Mística y Liberación es el tema del próximo Congreso de Teología de la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, Madrid, del 7 al 9 de septiembre.
Tradicionalmente la mística ha sido algo exclusivo de los místicos, es decir, de los que “pasan la noche en la casa del Señor”, como dice el salmista (Sal 133,1); es decir, de los monjes y monjas en cenobios y comunidades religiosas; aquellos que gozan de éxtasis y de relaciones íntimas con el Misterio. El resto de los creyentes, el urbanita, el que pelea día a día con la realidad histórica, parece que no tiene derecho a ser místico. Si para Unamuno en su novela San Manuel bueno y mártir Dios no es un por qué, sino un para qué, es aquí donde hay que establecer la mística.
Jesús de Nazaret, un místico por excelencia, sabía y experimentaba intensamente la relación con el Padre-Madre Dios en sus retiradas frecuentes a orar en el campo o en casas, no sólo en las sinagogas o en el templo de Jerusalén. Y además acogía y compartía el sufrimiento y el dolor de los enfermos, de los pobres y hambrientos, de los familiares y amigos que vivían la experiencia radical de la muerte… Tenía bien claro que el místico no reza sólo en el templo, sino también, y sobre todo, en la intimidad, pues “ya llega la hora, y es ésta, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4,23). Y tenía también bien claro que la relación íntima con Dios no se estanca en un ensimismamiento solipsista, en un desentenderse del dolor humano, de la opresión y esclavitud del dinero, de la injusticia o de la propia muerte, sino que tiene un para qué ético, liberador.
Mística y liberación están íntimamente unidas; no se concibe la una sin la otra. El místico antropológicamente tiene sed de Dios, ya que es el agua compasiva y tierna que puede calmar su ansiedad y además es el ancla de la finitud humana, que da consistencia a los vaivenes existenciales del ser humano, como nos recuerda Blas de Otero: “Mira, Señor, que tanto llanto, arriba,/ en pleamar, oleando a la deriva,/ amenaza con cubrirnos con la Nada”. Un Dios necesario, porque en “Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28), la realidad fundante de nuestra existencia, según X. Zubiri, el ancla en la que se sujeta nuestra finitud; pero un Dios gratuito, porque asume la debilidad y el dolor humanos. Dramáticamente bello es el testimonio de D. Bonhoeffer en la carta a su amigo B. Bethge el 16 de julio de 1944, apenas nueve meses antes de ser ahorcado en el campo de concentración nazi de Flossenbürg (Baviera): “¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona!… Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda”. Por el contrario, el Dios de Aristóteles, nos dice J. Moltmann, “no puede amar, lo único que puede hacer es que lo amen todos los seres no divinos, a causa de su perfección y belleza, atrayéndolos hacia sí de esa manera. El “motor-inmóvil” es un amante-egoísta…; un narcisista en potencia metafísica: Deus incurvatus in se…” Y es desde la gratuidad divina donde la mística se hace consistente y la relación íntima con el Misterio se vigoriza y desarrolla.
Ahora bien, la huida, la evasión del mundo, palabras que emplea Platón en el Teeteto para designar el ideal humano al descubrir lo poco que vale el mundo, no se puede constituir en elemento clave de la mística; aunque una persona se enclaustre y viva intensa e íntimamente su relación con Dios, la mística, no debe desentenderse del reverso de la misma, es decir, de la liberación, de la salvación de este mundo aquí y ahora, pues la escatología empieza en el presente. Es cierto que la mística, como “experiencia intensiva de la Trascendencia” según K. Rahner, conlleva una transformación personal que hace que la mirada sea más humana y compasiva, hasta el punto de que el místico, el del cenobio o el urbanita, da testimonio de que Dios entra en contacto con el hombre y genera un dinamismo de actividad solidaria y creativa, con una gran capacidad de transformación de las relaciones interpersonales, de manera que, para afrontar el siempre insoluble problema de Dios, es necesario que la ética y la mística converjan. Ortega y Gasset nos recuerda que “yo soy yo y mis circunstancias y si no la salvo a ella no me salvo yo”. En una palabra, el místico, si seguimos a I. Ellacuría, es el que se hace cargo de la realidad, de la suya y de la del otro, mediante un proceso de liberación y de transformación para erradicar todos los factores de “muerte” presentes en la realidad humana: injusticia, explotación, pobreza, guerras, sufrimientos, muerte… Con razón dramatizaba A. Camus: “La muerte exalta la injusticia. Ella es el abuso supremo”.
El místico, monacal o urbanita, tiene por delante una tarea imprescindible: erradicar esos factores de “muerte”…; son exigencias inmediatas del programa ético de las bienaventuranzas: la búsqueda de la paz, la lucha contra las injusticias, la atención y acogida a los que sufren, la erradicación de la pobreza… son realidades que necesitan respuestas inmediatas y no cabe una actitud como la del ángel de W. Benjamin que no sabe adónde acudir, porque la realidad se le presenta como urgente y que no puede esperar a mañana. Teresa de Ávila advertía a sus monjas: “No pensemos que está todo hecho con llorar mucho, sino que echemos mano del obrar mucho y de las virtudes”. Más contundente es el maestro Eckhart: “Si alguno estuviera en un éxtasis y supiera que un enfermo espera que le lleve un poco de sopa, yo estimaría preferible con mucho que, por amor, salgas de tu éxtasis y sirvas al necesitado con amor mayor”. Éste es, pues, el parámetro que objetiva la mística auténtica, la “experiencia intensiva de la Trascendencia”.
Aunque “sólo Dios basta”, según la expresión de Teresa de Ávila, no basta sólo la oración, ni tampoco la acción. Aquella metodología de los movimientos apostólicos (HOAC, JOC, JEC…): ver, juzgar y actuar hay que completarla con ver, juzgar, orary actuar. La mística y la liberación mediante la acción no se pueden excluir, una alimenta a la otra y la otra a la una. En Palabras para este tiempo (“Diálogo interior”) escribí:
Dime por qué no te detienes
a escuchar el dulce canto del ruiseñor.
Hay que luchar por la justicia
abriendo horizontes de igualdad
Dime por qué no te detienes
a escuchar el dulce canto del ruiseñor.
Hay que enjaular la violencia destructora de la fraternidad.
Dime por qué no te detienes a escuchar el dulce canto del ruiseñor.
Hay que destruir el lobo sanguinario de la posesión,
que en las entrañas tanto destrozo causa.
Dime por qué no te detienes
a escuchar el dulce canto del ruiseñor.
Hay que erradicar sin descanso las pobrezas,
que envilecen y angustian a tantos hombres y mujeres.
Dime por qué no te detienes
a escuchar el dulce canto del ruiseñor.
Hay que…
Pero ahí está, amigo,
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