Francisco José Pérez.
El avance de los discursos basados en el desprecio y el odio a los inmigrantes y a los refugiados, el rechazo visceral del cambio climático… que reflejan el triunfo de Trump y el avance de la extrema derecha en Europa, se convierte en indicador (signo de los tiempos) del grado de deshumanización que está alcanzando nuestra civilización, no tanto por la emergencia de esos personajes, como por los millones de personas ponen su confianza en ellos y en sus ideas. Una situación que devuelve toda la actualidad a esa disyuntiva entre la vida y la muerte que planteó E. Fromm: “No hay distinción más fundamental entre los hombres, psicológica y moralmente, que la que existe entre los que aman la muerte y los que aman la vida”[1], y que también recoge el Deuteronomio: “Os he propuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia” (Dt 30, 19).
Esa opción parece inclinarse del lado de la muerte (no sólo por el auge electoral de esas ideas, sino por lo que está ocurriendo en las fronteras con migrantes y refugiados; lo que sufren tantas poblaciones sometidas a guerras, violencias, violaciones de derechos…) y amenaza con apagar nuestra fe en la persona y en la humanidad. Evitarlo requiere explicar por qué tantas personas apuestan por la muerte, y para ello tendremos que recuperar la categoría de “pecado estructural” que Juan Pablo II desarrolló y que el Papa Francisco ha definido como “… un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte; es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor” (Evangelii gaudium, 59).
No se trata, por tanto, de un mero problema de bondad o maldad del ser humano; de más o menos cultura… se trata de que nuestra sociedad se levanta sobre un sistema perverso, el capitalismo, que no es sólo un modo de producción, sino también un sistema de producción cultural que tiende a configurar nuestro corazón y nuestro cerebro.
Fromm, relacionaba la deshumanización con el abandono de la esperanza en el futuro, a la vista de lo que estaba ocurriendo en el siglo XX: dos guerras mundiales, la inhumanidad del régimen de Hitler y del estalinismo, el peligro inmediato de la total aniquilación del hombre por las armas nucleares… Un fracaso asociado al hecho de que el ser humano se ha hecho acumulador y consumidor, haciendo que su experiencia fundamental en la vida sea cada vez más “yo tengo, yo utilizo, yo disfruto”, y cada vez menos “yo soy”; y ello a causa de que las categorías de la economía (beneficio, competencia…) se han trasladado a la persona, que queda convertida en cosa, en algo muerto, sometida a la degeneración, convirtiéndose en un peligro para sí misma, para los demás, para el medio ambiente…, pues en ese proceso ha perdido los lazos naturales de la solidaridad y de la comunidad; se ha convertido en una persona que está sola y atemorizada; que es libre pero tiene miedo a la libertad.
Esa deshumanización, según Fromm, va acompañada de dos graves enfermedades:
La enajenación, que asemeja a la idolatría[2] que denunciaban los profetas del Antiguo Testamento o la enajenación[3] en Marx y Hegel, y que en el s. XX queda simbolizada de modo trágico y horrible en las armas atómicas, que manifiesta los logros del ser humano, unos logros que le dominan y es dudoso que pueda dominarlos.
La indiferencia frente a la vida, descargando las propias responsabilidades en las estructuras, burocracias… lo que produce un colapso moral.
Actualmente, el Papa Francisco viene profundizando en la globalización de la indiferencia señalando que “para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia…” (Evangelii gaudium, 54)
Si volvemos al hombre y la mujer del siglo XXI y, en particular a los que optan por poner su confianza en Trump, en Marine Le Pen…. ¿no son un reflejo de esa deshumanización?, ¿un exponente de la globalización de la indiferencia?, una forma de idolatría que pone su confianza en el poder del dinero, de la fuerza, de la violencia…. para mantener su bienestar.
Volver a la senda del humanismo se ha convertido en uno de los desafíos más importantes para nuestra propia supervivencia; pero ello no será posible si no somos capaces de formar personas con objetivos vitales distintos a los de la cultura capitalista. Mientras tanto, el sistema seguirá funcionando proponiéndonos alternativas políticas diferentes, aparentemente enfrentadas, pero que tratarán de convencernos de las bondades del sistema recurriendo a estrategias diferentes: la seducción, el miedo o la violencia.
***
[1] Erich Fromm: Anatomía de la destructividad humana, pág. 362
[2] Adorar en vez de a Dios las propias obras -una cosa, un objeto exterior- y transferirle la vivencia de sus propias actividades o de sus propias experiencias
[3] Situación en la que el hombre se pierde y deja de sentirse el centro de su actividad, se convierte en cosa y está dominado por las cosas.
Fuente: cristianismeijusticia.net
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