Alberto Fernández, presidente de Argentina y Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, en la capital mexicana en noviembre pasado. PRENSA PRESIDENCIA DE MÉXICO
El alejamiento estadounidense del multilatralismo y la erosión del unipolarismo han abierto ventanas de oportunidad hasta hace poco inexistentes para que nuevos actores se asomen a la región
CARLOS MARICHAL
17 FEB 2020 - 15:15 CET
17 de diciembre de 1992. 9.14 de la mañana. Un radiante George Bush, presidente de Estados Unidos, llama por teleconferencia a los líderes de Canadá, Brian Mulroney, y de México, Carlos Salinas de Gortari. “Hola, Brian y Carlos, ¿están allí? ¿Cómo están? Feliz Navidad a los dos. Esta es una llamada para felicitarlos. Estoy muy contento de lo que hemos alcanzado. Estaré firmando esto esta tarde”. Sí, contesta el primer ministro canadiense, “el TLCAN es el acuerdo comercial más grande que se haya negociado”, y, añade Salinas de Gortari, asintiendo, “nuestro pueblo sabe que será bueno para nuestros hijos, para nuestras generaciones futuras”.
La transcripción de esta llamada telefónica entre los tres firmantes del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), conservada en la biblioteca presidencial George Bush, ofrece una representación vívida de una época histórica que parece estar desdibujándose debido a múltiples presiones de naturaleza política, ideológica y económica. Los proyectos de integración de los 90 tuvieron sus raíces en la crisis que el sistema económico internacional, diseñado en Bretton Woods en 1944, había experimentado durante los años 70. El desprendimiento de reglas y estructuras consensuadas a mitad de los años 40 favoreció una decidida liberalización de la economía internacional que, entre sus ingredientes, tuvo también la paulatina formación de nuevos bloques comerciales. La Unión Europea, el TLCAN en América del Norte y el Mercosur en Sudamérica representaron algunas de las piedras angulares de este proceso de reorganización del orden económico internacional post-Bretton Woods. Lejos de encarnar enclaves autárquicos, la ideología de la época planteaba la formación de estas nuevas macro-regiones como pasos preliminares para una más amplia integración económica en el mundo.
La aceleración de los procesos de liberalización e integración a comienzo de los años 90 no ocurría en un vacío geopolítico sino que, al contrario, representaba también la consecuencia directa de la nueva configuración del orden internacional que emergió del final de la Guerra Fría y de la consecuente consolidación de la hegemonía estadounidense en el mundo. Globalización económica y unipolarismo estadounidense representaron, en este sentido, las dos caras del nuevo sistema internacional que surgió del final del conflicto bipolar y de la implosión del bloque soviético. Para América Latina, la firma del TLCAN y, en menor grado, la constitución del MERCOSUR, señalaron inicialmente el afianzamiento en la región latinoamericana de un nuevo modelo económico, el neoliberal, y ratificaban la pertenencia indiscutible del hemisferio occidental al proyecto geopolítico estadounidense.
Menos de treinta años después de aquella mañana del 17 diciembre, la llamada entre los tres líderes parece casi una reliquia histórica. Los pilares geopolíticos y económicos que subyacieron a la firma de los proyectos de integración latinoamericanos de los años 90 se encuentran en la actualidad sacudidos por fuertes tensiones, que cuestionan su legitimidad y proyectan sobre la región latinoamericana una sombra de incertidumbre.
América Latina asiste a una incierta erosión de la legitimidad del proyecto hegemónico estadounidense. El aventurismo de Washington en Oriente Medio ha debilitado considerablemente las capacidades materiales de la superpotencia, mientras los excesos del modelo neoliberal han producido graves desequilibrios sociales que han puesto en tela de juicio su viabilidad como paradigma económico. A estos factores estructurales se añade la retórica nacionalista y aislacionista de Trump, que denuncia ásperamente algunos de aquellos pilares que, como la propia integración económica, habían constituido ingredientes centrales del nuevo orden post-Guerra Fría promovido por Washington. El viraje estadounidense genera imágenes paradójicas, como la de un Gobierno teóricamente nacionalista, el de Andrés Manuel López Obrador, que se ve obligado a librar una lucha desesperada para que Estados Unidos, el otrora campeón del librecambismo, no cancele de un plumón el TLCAN. De hecho, el nuevo tratado, el T-MEC, cuya aprobación parece inminente, reflejando las reticencias de la administración Trump nace como un proyecto que paraliza ante el futuro el fortalecimiento ulterior de la integración entre los tres países firmantes.
