sábado, 11 de abril de 2020

La tumba vacía: sobre ausencias y presencias.


por Mireia Vidal i Quintero

Situada entre la crucifixión de Jesús y las apariciones a sus discípulos, la tumba vacía anuda el Jesús pre-pascual con el post-pascual. Ella provee el escenario en el que la fe de Jesús se transforma en la fe de la comunidad. En la narrativa evangélica, esta transformación se hace manifiesta a través del juego de ausencias y presencias en torno a la tumba vacía, en una paradoja que espolea a desligarse de una hermenéutica dependiente de la desnudez fáctica. Así, es la ausencia del cuerpo de Jesús la que niega la pérdida asociada a la muerte: «Ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar donde lo pusieron». En esta ausencia que hace presencia ha habitado la fe cristiana por siglos y siglos. Sin embargo, junto a ésta, existe otra paradoja. Del grupo de discípulos, las mujeres son las únicas presentes en la escena, pero su lamento por la muerte de Jesús, así como sus palabras de anuncio de la resurrección, se hallan ausentes en el texto, convirtiendo la tumba vacía en un espacio mudo, silente. También en esta ausencia que hace presencia se ha fundado por siglos y siglos la fe cristiana. Propongo en este texto acercarse al código cultural que se halla en el fondo de la paradoja.

Entierro y crucifixión

En el mundo antiguo, la muerte representa la vida. En la muerte, y en los ritos que la acompañan, la sociedad — sus estructuras, sus dinámicas, su orden simbólico — se hace presente. Así, en la Roma del cambio de era, las procesiones funerarias son momentos de exhibición y muestra del honor (dignitas) asociado al fallecido y su familia. No sorprende por tanto que tuvieran mucho en común con aquellas otras procesiones triunfales dedicadas al retorno del general victorioso que Hollywood inmortalizó — licencia artística incluida — a mediados de la centuria pasada. El honor del conquistador exitoso se evidenciaba en el botín de guerra que le acompañaba y en las multitudes que aguardaban su paso triunfal. El del fallecido lo hacía a través de la procesión de actores con máscaras mortuorias, cada una en representación de los más ilustres ancestros de la familia, que precedía al féretro, así como en la cantidad de dolientes que formaban parte del cortejo que lo seguía. Morir era por tanto un acontecimiento social, cuyo patrón se establecía según la vida del difunto. No es de extrañar por tanto que la cualidad de la muerte tomara gran importancia, y que existieran muertes nobles — como la de Sócrates — y muertes ignominiosas. En este contexto, ninguna muerte es más ignominiosa que la dispensada por crucifixión. Condena usual por traición o rebelión en el mundo romano, la crucifixión implica tanto una muerte física como una muerte social, pensada para evitar la cauterización de la herida abierta en el tejido social. Infligía el máximo sufrimiento físico posible, y a la vez despojaba progresivamente al reo de su dignidad y honor a través de la grotesca exposición de un cuerpo físicamente abusado en toda su brutalidad y vulnerabilidad. El deshonor no cesaba sin embargo con la muerte: la familia no recibía el cuerpo para su entierro, y la lamentación ritual — esto es, la exhibición pública del dolor — quedaba prohibida.

En el caso de Jesús, la ausencia de una tumba familiar así como de lamentación ritual son indicativas de una muerte deshonrosa. Pero mientras en el mundo romano la negación de sepultura era habitual, sobre todo en tiempos de guerra, no ocurría lo mismo en la práctica judía. Semaִִִhot 2.6, el tratado rabínico sobre la muerte y el duelo, prohíbe la lamentación pública del condenado por suspensión (de la que crucifixión es una forma), pero Mishná Sanedrín 6.6 añade que el cuerpo reciba sepultura en un lugar dispuesto para tal fin por el Sanedrín. La sepultura del fallecido es en el judaísmo helenístico y rabínico una cuestión prioritaria: Dt. 21:22-23 establece que un crucificado debe ser enterrado antes de la puesta del sol, y proveer entierro es uno de los deberes más sagrados del judío piadoso. En la narrativa evangélica, es José de Arimatea, miembro del Sanedrín, quien cumple estas funciones.

Este cuadro probablemente explica el extraño vacío documental que existe en torno a la tumba de Jesús, que no aparece claramente identificada hasta el siglo IV, cuando la emperatriz Helena visita Jerusalén. No es hasta entonces que el Santo Sepulcro y el Gólgota se convierten en lugares de culto de la fe cristiana. A la vista de la importancia que los cementerios tuvieron en el naciente cristianismo como lugares de reunión, la enigmática ausencia de la tumba de Jesús como lugar de culto contrasta con el enrome peso teológico e histórico que generaciones posteriores asignaron a la tradición de la tumba vacía (una cuestión que, de nuevo, contrasta con Pablo, quien no usa la tradición de la tumba vacía para argumentar en favor de la resurrección, por ejemplo). Sin embargo, el desconocimiento exacto de la localización de la tumba de Jesús encaja bien con la narración de los evangelios: las mujeres observan desde la vaguedad de la distancia, y en ningún momento se acercan a José de Arimatea, un dato como mínimo asonante si hay que pensar en éste como partícipe del movimiento de Jesús.

