“En la historia de la humanidad no existen civilizaciones ni culturas que no manifiesten, en una o mil maneras, esta necesidad de un absoluto que es llamado cielo, libertad, un milagro, un paraíso perdido que se debe volver a ganar, paz, más allá de la historia… No hay religión en la cual la vida cotidiana no se considere una prisión; no existe filosofía o ideología que no crea que vivimos distanciados… La humanidad ha tenido siempre una nostalgia por la libertad que es solamente belleza, que solo es verdadera vida, plenitud, luz.” (Eugene Ionesco)
No existen tantas diferencias entre los seres humanos. Por supuesto que sí las hay en cuanto a diversidad cultural, ideas o creencias pero todo ello queda superado cuando se trata de las razones por las qué vivir. Un ateo es muy parecido a un creyente, un agnóstico también. Todos buscamos algo por lo cual dirigir nuestra existencia, puede ser una determinada idea o la contraria, un ideal o una esperanza.
Una negación en cuanto a que exista una verdad absoluta realmente será reemplazada, a menudo de forma inconsciente, por otra cosa, por algo a lo que sí se le concede la categoría de muy importante o absoluto. El ser humano no puede vivir en el vacío, en la continua negación de todo, en la duda sistemática. Un ateo podría argumentar sobre la no existencia de Dios, cualquiera que sea la concepción que tal o cual cultura haya hecho de él, pero sostendrá, por ejemplo, con gran vehemencia, que lo que hay que respetar en todo momento son los derechos humanos. Para él esto no tiene discusión, este será su noble ideal a seguir, la verdad para él.
El creyente pensará que la clave está en Dios, en un Dios que es origen de todo cuanto existe y que por ello le provee de sentido. Desde aquí concibe su vida, y dirige sus pasos.
Las propuestas políticas han hecho que innumerables personas queden convencidas por las bondades de tal estructura social y para ello las han defendido hasta con sus vidas. Por supuesto después existe una gran masa de personas que sencillamente jamás hablan de que existan verdades absolutas. Para ellas se trata de vive y deja vivir, haz lo que más desees sin complicarte mucho y sin molestar a nadie. Pero parecen no percatarse que éstas, ya de por sí, son unas ideas que estructuran sus vidas, tienen el mismo poder de convicción que aquellas que se concretizan en lo religioso o lo político. Se vive de acuerdo a ellas, es una verdad de tal calibre para estas personas que se mueven en la indefinición que ha orientado sus vidas a su sombra. Este aparente vacío no lo es en la práctica ya que además cualquier cosa puede ocupar su lugar ya sea una idea, una moda, un deporte, salir a divertirse, un estilo de vida, etc.
Lo que estoy intentando decir se puede resumir con una sencilla frase: todo el mundo tiene o necesita un absoluto y vive de acuerdo con él. Si lo pierde la persona muere en un sentido o en otro. Si este desaparece también lo hace ella.
Con esto último aludo a una desaparición tanto en vida como literal. De esta forma se cae en una profunda y amarga indiferencia hacia todo o se desemboca en una depresión crónica que puede terminar en suicidio. Estas últimas son aquellas personas que han decidido que ya no hay nada por lo que vivir, algo por lo que estar en este mundo. Tal vez sea una pérdida irreparable, quizás están pasando por una situación terrible, pero también se puede morir de abundancia, de haberlo experimentado todo. Es este absoluto, o la pérdida del mismo, el que vuelve a aparecer.
Lo llamo absoluto debido a que tiene la capacidad de proveer una razón esencial por la que vivir, un estímulo permanente para seguir adelante. Sería una especie de esqueleto sobre el cual ir acoplando las diferentes vivencias, en donde ir colocando las decisiones que hemos realizado, el rumbo que hemos querido tomar.
