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J. I. González Faus
Dicen los teólogos que Dios se revela a través de Su Palabra (el testimonio bíblico sobre Jesús) y de Su creación. Sobre la creación, lo único que pretende enseñar la Biblia es que todo es obra de Dios (y de ningún otro principio divino o diabólico); y que Dios crea “diciendo” (sin ninguna materia previa). Y más tarde, que Dios crea para acabar comunicándose a Sí mismo. El resto lo dice la creación por sí misma.
Pues bien: la ciencia ha ido descubriendo que la creación se lleva a cabo mediante un proceso de unión-creativa. Tras la primera dispersión inicial (big-bang), aparece una fuerza de atracción, lenta pero potente, que va produciendo uniones y unidades cada vez más serias: partículas que se convierten en átomos, en moléculas, en células, en organismos vivos…, hasta llegar a la atracción corporal y la atracción humana.
La unión ha ido generando así un proceso de crecimiento. Al constatar esto, Teilhard de Chardin intuyó que ese proceso había de estar provocado por una meta final, que él llama Omega, y que es a la vez “aglutinante y atrayente”. Y creyó constatar que todo lo que se da en los estadios superiores se encontraba ya, “de una manera oscuramente primordial”, en los estadios inferiores más primitivos. Y Teilhard pone este ejemplo: la gravedad es como una prefiguración del amor: la fuerza misteriosa e inexplicable de la gravedad, acaba siendo la fuerza unitiva y creadora del amor.
La evolución creadora progresa entonces según un doble “parámetro de complejidad-conciencia”: las cosas creadas son cada vez más complejas pero, con esa complejidad, aparece la posibilidad de la conciencia: la posibilidad de no ser sólo cosa inerte, sino sujeto (que sabe que es). Algo de eso se refleja en la casi infinita complejidad relacional de nuestro cerebro.
Luego volveremos a Teilhard. Ahora dejémonos empapar un momento por el milagro y la maravilla de la atracción humana. Es quizá la realidad más bella de la vida y la más sorprendente. Intentamos justificarla por las grandezas que descubrimos en el otro polo: que nos parece “una persona, maravillosa”, genial, etc. Pero me resulta más exacto a la inversa: es la misma dinámica atractiva de la evolución la que nos hace descubrir esos valores. Con lo cual, la atracción humana deja de ser ciega.
Aquí aparece otra maravilla sobre la que hemos reflexionado demasiado poco: la sonrisa. Tan elemental, tan fácil, tan agradable. Expresión de que la presencia del otro me es gratificante, y de una acogida mía que quisiera también ser grata para él. Pero con el aviso de cómo puede ser falsificada en las mil sonrisas falsas, que sólo buscan seducirnos o colocarnos un producto. El crecimiento en calidad implica también el crecimiento de las posibilidades de falsificación.
Así, con la entrada en escena del hombre, la gravedad convertida en atracción se complica mucho. Al llegar al estadio personal, la evolución deja de ser ciega, y pasa a ser pilotada por el ser humano, responsable ahora de ella. De modo parecido, la atracción humana se vuelve infinitamente más compleja: si se la reduce a la mera atracción corporal (como hace la cultura moderna) la atracción pierde fuerza: podrá ser reproductora pero ya no será creadora. Si, aunque no excluya la atracción corporal, la trasciende, la atracción mantiene su calidad pero las cosas tampoco resultan fáciles: porque hay que evitar que la atracción se convierta en dominio, en autoafirmación, en dependencia… y hasta en choque. Pero si, evitando esos obstáculos, la “gravedad creadora” consigue ir por el camino recto, entonces Teilhard profetiza que la humanidad camina hacia formas inéditas de socialismo en comunión y en libertad. Y escribe esto desde la pura ciencia, al margen de las realidades políticas de su hora histórica.
La visión de la historia ahí anunciada responde sencillamente a lo que han sido muchos sueños de la humanidad: evoquemos “la tierra sin males”, el paraíso comunista o el triple paso, genial y hegelianamente formulado por Marx: “masa-persona-comunión”… Y responde también al esbozo que traza el Nuevo Testamento de una progresiva conquista de libertades hasta concluir en el “Dios-todo-en-todas-las-cosas”.
Pero lo que interesa ahora no son las profecías históricas sino aprender una doble lección: a) el amor es una asombrosa fuerza unitiva y, por eso, creativa: la creación es un proceso inacabado de unión creadora. Y b) La desastrosa situación actual del planeta tierra plantea la pregunta (y nos lanza la llamada) de si estamos en un momento de unión creativa o de desintegración destructiva. La falsificación del amor, y la corrupción de la atracción en “búsqueda del máximo beneficio”, nos han llevado a un planeta poblado de armamentos atroces, sobreabundantes y destructores, y a una tierra gravemente enferma, a la que no sé si lograremos salvar: porque eso nos exige hoy esfuerzos ingentes y universales. Por lo que preferimos cegarnos esperando que “ya se encontrará alguna solución”.
No sé si esto deja a mis sucesores en este “mester de teología”, una pregunta hasta ahora inédita en esta disciplina tan “celestial”: cuál sería el significado teológico de una tierra destruida antes de tiempo… Yo prefiero terminar con el último paso del amor creativo, en el que la atracción ya no es hacia cuerpos, ni hacia personas, sino hacia Dios. Y la gravedad ha llegado hasta el Amor con mayúscula. Ahí culmina la unión creadora.
Fuente: Redes Cristianas
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