sábado, 3 de marzo de 2018

"Marx nunca fue padre de la Teología de la Liberación".

Dibujo de OmbúDibujo de Ombú
ALEJANDRO FERRARI

Muchos, sobre todo los más jóvenes, ignoran casi todo sobre una teología muy polémica que generó muchos malentendidos en América Latina.

Muchos creyeron, con terror, que la Iglesia Católica se estaba llenando de comunistas, o que algunos curas locos estaban abrazando ideas sospechosas. El movimiento se llamó Teología de la Liberación y reunió a varias vertientes católicas y protestantes. Comenzó a consolidarse a fines de los años 60 y tuvo, entre sus fundadores, al teólogo y sacerdote brasileño Leonardo Boff, que estuvo de paso por Montevideo.

Hombre de andar lento pero firme, se despliega con perspicacia. Apenas comienza un interrogante se intuye que el entrevistado ya conoce la pregunta y espera su turno con calma. Tiene una mirada reconciliada no exenta de autocrítica sobre el pasado que le tocó batallar. Porque cuestiones teológicas que podrían parecer discusiones bizantinas o fantásticas adquirieron en América Latina una novedad y una relevancia que hoy, al menos entre los jóvenes, parece olvidada.

A 50 años de estos hechos, y sin la ceguera que impuso la bipolaridad de la Guerra Fría, Boff discute algunos mitos y aclara otros sobre lo que muchos consideraron, aun hablando bajito, un pensamiento teológico original.

SABIDURÍA DEL POBRE.

—¿Cómo entiende la Teología de la Liberación desde el presente?

—Ahora veo más claro los contextos donde nace. La juventud hablaba de liberación en Francia, en Estados Unidos y en América Latina. Todo esto contaminó también a los grupos de iglesia que estaban interesados en cambios sociales, porque los niveles de pobreza y de explotación eran muy visibles. Entonces, a fines de los años 60 va surgiendo un pensamiento cuyo punto de arranque fue el peruano Gustavo Gutiérrez, cuando estaba en Brasil estudiando el golpe militar del 64, y ahí se encontró con Hélder Câmara, quien decía que el desarrollo de América Latina es el desarrollo del subdesarrollo, y que teníamos que sustituir desarrollo por liberación. Analizando el desarrollo como proceso de opresión de las clases obreras por las clases dominantes emergió la palabra liberación, que ya estaba en la cultura y que se transformó en un discurso teológico.

—¿Cómo entraron en la reflexión la pobreza y la explotación?

—Lo primero fue la sensibilidad ante las cuestiones sociales. La pregunta era cómo desde la fe cristiana se puede ayudar al pueblo oprimido, que era primeramente obrero, después entraron los negros, los indígenas, las mujeres, todo ese mundo del sufrimiento. Cómo la fe cristiana puede ayudar para que ellos se hagan sujetos y protagonistas de su liberación. No es que la Iglesia, como siempre ha hecho, vaya al pobre y haga asistencialismo, paternalismo, ayuda. Aquí es al revés. Nos abrimos al pobre, lo consideramos sujeto real y podemos aprender de él, porque decir que el pobre es ignorante es ser ignorante. El pobre sabe mucho. Pero tenemos que reforzar lo que él tiene dentro. Si él se articula con otros pobres, organiza movimientos, puede empezar un camino que llamamos de liberación. Y ahí entra la fe cristiana. La fe puede tener varios usos, un uso de resignación, decir que es voluntad de Dios la pobreza y la riqueza. Aquí no. La religión es una protesta contra esa situación que Dios no quiere y cómo desde la fe cristiana sus comunidades pueden organizarse para crear movimientos que se liberen.

—¿Cuáles fueron los primeros pasos?