Como decía no existen tantas diferencias entre las personas, es más, diría que somos bastantes iguales. Este absoluto es el que hace que un joven deje atrás su cómoda vida y se vaya de misionero a un remoto lugar para ayudar en nombre de Dios. Es este mismo absoluto el responsable de que una mujer sin convicciones religiosas rechace un magnífico empleo en un hospital privado y decida irse a un país africano y allí llevar a cabo su labor como médico. A ello también hay que acudir para entender cómo miles de personas salen a la calle clamando por justicia social, por un cambio político, poniendo en peligro sus vidas. Y, por supuesto, tampoco quedan fuera todos aquellos que parecen vivir indiferentes a cuanto sucede a su alrededor. Para ellos su absoluto será su propia comodidad, mantener en lo posible su nivel económico y únicamente reaccionarán cuando lo anterior se vea amenazado. Ellos son el centro, el principio y fin de todo. La maldad también puede vestirse de cualquiera de los ropajes anteriores y así se puede presentar bajo una túnica de religiosidad, de ateísmo o de indiferencia. Este tipo de seres humanos tienen en el hacer daño y en la destrucción su mayor motivación.
Un cristiano no es una persona irracional que quiere creer en algo infantil. Por el contrario es alguien que ha decidido que el motivo de su ser y estar es el orientar su vida pensando que hay otra además de la presente. Se trata de una cosmovisión articulada sobre la idea de que existe un Dios, que éste es bueno y que nos ha hablado. Más allá de la penumbra que nos envuelve, detrás del telón del final de la obra de teatro, cree que está la única y última realidad que provee de significado a la presente. Si Dios es una realidad él es el único merecedor del concepto Absoluto.
El ateo podrá argumentar que no hay nada más que lo que aquí conocemos, que en la tumba se acaba todo. El agnóstico por su parte manifestará que no es posible identificar algo así como una verdad universal y que si esta existe la persona jamás podrá alcanzarla. El que está impregnado del espíritu posmodernista ni se preocupará en pensar, para él la reflexión es casi irrelevante, se mueve sobre todo por deseos, por apetitos.
El ser humano tiene que creer en algo. No es posible el vacío existencial, mental. Sin duda hay magníficas personas que son ateas o agnósticas y deplorables hombres y mujeres que dicen ser cristianos. Pero el verdadero creyente es aquél que mira en tres direcciones siendo la que dirige hacia arriba la que llena de luz y esperanza su interior y que lo capacita para observar el exterior. De esta forma sabe que puede y deber mirar al frente para considerar a su prójimo, para servirle de ayuda, para preocuparse por él. También que puede y debe mirar hacia abajo ya que además tiene un deber para con la naturaleza, la debe cuidar como buen administrador.
El creyente eleva su mirada a los cielos y todo adquiere sentido por su fe. No una fe irracional, infantil o precientífica, sino una fe que arranca y se sostiene en el inmenso vacío que la sola razón humana provoca. La razón es limitada, no puede ir más allá de lo que conocemos. Es incapaz de salir de este diminuto punto azul que es nuestra tierra, este globo que está situado dentro de un inmenso universo. De esta forma la razón y la fe pasan a ser las dos caras de una misma moneda, una necesita de la otra para dar explicación a nuestro mundo, a nosotros mismos. Desde aquí se entiende que el doliente será consolado, que el que llora reirá de gozo. Desde aquí se tendrá esperanza en que los “nadies” serán conocidos por nombre, les será devuelta su dignidad. No es el puro azar el que lo rige todo hacia un final indeterminado, ciego y caótico, sino un Dios que está atento y que es definido como Amor.
La razón por tanto, para el cristiano, le prepara y le coloca en el camino de la fe. La misma le interroga cuando llega al límite de lo que puede abarcar, ¿hay algo más después de esta vida? ¿Había algo más antes? Entonces el creyente responde afirmativamente pero no con otras ideas, no con otras hipótesis sino con una persona: Jesús de Nazaret.
“Aunque las higueras no florezcan y no haya uvas en las vides, aunque se pierda la cosecha de oliva y los campos queden vacíos y no den fruto, aunque los rebaños mueran en los campos y los establos estén vacíos, ¡aún así me alegraré en el Señor! ¡Me gozaré en el Dios de mi salvación!”. Habacuc 3:17, 18.
Fuente: Lupa Protestante
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