Décadas atrás, salvo en ambientes muy intelectuales y círculos de imaginación reducidos, nadie ponía en duda que “la historia es maestra de la vida”. La historia, se pensaba, como depositaria de la gran experiencia humana, encierra en sí un rico depósito de luces y sombras capaces de darnos a conocer el pasado de la humanidad, de ayudarnos a entender un presente, siempre revuelto y convulso, y de orientar pedagógicamente nuestros pasos hacia el futuro. La historia es maestra de la vida.
En este contexto, los ancianos y ancianas, por el mero hecho de haber vivido una historia larga, estaban en condiciones de aportar un caudal de sabiduría útil y beneficioso para la formación de las nuevas generaciones. El anciano Sheila, entre los indios cuna —Islas de San Blas en Panamá— podía repetir ante la asamblea varias veces en la semana la génesis y hazañas de la tribu en el pasado que explican su situación actual y son garantía de supervivencia en el futuro. Además de jefe político, el Sheila es memoria viva de la experiencia colectiva que se transmite, de forma oral, de generación en generación.
Pero la historia, con el paso del tiempo, ha venido cambiando a un ritmo vertiginoso. Las mentes más creativas siempre han desbordado, como las actuales migraciones, todos los límites. Ni la ilustración ni la modernidad se sintieron a gusto con el magisterio de la historia. Tampoco en nuestro ahora, iniciada ya la era del conocimiento o “tiempo axial” (Karl Jaspers), podemos caer en la torpeza de no saber para qué nos sirve la historia. Pudiera ocurrir que se nos estuviera yendo el niño con el agua de la bañera.
Bajo el reinado de la telemática, todo se define por la instantaneidad y simultaneidad. ¿Para qué nos sirve entonces la experiencia del pasado que, por más que lo intentemos, no va a volver a repetirse? Además del interés por lo que fue y ya no es, ¿qué puede aportar a un ahora, siempre volátil y escurridizo, o a un futuro que no existe porque aún no ha llegado a ser?
Lo que son las vías para el paso rápido del tren, es la historia para el ritmo vertiginoso del tiempo: duración y suceso, continuum y volatilidad, vivencia y mecánica se asocian en la instantaneidad y simultaneidad de cada momento. Difícil separar las dos dimensiones si no es meramente en el concepto.
Ya desde el siglo IV lo advertía San Agustín en el siempre sugestivo libro de las Confesiones: “Resulta claro y evidente que ni lo futuro ni lo pasado son, y no puede decirse con propiedad que los tiempos son tres: pasado, presente y futuro. Más propiamente debiera decirse que los tiempos son tres: presente de lo pasado, presente de lo presente y presente de lo futuro. En efecto, estos tres modos son, de algún modo, en el alma y no veo otra forma de comprenderlo: el presente de lo pasado es la memoria, el presente de lo presente, la atención, el presente de lo futuro, la expectación” (Libro XI, cap. 27).
No puede ser esta mera introducción el mejor lugar para dar respuesta a estas cuestiones que han calentado la cabeza de tantas personas en la ya larga trayectoria humana. Las colaboraciones que siguen, por encima de la dificultad teórica, tienen por objeto aportar elementos para una solución práctica y realista, útil, de la historia.
Pero no deja de llamar la atención que desde Utopía, que justamente se coloca del otro lado de la historia, nos veamos obligados a hacer hoy este tipo de cuestionamientos. Por el mero hecho de existir, Utopía ya está anunciando que hay mucha realidad que no cabe en la historia. Cada punto de la historia es una encrucijada en la que ninguna de las posibilidades a nuestro alcance está determinada a ser inevitable. Ni las fijaciones geográficas, ni las biográficas, ni las económicas, ni aún las dogmáticas son definitivamente tan cerradas para no dejar siempre algún margen a la sorpresa.
Con toda legitimidad nos preguntamos en las siguientes páginas por la utilidad de la historia en nuestro ahora. Modestamente, queremos seguir la fantasía de aquellos espíritus románticos que, desde la música y la poesía, lograron romper la férrea dictadura del clasicismo para abrir las puertas a otra estética diferente.
Fuente: revistautopía.org
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