Con este nuestro artículo de hoy somos conscientes de que nos adentramos en un terreno por demás resbaladizo, en camisa de once varas, como dice una expresión muy castiza española. Vaya por delante que lo único que deseamos, y lo decimos con la mayor sinceridad, es suscitar en el amable lector la reflexión. No la discusión violenta ni la controversia a partir de tomas de postura radicales. Sólo la reflexión. Ojalá sea así, pues el asunto que esbozamos (así, simple y llanamente, sin mayores pretensiones) reviste, tal como creemos, la mayor importancia, y bien merece nuestra atención.
Hace ya décadas que venimos escuchando en medios cristianos de todas las denominaciones una queja generalizada sobre la manera en que nos expresamos los creyentes en nuestra conversación habitual, o incluso la forma en que vehiculamos el evangelio desde los púlpitos y la página escrita, en la idea de que empleamos una especie de lenguaje críptico que resulta incomprensible al resto de la población. De ahí la necesidad perentoria, se insiste, de dar al traste con todo ese patois de Canaan1 y de adaptar las liturgias y hasta las traducciones de la Biblia a la realidad lingüística de nuestros días.
No es una afirmación exagerada, desde luego, decir que existe todo un lenguaje cristiano y eclesiástico bien estructurado desde hace siglos. A lo largo de su evolución, las lenguas históricas (el castellano entre ellas) han ido desarrollando, además de todo un conjunto de dialectos y hablas locales muy bien definidas y en permanente proceso de mutación, variantes de tipo social y cultural que se distinguen, especialmente, por su léxico, por un vocabulario muy concreto que responde a unas necesidades particulares, y que tiene cierta tendencia al fijismo. Los lingüistas dan a estas variantes el nombre de lenguas especiales, y las señalan como una creación inevitable de los grupos que las emplean, por medio de las cuales marcan su propia identidad; quien ingresa a un grupo concreto, adopta de inmediato esas características lingüísticas, las hace suyas, se identifica con ellas y ellas lo identifican. Obligar a un conjunto social bien definido, sea profesional o ideológico, a renunciar a su lengua especial, constituye, por tanto, un grave atentado a su idiosincrasia. Si ello sucede, se quiera o no, andando el tiempo, ese conjunto desarrollará otro tipo de lenguaje que lo defina o lo destaque, con su nuevo léxico ad usum initiandorum, y el proceso continuará.
El cristianismo generó, desde el principio, su propio nivel de lengua, con sus expresiones características, teológicas y litúrgicas, cuyas raíces hallamos ya en el mismo Nuevo Testamento. Especialistas en la lengua griega clásica nos señalan que ciertas construcciones, cierto vocabulario que encontramos en los escritos apostólicos, y que luego podemos leer también en los Padres de la Iglesia, debían resultar del todo incomprensibles, y hasta desagradables en algunos casos muy concretos, para los oídos helénicos, e incluso helenísticos, educados en la cadencia y la riqueza de los grandes autores de la antigua Grecia. Alguien que, desde niño, había aprendido de memoria los poemas homéricos o se había habituado a contemplar y escuchar representaciones teatrales de los grandes tragediógrafos o los cómicos atenienses, encontraría extraños los giros y expresiones de los Evangelios. Quien estaba formado en el arte de la oratoria de un Demóstenes, de un Lisias o de un Isócrates, no se sentiría demasiado cómodo escuchando ciertos pasajes de algunas epístolas neotestamentarias2 o el Apocalipsis. Únicamente al asimilar la nueva fe y toda su riqueza conceptual podría hacer suyo el nuevo vocabulario y las nuevas expresiones. Su conversión al cristianismo no sólo conllevaba, por tanto, la salvación de su alma o un cambio radical en sus principios de vida, sino también una transformación cultural expresada, naturalmente, por medio del idioma.
Algo similar sucedió cuando las Escrituras fueron traducidas a la lengua latina3. El llamado latín cristiano, que tanto horror causaba en el joven y bien formado Agustín de Hipona antes de su conversión4, llegó a impregnar hasta tal punto la lengua del Imperio romano que hoy ha dejado su impronta en la evolución de las lenguas románicas5. Es el mismo fenómeno que se produce a diario cuando las Escrituras se traducen, en todo o en parte, para uso de los hablantes de una lengua o dialecto que hasta la fecha carecían de ellas. El cristianismo, como toda ideología, y la Iglesia, como todo grupo social bien definido, generan su propia lengua, su propia clave idiomática, que es preciso explicar con claridad a aquéllos ante quienes se exponen los contenidos que se desean compartir, y que adoptan sin dificultades cuando se identifican plenamente con ellos.
A nadie se le oculta la realidad de que los idiomas prosiguen su evolución en unos procesos más o menos rápidos, según los diferentes factores que influyan en ellos. Algunos fenómenos muy puntuales que se producen dentro de ese decurso cronológico no dejan de ser modas pasajeras que más tarde ni los propios hablantes recuerdan con claridad, o que incluso desconocen por completo6; otros, por el contrario, adquieren carta de naturaleza y se instalan de manera definitiva en la lengua. Pero, al mismo tiempo, todo el mundo reconoce la existencia de lenguas especiales como una necesidad ineludible y no siempre traducible a los niveles más populares de expresión. El vocabulario cristiano se engloba dentro de esta rama de la evolución del idioma.