A su vez, además del debilitamiento general del paradigma neoliberal, el Mercosur se ha resquebrado por tres fenómenos específicos. En primer lugar, este proyecto de integración económica sudamericana quedó debilitado al acabarse el súper-ciclo mundial de los precios de los principales “commodities” exportados desde el Sur hacia 2012. En segundo lugar, los Gobiernos del expresidente de Argentina, Mauricio Macri, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, y el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, intentaron quitarle protagonismo al marco institucional del Mercosur, destinado a impulsar una futura integración política. Finalmente, este proyecto de integración sufrió por una década la competencia de modelo de integración bolivariano, UNASUR, subvencionado ricamente por las entradas generadas por el petróleo venezolano. Ahora en franca decadencia, UNASUR generó, sobre todo entre 2015 y 2017, una fuerte polarización regional que socavó los proyectos de integración.
El alejamiento estadounidense del multilatralismo y la erosión del unipolarismo han ido abriendo ventanas de oportunidad hasta hace poco inexistentes para que nuevos actores se asomen, o vuelvan a hacerlo, en la región. Empujada por la fortaleza de su extraordinario éxito económico, China, en los últimos años, ha incrementado su capacidad de proyección en la región. Además de mantener un creciente comercio con Latinoamérica, los enormes bancos y empresas chinas están en proceso de incrementar sus préstamos e inversiones directas en la región. De hecho, los últimos reportes económicos del año 2019 indican que China se ha convertido en la principal fuente de financiamiento de proyectos de desarrollo regional, superando a organismos tradicionales como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo. A ellos se agregan las inversiones cuantiosas de empresas como el gigante petrolero Sinopec en Argentina, Ecuador o Venezuela, de múltiples empresas mineras chinas en Chile, Perú, Colombia, Brasil y México, o del coloso tecnológico Huawei, en todas partes. No es casual que la CELAC haya incorporado entre sus objetivos estratégicos la ampliación de las relaciones políticas, económicas y comercial con Beijín.
Menos creíble, a pesar de su retórica, es la capacidad de un país como Rusia de aumentar su presencia económica y política en la región. Aunque países como Venezuela y Cuba han experimentado en años recientes un aumento importante de la interacción con el gigante eurasiático, Moscú no parece tener los recursos necesarios ni, probablemente, el interés geopolítico suficiente para sostener un aumento considerable de su presencia en América Latina. No obstante, Rusia se perfila como un actor con capacidades militares y de inteligencia que no son deleznables, especialmente a través de las soterradas guerras cibernéticas.
La Unión Europea, por el otro lado, dotada de un potencial económico portentoso, ha ido tejiendo importantes acuerdos comerciales con numerosos países de la región y, sin embargo, su crónica ausencia de una política exterior coordinada merma su influencia en Latinoamérica. Es evidente que ello puede atribuirse en parte a la prolongada agonía del Brexit y a las complejas negociaciones que esto ha implicado, al igual que la dificultad en responder a las olas de migrantes de África y Medio Oriente, que han absorbido muchas energías y recursos de las naciones europeas en los últimos años.
