La visión evolutiva de la realidad nos ha acostumbrado a comprender que las cosas no aparecen en la historia porque sí, ni de golpe, sino que suelen ir gestándose callada y lentamente, hasta que comienzan a adquirir las formas en que nosotros las conocemos. Teilhard de Chardin solía decir, con expresión que me gusta mucho, que todo lo que aparece al final de la evolución, estaba ya en sus inicios de una manera “oscuramente primordial”. Llega incluso a poner el ejemplo de la ley de la gravedad como prenuncio borroso del amor humano: de la atracción de los objetos a la atracción de las personas.
Desde este modo de ver, conocer la gestación de lo que va apareciendo en la historia ayuda luego a comprender, cuando nace, cuáles son sus mejores posibilidades y cuáles pueden ser sus mayores peligros. Porque, como tantas veces he dicho, nada aparece en la historia inmaculado, perfecto y sin “pecado original”. Y el arte del progreso consiste en conducir la evolución de modo que cada novedad dé lo mejor de sí y evite todos los riesgos que la acompañaban al nacer. Sin que esos riesgos nos lleven a rechazarla (porque eso sería “tirar al niño con el agua sucia de la bañera”), pero también sin que su novedad nos dispense de criticarla (porque eso sería no bañar o no alimentar al recién nacido).
Uno de los signos de nuestro tiempo es la promoción de la mujer y su lucha por la igualdad con el varón, sin que esta igualdad degenere en uniformidad y acabe anulando las diversidades cuando pretendía acabar con las desigualdades. Husmeando en mis recuerdos literarios he creído encontrar dos obras, donde podría adivinarse, de esa manera “oscuramente primordial”, algo de lo que hoy llamamos feminismo. Me refiero a la Casa de muñecas, de Ibsen y Madame Bovary de Flaubert. Ambas de mediados del s. XIX, ambas provocadoras de un gran escándalo social y, desde luego, muy opuestas entre sí. Para pasar al lenguaje de hoy hablaría de un feminismo humano y un feminismo burgués. Una palabra sobre cada una.
Feminismo
Feminismo humano
La obra de Ibsen se estrenó hacia 1870, creo. Su protagonista, Nora, es una mujer a quien el marido quiere mucho, muchísimo. Pero la quiere como a una “muñeca”: preciosa, encantadora e incapacitada para tomar una decisión por sí misma. Habrá de ser, pues, el marido que tanto la ama, quien la lleva, quien la trae quien le dice lo que tiene que hacer y le obliga a hacerlo. Siempre con las palabras más cariñosas, por supuesto; pero de un cariño paternalista y que se considera superior…
Esa Nora es la más completa expresión de la “mujer-objeto”: porque en este caso, el objeto no es solo su cuerpo sino su siquismo y toda su personalidad. Pero resulta que esa infeliz muñeca se ha jugado el tipo contrayendo deudas serias, para poder pagar la curación de su marido durante una enfermedad (que implicaba emigrar a un país cálido) y sin que éste supiera nada. Cuando luego, por el chantaje de un acreedor, aparecen esas deudas y el marido se entera, no le importa nada cuál ha sido el motivo de aquellos cambalaches de su mujer. Lo que cuenta para él es esta frase que define todo el sentido del drama: “ningún hombre sacrifica su honor a su amor”.
Esa puede ser una excelente definición del machismo, si le damos al honor un significado más amplio que el de la estima social: el orgullo del macho está por encima de su capacidad de amar. No solo está por encima sino que la absorbe totalmente y la desfigura.
Y así es como surge la ruptura: porque ella quiere ser persona y no muñeca. Quiere ser querida como ser humano y no como joya del macho. Joya que, en fin de cuentas, no deja de ser un objeto por precioso que parezca.
Manifestación de feministas
Feminismo burgués
Sobre la obra de Flaubert debo decir que no la considero tan excepcional como suele decirse, aunque sí creo que el autor es un estilista de primera. Pero me resulta demasiado melodrama y los personales no me parecen bien construidos porque todos actúan en función de la protagonista. No obstante, puede servir para presentar otro tipo de feminismo germinal que yo calificaría de burgués y que, sin dejar de interpelar al varón, marca los peligros de esta novedad histórica.