La ausencia de lamentación en la muerte de Jesús

Jesús no fue por tanto enterrado en una tumba familiar, sino que su enterramiento fue más bien expeditivo y carente de honor — una cuestión que el embellecimiento posterior de la tradición no soluciona: la tumba sin estrenar de la que habla Lucas es igualmente deshonrosa, dado que Jesús no descansa con sus ancestros. Algo parecido sucede con la presencia de las mujeres en la tumba. En el contexto romano, helénico y judío, las mujeres desempeñan un papel destacado en la celebración de los rituales funerarios, en particular en cuanto a la preparación del cuerpo para su sepultura y la lamentación de la muerte, todo un género en su propio derecho del que sin embargo nos han llegado escasos testimonios. El estudio de tales lamentos desde perspectivas literarias y etnográficas sugiere que el lamento favorecía las formas antifonales, con una voz femenina principal que llama a la audiencia a unirse a la lamentación. Combina ciertas temáticas fijas, como la identificación del muerto y las causas de su muerte, con la espontaneidad de la locución y la composición premeditada. En el contexto judío en particular, muy probablemente usaba formas y temas de los salmos de lamentación — cuyo tono musical, por cierto, coincide con el de música popular judía —, de forma parecida a como el Salmo 22 se halla presente en el relato de la Pasión de Marcos. Por otra parte, no sólo se cantaba y representaba en el momento del entierro, sino en las habituales visitas a la tumba durante el periodo de duelo — las visitas a los tres, nueve y trece días son especialmente importantes — y en ciertas fechas señaladas, como las dedicadas a los ancestros o en los aniversarios de la muerte del fallecido.

La descripción evangélica de las mujeres visitando la tumba de Jesús es una muestra de tales rituales. Sin embargo, viene mediada a través del filtro redacional de los evangelistas, por lo cual se invocan diferentes razones para la presencia de las mujeres. Para Marcos y Lucas, su cometido inicial es ungir el cuerpo con aceites aromáticos (esto es, la preparación ritual para la sepultura), pero cabe preguntarse en este caso qué necesidad hay de preparar un cuerpo que ya ha sido sepultado. Para Mateo y Juan, las mujeres visitan la tumba para “verla”, o están ya allí (María Magdalena). De forma igualmente llamativa, el lamento está ausente, aunque no el duelo (por ejemplo, las lágrimas de María Magdalena). En este sentido, la presencia de ungüentos y la ausencia de lamentos crean un espacio poroso en el interior de la tradición, que habla de una inicial elaboración de la memoria de Jesús vinculada a las mujeres en contexto funerario posteriormente recibida y elaborada múltiplemente por los evangelistas. Estos conservan la tradicional vinculación histórica entre rituales funerarios y mujeres, pero no la particular elaboración y forma, no las palabras, de las mujeres que siguieron que Jesús. Se trata esta última de una memoria que se elaboró en el marco de las visitas a la tumba de Jesús (más probablemente, el lugar de lamentación que está por ella), una ligazón que se manifiesta de forma muy probable en la mención de la resurrección de Jesús “al tercer día”, tal como recoge 1Corintios 15:4, el credo más antiguo del que disponemos pero en el que la aparición de Jesús a las mujeres ha desaparecido.

El extraño silencio de las mujeres en la tumba, de quienes se espera lamentación (Semahot prohíbe la lamentación ritual, esto es, la procesión pública acompañada del lamento — como la de Lázaro en el Evangelio de Juan —, pero difícilmente suprime el duelo que indica el reducido grupo de mujeres en la tumba), revela por lo tanto un punto de tensión en la tradición de la tumba vacía, confirmado por la ausencia de las mujeres como testigos de la resurrección en 1Corintios 15. Pero a la luz de lo expuesto aquí, es precisamente la ausencia de lamento, y la ausencia de las mujeres entre los testigos autorizados del credo de 1Corintios, la que habla más bien de su presencia, una presencia sin embargo más bien problemática — necesitada de un nuevo marco de sentido, quizá para deslindar la resurrección de Jesús de otro tipo de resurrecciones, habituales en la época, atribuidas a la necromancia de mujeres que visitan tumbas. Y, sin embargo, la memoria de la muerte de Jesús y su primera gestión se halla sin lugar a dudas conectada a prácticas femeninas. Es la disonancia del silencio la que descubre en realidad su lamento.

Como ocurre en los propios evangelios, que ofrecen cuatro versiones de la vida de Jesús, también la tradición de la tumba vacía alberga una pluralidad de memorias, que desde un punto de vista exterior toma la apariencia de un sólido bloque narrativo, uno de los puntales de la tradición cristiana. Sin embargo, su solidez no proviene del relato rectilíneo, sino precisamente de su capacidad de generar paradojas y encuentros, de estar habitada por multitud de memorias y cuerpos, todos ellos albergados en los repliegues y rugosidades de sus comisuras. Así es como podemos decir: «No está aquí, ha resucitado: mirad el espacio donde lo pusieron».

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