sábado, 4 de febrero de 2017

Proteccionismo versus globalización.


Manfred Nolte 

La globalización, que no es sino un neologismo de lo que los clásicos de la economía quisieron instruir acerca del libre comercio y la libre circulación de factores, y que hoy se traduce en una creciente integración de los países del planeta añadiendo a la de bienes y capitales, la libertad de la información, se somete en estos momentos a la ley del péndulo de la opinión pública mundial –y ha pasado a ser, en apenas unos meses, de heroína del progreso, del crecimiento y del bienestar mundial a villana a la que se atribuyen todos los males de la crisis, del estancamiento de las economías desarrolladas, de la creciente desigualdad económica y de la injusticia social.

En particular se ha incluido como soflama principal en el librillo de los movimientos populistas de todo índole hasta el punto de que constituye un raro patio de vecindad donde se congregan ideologías dispares que apenas tienen por lo demás nada en común. El descrédito de la globalización conviene a radicales de izquierdas y a extremistas de derechas, a nacionalistas explícitos o encubiertos, a xenófobos racistas intransigentes, a involucionistas de diversa filiación. Con ellos conviven otros agentes menos revanchistas y más moderados, aquellos que convienen que si bien la globalización ha sido en el pasado una fuente innegable de progreso y bienestar, ha sesgado su trayectoria beneficiosa, que en la actualidad es necesario enmendar o refundar. Sea como fuere nos ubicamos en el tránsito de la percepción de un fenómeno que de una indiscutible positividad ha pasado a ser una política cuestionada y para muchos, como se ha dicho, fundamentalmente desacreditada.

El rechazo de la globalización conduce de forma natural a otra política, ampliamente utilizada en circunstancias históricas pretéritas como es el proteccionismo –un concepto decimonónico ya olvidado- y en su versión más tajante el aislacionismo. Si abrir nuestras puertas a terceros, bien sea en materia de tráfico de mercancías, de servicios, de capitales o de personas, se ha vuelto contra nuestros intereses, cerraremos dichas esclusas en la medida en la que nos convenga para restablecer el equilibrio quebrantado y restituir el bienestar de los nacionales de un país o del segmento particular de una sociedad que ha sido vulnerado. El último episodio de carácter global tuvo lugar en los años treinta del siglo pasado y fue protagonizado por el Presidente Hoover. Para combatir la gran crisis del 29 Hoover enrocó a Estados Unidos en una vorágine de aranceles y cupos que no solo ahondó la crisis nacional sino que condujo a la ruina a todos sus socios comerciales. La dinámica de la acción-reacción condujo a los socios comerciales de Estados Unidos a represaliarse con análogas medidas tarifarias y proteccionistas. Como consecuencia de todo ello la economía americana cayó un 25% en un plazo de cuatro años, y con ella la de las grandes potencias occidentales. La llegada al poder del demócrata F.D. Roosevelt revirtió las consecuencias deflacionistas del proteccionismo y puso a Estados Unidos y a la economía mundial rumbo a una nueva era de crecimiento.

El delirio proteccionista ha rebrotado en nuestros días con virulencia de la mano del UKIP y una mayoría del pueblo británico. Pero sobre todo y con particular estruendo y una mímica desproporcionada de la mano del recién nombrado líder de los Estados Unidos, el Sr. Donald Trump. El particular boletín oficial del estado del mandatario americano que constituyen sus redes sociales no ha escatimado proclamas en demérito y demonización de la globalización. Por la fisuras de la globalización se habrían colado en Norteamérica todos sus acérrimos enemigos. Ante este descarado caballo de Troya –siempre según Trump- “tenemos que proteger nuestras fronteras de los estragos de otros países que fabrican nuestros productos, atracando nuestras compañías y destruyendo nuestros puestos de trabajo. La protección conducirá a una gran prosperidad y fortaleza, siguiendo dos simples reglas: compra ‘americano’ y contrata ‘americano’. Recuperaremos nuestras fronteras, recuperaremos nuestros trabajos, recuperaremos nuestros sueños. Vamos a reconstruir nuestro país con manos americanas, con mano de obra americana. La riqueza de nuestra clase media ha sido arrebatada de sus hogares y distribuida por todo el mundo. Eso es el pasado”.

El gran bofetón que el mandatario americano propina al librecambismo –supresión de acuerdos, deportaciones, vallas etc.- obliga a evidenciar aspectos del máximo interés para todos los ciudadanos del mundo, porque a todos afecta hoy en día lo que suceda en la primera potencia económica y militar del planeta.

El primero, que todos los segmentos de la población mundial han ganado con la globalización. Branko Milanovic y su ya estelar ‘curva del elefante’ han hecho inventario de los últimos treinta años: la media global del PIB per cápita del periodo creció un 25%. El veinte por ciento de los más pobres un 40%. El cinco por ciento de los más ricos un 60%. El 60% de la población de los países emergentes un 70%. Y el intervalo entre el 75 y el 90% de los más favorecidos, las clases medias occidentales, apenas un 5%.

El segundo consiste en el recordatorio de que la globalización ha sido muy beneficiosa también para los países pobres y en desarrollo. Fijémonos que es Estados Unidos y no México quien repudia la globalización. Los cientos o miles de empleos que la industria automovilística americana ha prometido crear a punta de pistola del Sr. Trump serán otros tantos cientos o miles que dejarán de crearse en México o en otros centros de coste más bajo y más competitivo para la exportación. Añádase a este argumento el efecto de las deportaciones en términos de provisión de puestos de trabajo. A los doce millones de mexicanos que residen en Estados Unidos hay que sumar una comunidad de origen mexicano de algo más de 30 millones.

El tercero, que las desigualdades registradas dentro de los países no tienen su causa directamente en la globalización sino en la falta de competencia de los gobiernos de turno para formar mano de obra capacitada (ganadores) en detrimento de la mano de obra no capacitada (perdedores de la globalización).

El cuarto, que a pesar de que la clase media americana ha ganado muy poco con la globalización, su paro es virtualmente inexistente y su nivel de vida es de los más altos del mundo, un 50 por ciento superior al de Europa o Japón. Por otra parte la tecnología americana domina el planeta, su industria financiera es puntera y sus universidades lideran el ranking mundial de notoriedad.

Finalmente, recordar que la retórica de ‘America first’ (primero, América) tiene el tufillo de una declaración de guerra económica. Pero el proteccionismo unilateral no contemplará un escenario de terceros países con los brazos cruzados. El mundo de hoy está íntimamente relacionado y la exposición exterior de la balanza de pagos de Estados Unidos es muy significativa. A la guerra de contingentes puede unirse otra de divisas. Como ha señalado la Canciller Merkel nadie puede ganar la batalla del proteccionismo. Tampoco Estados Unidos.

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