lunes, 11 de enero de 2016

Los cristianos y la injusticia.


Carlos F. Barberá

En uno de sus libros sobre cristología, Duquoc hace una afirmación que no he visto en otros tratadistas y que es sin embargo bien evidente. Jesús anunció la llegada del Reino de Dios, un reino de paz y justicia, pero en realidad la violencia imperante en el mundo no cesó por ello. Salvo en los milagros y curaciones de Jesús, el mundo continuó siendo igual que era antes. Eso explica la pregunta impaciente de los discípulos: ¿es ahora cuando vas a instaurar el reino de Israel? (Act 1,8)

Puede que el retraso de la parusía obligase a una interpretación espiritualista: el Reino de Dios está en medio de vosotros, sentencia traducida como dentro de vosotros. La llegada del Reino equivale a la efusión del Espíritu, a su presencia en cada uno de los que la acogen.

Esta lectura sin embargo no daba respuesta a la preocupación largamente meditada por los judíos sobre el destino de los opresores. Si los injustos seguían saliendo vencedores ¿de qué valían las promesas ligadas al anuncio de la irrupción de Dios en la historia? Esas promesas tendrían que cumplirse, los justos y las víctimas serían reivindicados pero eso ocurriría solamente en un juicio último, en la venida de Cristo al final de los tiempos.

Esta interpretación ha recorrido abundantemente la predicación eclesiástica a lo largo de los siglos. En la actualidad produce en cambio cierto embarazo. La resignación hasta el final, tan profusamente predicada, equivalía a la legalización de las situaciones injustas. Una Iglesia que no defiende a los oprimidos y anuncia únicamente una justicia al final de los tiempos, aparece en realidad como cómplice de los opresores.

Ciertamente el relato de las actitudes de Jesús parece adjudicarle la renuncia a toda violencia: el que mate a espada a espada morirá. Cualquier violencia lleva en sí el germen de su propia destrucción y Jesús, consecuentemente, no quiso hacer uso de ella. Por el contrario, pareció confiar en que convertirse en víctima de la violencia de los poderosos echaría las raíces para una justicia futura.

No es fácil mantener este convencimiento, tantas veces desmentido por la realidad: quien se somete al opresor parece en realidad hacerlo más fuerte. Es comprensible, pues, que los cristianos, cuando tuvieron ocasión, decidieran ejercer ellos mismos el gobierno: había llegado el momento de hacer real la venida del reino de Dios. No cayeron en la cuenta de que ejercer el poder es también gestionar la exclusión de los disidentes y por ende administrar la violencia. La Inquisición no fue tanto un proceso de corrupción de las buenas intenciones originales como la consecuencia lógica del ejercicio del poder.

Es lo que reprochaba Tolstoi a la Iglesia cuando explicaba por qué consideraba “como herejía aquella religión oficial llamada cristianismo. Esta difiere, en mi opinión, de aquella de Cristo en muchos puntos, entre los cuales constato, ante todo, la supresión del mandamiento que nos prohíbe que nos opongamos al mal con la fuerza”.

El novelista ruso seguía la doctrina del norteamericano William Lloyd Garrison, quien en 1838 proclamaba lo siguiente: “No reconocemos como cristianas y legales no sólo las guerras –ofensivas o defensivas- sino también las organizaciones militares, cualesquiera que sean: arsenales, fortalezas, navíos de guerra, ejercicios permanentes, monumentos conmemorativos de victorias, trofeos, solemnidades de guerra, conquistas a través de la fuerza. Finalmente, reprobamos igualmente como anticristiana cualquier ley que nos obligue al servicio militar”.

Sin embargo tres siglos antes y en el polo apuesto, Thomas Müntzer lanzaba la siguiente proclama:“Mira, los señores y los potentados están en el origen de cada usura, de cada apropiación indebida y cada robo; ellos toman de todos lados: de los peces del agua, de las aves del aire, de los árboles de la tierra (Isaías 5,8 – Ayes sobre los malvados). Y luego hacen divulgar entre los pobres el mandamiento de Dios: ´No robar`. Pero esto no vale para ellos. Reducen a miseria a todos los hombres, despellejan y despluman a campesinos y artesanos, y a cada ser vivo (Miqueas 3,2-4 – Acusación contra los dirigentes de Israel). Y para ellos, la más pequeña falta justifica el ahorcamiento”. Consecuentemente, movido por su fe, Müntzer participó en el levantamiento de los campesinos alemanes, fue apresado, torturado y ejecutado.

Las corrientes adscritas a la teología de la liberación hacen sin duda diagnósticos parecidos. Sin defender –salvo excepciones– la violencia armada, sostienen sin embargo que no puede darse una reflexión sobre el Evangelio que no vaya precedida y acompañada de la lucha por la liberación de los oprimidos.

El panorama reflejado en estos ejemplos puede producir cierta perplejidad. Parece que el Evangelio da para muchas y contrapuestas interpretaciones y así es en realidad. Porque no se trata de un código civil ni moral sino de la invitación a seguir a una persona y a encarnar sus promesas. No es de extrañar, pues, que los senderos de quienes emprenden el camino puedan divergir y de hecho así ha sido a lo largo de estos más de dos mil años. Estamos sin embargo en los albores del siglo XXI, en lo que se interpreta como un cambio de época y a nosotros corresponde hacer nuestra propia reflexión. Quiero, por tanto aportar un pequeño esbozo de la mía.

Ningún creyente tiene ya derecho a reconocerse como tal si no puede aportar signos de su lucha contra la injusticia y la violencia. Ninguno puede ir a depositar su ofrenda si recuerda que su hermano puede reprocharle su abstención. Pero vivimos en un tiempo en que es ya imposible tomar la Bastilla o asaltar el Palacio de Invierno. La figura y la situación de los violentos, de los opresores son hoy muy distintas. Tienen por una parte millones de rostros: los de quienes están en el primer mundo, los que se hallan en el lado favorable de la desigualdad, los que contaminan en sus viajes en coche o en avión o con su gasto de energía superflua, los que no reciclan suficientemente, los que desperdician alimentos… Y por otra parte carecen de rostro: los mercados, los fondos de inversión, los grupos dominantes, las grandes corporaciones financieras…

En consecuencia, los signos del Reino tendrán sin duda vertientes muy diversas. Como en el anuncio de Jesús habrá que empezar por la conversión, que será una lucha permanente contra uno mismo. Después a cada uno el Espíritu le llevará donde quiera. Ninguna batalla tendrá todos los avales, ninguna carecerá de contradicciones pero eso no será óbice para la inacción: Indignación, denuncia, solidaridad, imaginación, ayuda, misericordia son algunos de los nombres de esa lucha.

Y en todo ello ¿no nos olvidaremos de Jesús? En absoluto. El Evangelio nos cuenta que, mirando a Jerusalén, lloró sobre ella y que en otra ocasión dijo: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡cómo me gustaría que ya estuviera ardiendo!” y también que nos aseguró que los pobres estarían siempre entre nosotros y que no podíamos servir a Dios y al dinero. Nos advirtió que los pacíficos eran bienaventurados y nos dijo que Él había venido para que diésemos fruto pero nos advirtió a la vez que la condición es perder la vida. Nos hizo por fin la promesa de que nuestros esfuerzos producirían torrentes de agua viva que saltarían hasta la vida eterna.

Fuente: Atrio

No hay comentarios:

Publicar un comentario