Tienen razón quienes, ante la evidencia real de la ignorancia o el desconocimiento de las expresiones típicas cristianas por parte de amplios sectores poblacionales, claman por una actualización y una puesta a punto del vocabulario eclesiástico en aras de una mejor comprensión de aquello que se desea transmitir. Lo que, sinceramente, nos preguntamos es: ¿qué se ha de hacer en definitiva? ¿Dejarlo todo como está y esperar tiempos mejores?7¿Renunciar por principio a una rica herencia cultural litúrgica y teológica que ha marcado nuestra identidad, y empobrecer de este modo, no sólo la “lengua eclesiástica”, no únicamente el vocabulario teológico, sino el conjunto del idioma, para reducirlo todo a un léxico simplificado del nivel de la infortunada E.S.O.? ¿O educar, más bien, a quienes son instruidos en las verdades del evangelio para que lleguen también a comprender el legado de ese vocabulario específico, lo asimilen y lo hagan suyo?
La historia reciente de las traducciones bíblicas viene a reflejar muy bien lo que estamos comentando. Conocemos a demasiadas congregaciones conscientes de las más que patentes deficiencias de la versión más tradicional en nuestro idioma, pero al mismo tiempo no demasiado convencidas de otras publicadas en un lenguaje más moderno, sencillamente porque han eliminado de un plumazo expresiones y términos de una gran riqueza teológica que han conformado toda una mentalidad, toda una cultura cristiana. Para un amplio sector del mundo evangélico y protestante contemporáneo de expresión española, la solución ha sido sacralizar la Biblia Reina-Valera, versión 1960, de manera que ella, y no otra, es la Santa Biblia por antonomasia en la lengua de Cervantes8; para otros, efectuar revisiones de ella (que no han gustado a casi nadie); y para un sector más progresista, su eliminación drástica, sustituyéndola por otra (y es aquí donde ha ardido Troya9).
Ya lo decíamos al comienzo de este artículo: sólo deseamos suscitar la reflexión, no aportar soluciones.
Creemos, personalmente, en la necesidad perentoria e imperiosa de expresarnos, como cristianos, en un castellano (o en cualquier idioma) del siglo XXI, del momento en que vivimos, por un lado. Pero, por el otro, también creemos en el valor de la herencia que hemos recibido, incluso de la herencia lingüística, y en la vocación educadora y formadora del cristianismo.
Mientras tanto, seguimos orando y pidiéndole al Señor nos muestre el camino para vehicular de manera adecuada su mensaje salvador a quienes han de recibirlo por medio de la proclamación de su Palabra.
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1Lit. “jerga de Canaán”, expresión que muchos creyentes protestantes y evangélicos francófonos emplean para designar el “dialecto cristiano” que los distingue del resto de sus conciudadanos. Con este mismo nombre se designa también en países que no son de lengua francesa.
2Las llamadas Epístolas Católicas o Universales, especialmente.
3Aunque, sin duda, la evangelización de las regiones occidentales del Imperio romano (Hispania, la Galia y África) acabó haciéndose en latín, todo apunta a que en un comienzo las buenas nuevas se transmitieron al comienzo en griego. En la propia ciudad de Roma, el griego fue la lengua eclesiástica hasta bien entrado el siglo III.
4En la formación del joven Aurelio Agustín, como en la de todo joven romano de casa bien, habían tenido un papel destacado los grandes autores de la lengua latina: Cicerón y Virgilio, amén de otras figuras destacadas del latín clásico.
5Cf. García de la Fuente, O. Introducción al latín bíblico y cristiano. Madrid: Ediciones Clásicas. 1990.
6Así sucede con algunas expresiones que Valle-Inclán coloca en sus personajes del Madrid de principios del siglo pasado. Hoy resultan totalmente incomprensibles, incluso para los especialistas.
7Alguien nos dijo, hace no demasiado tiempo, que sería lo más inteligente. A decir verdad, no lo creemos, pero respetamos a quienes así piensen.
8Algo similar a lo que, en ciertos círculos del mundo anglosajón, ha tenido lugar con la King James Version.
9Ciertos círculos ultraconservadores han estigmatizado la NVI como diabólica y satánica (¡¡??), por razones que ellos sabrán; la BTI y su edición protestante La Palabra ha constituido una decepción para buen número de creyentes, no especialmente conservadores (¡y conservadores también!), que quizá esperaban demasiado de ella; la NTV se percibe en ciertos sectores más como una paráfrasis que como una verdadera traducción; DHH, que hoy por hoy puede considerarse ya una versión clásica en castellano, arrastra para muchos el estigma de haber estado inspirada desde el primer momento por una filosofía ecuménica (lo mismo que BTI). Y suma y sigue.
Fuente: Lupaprotestante
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