—Fue surgiendo en distintos lugares de América Latina. Aquí en Uruguay con Juan Luis Segundo, con Hugo Assman en Bolivia. Pero el primero que lo elaboró teóricamente fue Gutiérrez en 1971. Y yo, que no lo había conocido todavía ni a él ni a Segundo, publiqué mi Jesús Cristo libertador en 1972. Desde la práctica de Jesús, de la opción por los pobres, de crítica a la riqueza y a los ricos y del "felices los pobres", el libro fue la tentativa de elaborar una visión de Cristo que se compromete y cuya muerte no es voluntad del Padre sino consecuencia de una práctica que creó un conflicto doble: con la religión legalista de ese tiempo y con las fuerzas de ocupación; y que murió en ese contexto, un contexto de compromiso y liberación.

—Este nacimiento ¿cómo se fue articulando con ese movimiento mayor?

—Antes de la reflexión había grupos de cristianos que estaban articulados, apoyados por Hélder Câmara, por Paulo Freire con su pedagogía, que ya actuaban como cristianos trabajando en las periferias, organizando grupos, alfabetizándolos y comunicando que tienen que ser ellos protagonistas de su vida y su liberación. A partir de lo que existía de práctica hemos iniciado la reflexión. No al revés. Muchos ya militaban en grupos de izquierda, partidos, movimientos, y varios obispos proféticos como Câmara, como el cardenal Evaristo Arns, daban una cobertura ideológica, eclesial, de autoridad, para que no fueran perseguidos por la policía política, porque el argumento era: todos los que hablan de la transformación de la sociedad son marxistas y por eso son enemigos del Estado y hay que perseguirlos. Y la Teología de la Liberación apareció —en la lectura de ellos— como un Caballo de Troya por el que el marxismo iba a penetrar en América Latina. Marx nunca fue padre ni padrino de la Teología de la Liberación. Pero en el contexto de la Guerra Fría se permitía esa lectura, de ahí la vigilancia y persecución de esta teología.

—Esta vigilancia y persecución en algún momento provocó un resquebrajamiento en el interior mismo de la Iglesia. Usted fue silenciado. ¿No había también una necesidad de liberación hacia adentro de la Iglesia?

—Inicialmente no era hacia adentro de la Iglesia. Yo fui el primero que lo intentó hacia adentro. Pero al comienzo fue una teología bastante pacífica porque tenía la cobertura de la Iglesia oficial, los obispos, pero simultáneamente estaban los obispos conservadores y, por supuesto, los militares. Roma aceptó el discurso de ellos. Como eran épocas de Guerra Fría, con la vieja Europa alarmada con el fenómeno del marxismo, veían un riesgo. Entonces nos perseguían, nos vigilaban. Muchos fueron apresados, interrogados, torturados. Incluso el secretario de Hélder Câmara fue muerto. Yo fui el primero que lanzó la pregunta: la Iglesia no puede simplemente exigir liberación a la sociedad, ella misma tiene que ser un espacio de libertad y liberación. Pero no lo es porque los laicos no tienen lugar en la Iglesia, las mujeres son invisibles y hay una concentración extrema de poder. Eso a la luz del Evangelio, de lo que entendemos hoy por democracia y participación. La Iglesia también tiene que ser liberada.

—¿Cuál era el lugar de los cristianos en esa época de efervescencia y de contradicción?

—En Brasil, una gran parte de la pastoral católica universitaria creó a comienzos de los 60 la Acción popular, un movimiento político de izquierda donde muchos fueron a la lucha armada, y luego perseguidos, presos, exiliados. Y otros grupos similares. Había conciencia de que esa opresión era sistémica, que no era algo meramente pacifico e histórico sino producido por un sistema económico que explotaba a las personas, el capitalismo. Que había que optar. Pero nosotros siempre olvidábamos el contexto más grande, el de la Guerra Fría, y el de la represión sistemática a todos los que no se alineaban a esto. Éramos perseguidos al interior de la Iglesia por los conservadores y al exterior por los militares o la derecha. Todos lo hacían con buena voluntad. Yo incluso discutía con el cardenal Ratzinger que decía: nosotros lo hacemos para defender al pueblo porque si entra el marxismo ateo se acaba el cristianismo, la Iglesia y ustedes van todos a prisión. Era lo que fascinaba a los europeos: el miedo. Nosotros no, el enemigo concreto que teníamos era el capitalismo real. Hubo incomprensión, y de nuestra parte ingenuidad.

