin duda. Y que nadie se escandalice, pues todos los grandes teólogos de todas las religiones así lo han enseñado durante estos milenios. Todo lo que pensamos e imaginamos como Dios no es más que “dios”: constructo cultural humano. Pero las preguntas no se agotan. ¿Y si “Dios” no fuera más que un nombre –un simple nombre común, creado– de la Creatividad increada, una torpe manera de decir el Infinito o el Misterio Innombrable, el Aliento o el Espíritu que crea y mueve todo, el Ser y el poder ser de cuanto es, el Presente o el Silencio, la Fuerza y la Mansedumbre, el Poder y la Ternura, el poder de la ternura?
¿Y este mundo que vemos? Los niños de hoy, en cuanto empiezan a formular preguntas, aprenden que este mundo surgió del Big Bang, y me parece muy bien. Es necesario que lo sepan, pues está (prácticamente) demostrado, y los ecos de aquella formidable explosión –primera o enésima, nadie lo sabe– son todavía perceptibles. Lo que me extrañaría sería que con esa explicación, tan útil y necesaria, los niños y los jóvenes de hoy se quedaran satisfechos del todo; que con la teoría del Big Bang, tan genial y bella, se agotaran las preguntas. Cuando se agotan las preguntas se pierde el camino de la sabiduría. En cuanto a las respuestas, solo son buenas aquellas que suscitan nuevas preguntas.
Con el Big Bang no se agotan las preguntas. Por ejemplo: ¿Por qué se produjo el Big Bang que dio lugar a nuestro mundo? ¿Qué había cuando aún no había antes y después, aquí o allá, espacio y tiempo? Son preguntas apasionantes, pero no busques en “Dios” la respuesta a ésas ni a ninguna otra pregunta. Un “Dios” que sirviera para responder a alguna pregunta será siempre creación nuestra, como las esculturas de Nippur. En cuanto nombrado y representado, “Dios”, todo “dios” es un “dios” creado por los seres humanos: por su ADN y sus neuronas, su pensamiento y su imaginación, sus miedos y deseos, por lo mejor y lo peor de este pobre y admirable ser humano que somos. Todo “dios” dicho e imaginado, el “dios” de todos los “textos sagrados”, de todos los dogmas, de todas las liturgias, es una criatura humana, al igual que la danza o la música, la pintura o el poema. Solo valen si inspiran. Solo valen si nos arrebatan al más allá sin más allá, a lo Indecible en la palabra, a lo inimaginable en la imagen.
No busques en Dios ninguna respuesta a ningún cómo y por qué. Mira el mundo. Escucha el eco del Big Bang en las galaxias y en los bosones. Escucha ese pájaro. Mira cómo crecen el trigo y el pan. Mira esa pareja, la ternura creciendo en sus ojos y en sus manos. El mundo existe. La Vida existe. La belleza y la Ternura existen. He ahí Dios, el Aliento increado creándose sin cesar en todo, también en nosotros, para que la bondad sea más fuerte.
Cuando alguien se abre como un niño a todas las grandes preguntas y no pretende poseer ninguna respuesta, pero guarda su alma en paz y en paz se dedica a aliviar el dolor de su prójimo y a curar las heridas del mundo, entonces hace presente y visible a Dios en el mundo. No el “dios” de nuestras imágenes y palabras, sino el Misterio que es en todo, más allá de toda filosofía y de toda religión. El Misterio creador, restaurador, consolador en el que vivimos, nos movemos y somos. Y que hacemos ser. Pues el respiro solo existe cuando los seres respiran.
José Arregi
Fuente: Atrio
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