Sea como sea, el comienzo del nuevo milenio ha visto a la región latinoamericana moverse en un entorno internacional donde el debilitamiento del unipolarismo estadounidense y del multilateralismo neoliberal han producido una importante diversificación de las posibilidades de interacción política y económica. La geopolítica latinoamericana post-Guerra Fría se transfigura y se despedaza, sin que emerja, sin embargo, un nuevo orden. Es por ello que el momento actual no permite vislumbrar con claridad hacia donde se moverá la región. Entre otros motivos porque los grandes actores, como China y Rusia, no parecen tener un proyecto ideológico atractivo y realmente alternativo al estadounidense. Es más, queda claro que apostar en exceso por un acercamiento a China plantea riesgos, en tanto su modelo o posible proyecto de hegemonía no parece ser más benigno que el estadounidense, por lo cual no produce incentivos estructurales para transitar hacia ella.
Con todo esto, quizás pueda sugerirse que el momento actual puede ser propicio para que América Latina, en lugar de transitar hacia un nuevo paraguas hegemónico, ofrecido por diversas superpotencias, aproveche el relativo vacío de la coyuntura para reforzar sus procesos de integración internos, que ya tienen una larga historia y un complejo marco institucional y que, de salir fortalecidos, podrían ayudar a proteger en el futuro la autonomía política de la región. En el caso de Sudamérica debe observarse que, si bien el Mercosur ha perdido cierto dinamismo, sigue siendo una de las fuentes potenciales más grandes para una futura expansión económica de todos los países de la zona. Pero, además, este proyecto no se limita a la dimensión económica y comercial, al contar con iniciativas comunes que abarcan desde la infraestructura hasta las telecomunicaciones, la ciencia y tecnología en la educación, la cooperación fronteriza en la lucha contra los ilícitos transnacionales y la promoción integral de los derechos humanos. Estos debieran y podrían ser retomados con fuerza. La nueva integración podría articularse dentro de un modelo político-ideológico distinto del neoliberal que, si bien ha reducido la distancia en términos de riqueza entre el Sur y el Norte del mundo, ha generado un aumento dramático de las desigualdades dentro de los países. Es decir, los Gobiernos de la región podrían apostar por un proyecto de integración latinoamericano no neoliberal que, en lugar de apuntalar los fenómenos de híper-liberalización, contribuya a generar nuevas estructuras regionales de gobernanza de los procesos globales político-económicos.
En la región existen señales contradictorias acerca de la posibilidad de una mayor cooperación inter-americana dentro de un modelo que no sea el neoliberal. Argentina y México, en particular, por las características de los Gobiernos que se encuentran en este momento en el poder, podrían liderar un nuevo proyecto de mayor cooperación regional en línea con las agendas sociales que ambos ejecutivos exhiben. Sin embargo, el presidente López Obrador, al margen de la renovación del TLCAN, no ha mostrado hasta el momento una sensibilidad particular para los problemas internacionales. Es suficiente señalar que, durante su primer año en el poder, el mandatario no ha realizado un solo viaje en el extranjero, delegando a su secretario de relaciones exteriores, Marcelo Ebrard Casaubón, todas las tareas relacionadas con la diplomacia. A pesar de estas importantes limitaciones, el canciller ha comenzado a generar nuevos diálogos y acuerdos con Gobiernos de Centroamérica, el Caribe y América del Sur. En ese contexto, los acercamientos que se han dado recientemente entre México y el ejecutivo del peronismo post-kirchnerista de Alberto Fernández podrían abrir horizontes prometedores para una superación de la integración neoliberal liderada por Estados Unidos. Ese proyecto, además, podrías ser también alternativo a la geopolítica bolivariana, que pretendía sumar en una improbable alianza a Irán y Rusia, pasando por China, es decir, todo lo que no fuera Estados Unidos. El hecho de que Fernández realizara su primer viaje como presidente electo a México, el pasado noviembre, parecería señalar la importancia que Argentina otorga a la formación de un posible acuerdo con el Gobierno mexicano. Para que ello se concretice, sin embargo, mucho dependerá de la voluntad y capacidad de México en responder a las solicitudes que vienen del sur de la región. No queda más que esperar que, a más de un año del comienzo de su presidencia, el primer viaje en el extranjero de López Obrador sea, justamente, a la Argentina.
Vanni Pettinà es profesor investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.
Carlos Marichal es historiador de El Colegio de México.
Fuente: elpais.com
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