POR JAUME TRIGINÉ
Con frecuencia nos interrogamos acerca de cómo hacer comprensible nuestra fe cristiana en un entorno altamente secularizado. Esbozamos respuestas y desarrollamos nuevos proyectos evangelizadores, pero la realidad continúa siendo tozuda y los resultados poco esperanzadores.
¿Quizá deberemos aprender a contextualizar mejor el mensaje? ¿No estaremos aplicando principios generales a situaciones concretas? Vivimos una realidad global y tendente a la homogeneización y, simultáneamente, fragmentada, atomizada… en todos los ámbitos: la especialización del conocimiento científico, la pluralidad ideológica, el mosaico étnico y multirreligioso resultado de los procesos de inmigración, los diferentes estatus socioeconómicos…
Más que de realidad, hoy tenemos que hablar de realidades múltiples. Y de nuevo las preguntas: ¿cómo hacernos entender en el contexto plural en el que nos desenvolvemos? ¿es válido un idéntico discurso, cuyo a priori es la uniformidad, cuando la sociedad se halla altamente diversificada?
Quedan atrás los años del proselitismo en los que el imperativo era llenar las iglesias. Hoy la increencia se ha instalado en grandes segmentos sociales y, aún manteniéndose la dimensión espiritual innata en el ser humano, éste busca su satisfacción al margen de las instituciones religiosas históricas, cada vez más desacreditadas y, por ende, más vacías. También quedan atrás los años del discurso argumentativo, intentando demostrar los postulados de la fe, muchos de los cuales, por su propia naturaleza, escapan de la objetividad científica o histórica.
Con todo, la secularización no significa la desaparición de la dimensión espiritual de la persona. Más bien, su transformación. En nuestro contexto, la religiosidad ya no se halla mediatizada por las instituciones o autoridades religiosas, sino por el propio individuo y su búsqueda, muchas veces personal, de sentido; de ahí el crecimiento y desarrollo de las llamadas nuevas espiritualidades (religiosas o laicas). Ello nos invita a reflexionar y emplear algunas de las posibilidades que, sin duda, nos depara nuestro tiempo histórico para compartir nuestras convicciones.
Partir de la realidad de las personas a las que nos dirigimos. Hoy poco puede lograrse sin el compromiso del propio mensajero. Se requiere partir de la realidad, lo que comporta colocarse al lado de la persona o grupo concreto, acompañar su caminar existencial y, desde su situación específica, atender sus necesidades vitales, de nuevo plurales, como pueden ser las de orden material (en las que se hallan tantas personas como resultado de la crisis económica de los últimos años), de orden psicosocial (soledad, marginación, desánimo…) o de orden trascendente (carencia de sentido, dudas espirituales…). El mensaje creyente debe incardinarse en la experiencia, expectativas y necesidades de las personas. Habrá que acercarse a los espacios en donde la vida duele, de lo contrario, tanto la credibilidad del mensaje como del mensajero será puesta en tela de juicio.
El punto de partida no puede ser otro que la realidad existencial de cada persona. Aquello que le preocupa o por lo que se interroga. Cuando aún muchas personas continúan estableciendo una asociación entre cristianismo y pertenencia a una estructura eclesial, habrá que deshacer ideas preconcebidas y explicar que ser cristiano es practicar el evangelio, seguir a Jesús, adquirir compromisos de transformación de las situaciones injustas, amar…; que no es lo mismo tener creencias y convicciones que participar en actos religiosos de los que muchas personas se han alejado.
Encarnación de los valores cristianos. A la hora de describir nuestro momento histórico, no podemos tampoco omitir lo que el filósofo italiano Giani Vattimo describe como pensamiento débil o el sociólogo y pensador polaco Zygmunt Bauman, como sociedad líquida. Se han desvanecido las grandes verdades, vivimos instalados en fuertes dinámicas de cambio, todo es volátil, las fronteras psicosociales son mucho más permeables que antaño, la interrelación osmótica de diversos colectivos genera una porosidad en la forma de percibir y comprender la realidad.
Es cierto que todo ello ha instalado a grandes sectores de la población en una especie de nihilismo y despreocupación en relación con las cuestiones trascendentales; pero esta mutua influencia entre personas o colectivos abre la posibilidad de influir en nuestro entorno mediante la transmisión de la axiología del Reino de Dios. Transmisión que deberá apoyarse en la ejemplaridad. Los valores, por su propia naturaleza (referentes de conducta), han de ser transmitidos no tanto por medio del discurso (de muy limitado alcance en muchos colectivos) sino mediante su encarnación en quien los proclama.
Humildad. Sin relativizar el mensaje, quizá se requiere también un punto de humildad (en el sentido de sustituir el dogmatismo fácil y la respuesta estereotipada y aprendida frente a cualquier tipo de demanda relacionada con cuestiones espirituales) y también de reconocimiento de que no siempre poseemos respuestas objetivas, como es propio en el ámbito de la ciencia. Frecuentemente, más que saber, los creyentes creemos y/o esperamos.
Compromiso. La iglesia tiene que desarrollar su teología desde la praxis. Debe comprometerse en la transformación del mundo, mediante la proclamación del Reino de Dios, sin caer en los falsos optimismos antropológicos. Debe denunciar las injusticias sociales y económicas, los casos de corrupción, la doble moral… Desmond Tutu señalaba que permanecer neutral delante de la injusticia es escoger el lado de los opresores. Debe presentar a Dios como Jesús lo reveló, evitando imágenes culturalmente distorsionadas que difícilmente pueden ser asumidas. Debe colocarse al lado de los últimos mediante experiencias de solidaridad.
Cada época histórica requiere su interpretación de los signos de los tiempos y, tras su discernimiento, hallar la manera de responder a la demanda bíblica de ser sal y luz en medio de su contexto que, sin duda, también ofrece sus posibilidades.
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