Ese feminismo burgués, representado por Madame Bovary (Emma) es una especie de egocentrismo que utiliza su condición de mujer como arma en favor de su propio egoísmo. Es interesante para nuestro análisis comparar la relación de Emma con el resto de mujeres que aparecen en la novela, y que son bastantes pero de estamentos sociales más bajos que el de Mme. Bovary. Esa relación es simplemente nula.
En el terreno afectivo, Emma no busca ser querida como persona sino adorada como diosa. Y si, en el caso anterior, la culpa del hombre era su machismo, en este caso se puede apuntar una cierta falta de hombría en el marido. La quiere de veras y mucho; y lo muestra en mil conductas para con ella cuando surge algún problema. Pero, sencillo médico de pueblo sin más horizontes, no se ha preocupado de decirle continuamente cuánto la quiere ni de dedicarse a ella en la prosa cotidiana. Entregado totalmente a su profesión, olvida a su mujer y descuida (o desconoce) ese cultivo ordinario del cariño que es tan importante. Y ella, con la hijita además en casa de una nodriza, irá llenando su soledad con ensueños y lecturas que le hacen perder el sentido de la realidad.
Al primer amante, que es un vividor sin escrúpulos que la arrulla con rendidos discursos, se le entrega de una manera desaforada, desproporcionada, que le ocasiona luego una enorme crisis de salud, cuando él la abandona ante la propuesta de huir los dos a París. De esa crisis la sacará precisamente el marido, sin conocer la causa y sin buscarla. Luego, ante una nueva oferta de adulterio, la Bovary coqueteará primero buscando solo la adoración pero sin entregarse (“gato escaldado…”). Se regodeará con todos los discursos del amante (que esta vez va con mejor voluntad que el anterior) pero lo somete a un suplicio de Tántalo que es ahora la fuente de su placer. Sin embargo cuando por fin se entrega para no perderlo, nunca tendrá bastante. Cae en una símbiosis de dependencia y ensueños de amores aristocráticos (“como los de París”), y se embarca en una busca de más y más, que acaba metiéndola en aventuras económicas que arruinan al marido y la llevan a la desesperación.
Me resulta increíble que, en pleno s. XIX, pudiera una mujer, moverse con tanta libertad en la vida social y en la economía, sin que el marido se enterase absolutamente de nada. Y más en un pueblo de provincias. Esto obliga a examinarle a él. Ese pobre marido ha sido un claro factor causal, más que culpable, de la evolución de Emma: su cariño era otra forma de dependencia que se sentía tranquilo teniéndola a su alcance, pero que se derrumbará cuando la pierde. Y que nunca había sospechado que ella podría no sentirse tan bién como él.
En conclusión
Estos comentarios quieren ser solo como dos chispazos, que no son ellos la luz pero avisan que la luz existe. Aquí hemos aludido solo a las relaciones de pareja, pero queda todo el campos social donde quizás habría que remontarse hasta la Antígona de Sófocles...
Mirando de inculturar lo dicho en nuestro siglo XXI, se me ocurre que el dilema “profesión-pareja” forma hoy parte de la condición alienada del trabajo en nuestra sociedad opulenta. Y es bueno que esto no lo desconozca hoy la mujer cuando, desde la difícil óptica del encierro doméstico, ha ido buscando la salida laboral como “liberación”, en una sociedad como la capitalista. Ahora que vuelve a hablarse de los curas obreros, vale la pena recordar que ellos fueron al trabajo no para liberarse sino para compartir la condición del oprimido; lo cual contrasta con la aspiración laboral de algunas mujeres.
Con eso no quiero decir (¡por supuesto!) que la mujer no deba salir de casa y haya de quedar reducida a aquellas “sus labores” de antaño, no remuneradas además. Puede salir, por supuesto, pero no con aquella mentalidad que buscaba “amores como los de París”, sino como quien se incorpora al trabajo y a la profesión, para la liberación humana en este mundo tan injusto.
Añadiré que lo que me sugirió esta reflexión fue aquella pancarta (que ya critiqué en otro lugar), que llevaba una mujer en la primera gran manifestación del 8M y que apareció fotografiada en la primera página de El País del día siguiente. La pancarta decía simplemente: “quiero hacer lo que me salga del coño”. Me temo que aquella buena mujer era una Madame Bovary del s. XXI.
Así que, por todos los santos, no estropeemos las promesas de la historia. Recordemos aquello de Pablo de Tarso: “trabajar por nuestra salvación con temor y temblor”.
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