por Oscar Mateos
Vivimos, como generación que habita en estos momentos el planeta, un tiempo decisivo, una encrucijada histórica. El reconocimiento de que la vida humana, tal y como la conocemos, está en peligro por primera vez en la historia de la humanidad, es unánime, y ya no sólo pasa por la insistencia de los activistas ecologistas que desde hace 40 años nos advierten de que nuestro modelo de desarrollo y consumo lleva al planeta rumbo al desastre, sino que también cuenta con el asentimiento, casi resignado en algunos casos, de voces como la de Obama, la del propio Foro Económico Mundial que cada año se reúne en Davos, o la más que significativa voz del Papa Francisco, así como, por supuesto, con el aval del conjunto del ámbito científico. La crisis ecológica global es extraordinaria, y percibir esta afirmación como exagerada o demasiado distópica sólo retrasa la urgencia de una toma de conciencia que acabará cayendo por su propio peso.
El acuerdo climático alcanzado en París en diciembre de 2015 es del todo histórico, no sólo por su nivel de concreción, sino también porque cuenta con el compromiso, al menos sobre el papel, de los EEUU y de China, las dos piezas clave para entender la aceleración de la crisis ecológica y sin los cuales no es posible entender cualquier estrategia de futuro que la afronte. El problema es que dicho acuerdo llega demasiado tarde, y después de un ingente trabajo de activistas y científicos que han puesto advertencias y datos sobre la mesa, pero que no han sido debidamente tomados en consideración por el ámbito institucional hasta hace poco.
A este hecho, cabe añadir, la dificultad que supondrá en los próximos años implementar a nivel nacional los compromisos que el acuerdo supone, y sobre todo, el impacto que puede tener la llegada de Trump a la Casa Blanca. Este último hecho es clave: mientras que Obama había, por fin, aceptado la lógica multilateral y se había mostrado dispuesto a aceptar las obligaciones acordadas en París, Trump ha jugado durante la campaña a negar el cambio climático, como parte de esta estrategia que hoy llamamos “post-verdad” y que supone, teniendo en cuenta la enorme huella ecológica que representa EEUU para el planeta, un elemento de incertidumbre e imprevisibilidad que hace un año no existía. Podría darse la gran paradoja de que China, más consciente de los efectos del cambio climático (está viviendo en carne propia el impacto devastador de la polución en sus principales ciudades), acabara siendo el actor global que mayor interés muestre, además de la Unión Europa, por poner freno a este desafío global.
Sea como fuere, abordar esta cuestión no sólo pasa por importantes y urgentes cambios institucionales, energéticos y económicos, sino que también tiene que ver con un cambio cultural muy de fondo, especialmente en los países que mayor presión ecológica generan (países occidentales, China e India). El aprender a vivir sencilla y dignamente con menos para que otros (especialmente las generaciones futuras) sencilla y dignamente puedan vivir y existir, debería ser la lógica que guiará la revolución cultural del presente y del futuro. Y es que, como subrayaban numerosos activistas y científicos en 2014 (https://ultimallamadamanifiesto.wordpress.com), estamos, ciertamente, ante nuestra “última llamada”: “una civilización se acaba y hemos de construir otra nueva. Las consecuencias de no hacer nada –o de hacer demasiado poco- nos llevan directamente al colapso social, económico y ecológico. Pero si empezamos hoy, todavía podemos ser los protagonistas de una sociedad solidaria, democrática y en paz con el planeta”.
Fuente: cristianismeijusticia.net
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