—¿Cómo se despierta de esa ingenuidad?

—Lento nos fuimos dando cuenta. En Brasil fueron los primeros, quizás. Entraron en la guerrilla pero no lucharon con armas. Pero en Perú, Colombia, América Central fue mayor la participación de cristianos en luchas armadas. Hoy hay que hacer una fuerte crítica a todo esto. Pero una cosa sí conseguimos: elevar la conciencia del pueblo, de que la pobreza no es natural ni querida por Dios sino producida por un sistema que vive de la explotación del trabajo, de las personas, de la naturaleza. En eso ayudó mucho Paulo Freire. Él fue uno de los fundadores de la Teología de la Liberación con su pedagogía del oprimido. No es la pedagogía para el oprimido, es cómo el oprimido se da cuenta de su opresión, cómo vomita al opresor para no imitarlo.

BERGOGLIO PERONISTA.

—¿Qué pasó en Argentina? ¿Dónde hunde sus raíces el pensamiento del actual Papa Bergoglio?

—Bergoglio es una vocación adulta, era químico antes, entró en el Seminario y Juan Carlos Scannone fue su profesor en San Miguel. Scannone, que es amigo mío, trabajó la teología del pueblo oprimido y de la cultura silenciada y me confesó que cuando Bergoglio escuchó esa teología, se entusiasmó enormemente e hizo un voto de una vez a la semana visitar una villa miseria y luchar por ese tipo de teología. Todos ellos estaban muy ligados al peronismo, incluso Bergoglio lo confesó. Me lo contó la presidenta Dilma, quien se hizo muy amiga del Papa. Bergoglio viene de ese caldo cultural eclesial de la vertiente argentina de la Teología de la Liberación, mezclada con elementos del peronismo, de justicia social. En Brasil el énfasis estaba más en lo económico y lo político, en Perú entró la dimensión de la cultura y de lo indígena, en Colombia el enfrentamiento militar, en América Central el enfrentamiento a la dictadura y la represión. En cada país la Teología de la Liberación ha tenido sus acentos.

—¿Cuáles son las cuestiones actuales que un teólogo tiene como piedra en el zapato?

—Ya a fines de los ochenta dije que tenemos que insertar al gran pobre, que es el de la tierra explotada, y empecé a hacer una ecoteología de la liberación que coincidió con la creación en la ONU de un pequeño grupo que redactó la "Carta de la tierra, principios y valores para salvar la Casa común". Ahí comencé a trabajar la cuestión de la ecología y me di cuenta que la cuestión central no eran las religiones ni las iglesias sino cómo ellas pueden ayudar a salvar la tierra y garantizar las bases de su sustento. Cuando Bergoglio fue nombrado Papa inmediatamente le escribí una carta diciéndole que no se ocupara tanto de la Curia y de la Iglesia sino de cómo pueden ayudar a salvar la crisis ecológica y superar el riesgo que vivimos. Y él lo tomó en serio. Yo he colaborado con algunos textos. El futuro del sistema vida, del sistema tierra, no está garantizado: por el calentamiento global, por la escasez mundial del agua, por el desequilibrio del sistema que se ve por los eventos extremos. Eso hay que pensarlo teológicamente. Cómo se despierta una conciencia de responsabilidad para salvar esa herencia sagrada. Y cómo, en el proceso de globalización que está aplastando y homogeneizando a las culturas, preservar a las identidades y hacer que la Iglesia se encarne en esas culturas.

—¿Y la cuestión de género, el lugar de la mujer en la Iglesia?

—Es un tema siempre abierto. Vivimos bajo la cultura patriarcal. Las mujeres me han ayudado mucho a entender el tema. La Iglesia católica no tiene sensibilidad para esto. Todas las iglesias, incluso los judíos, abrieron a las mujeres el lugar para ser rabinas, pastoras. La Iglesia católica no, absolutamente. Este Papa prometió abrir algo pero hasta ahora no ha hecho nada. Es un tema de justicia. Abrir espacio para que la condición de lo femenino tenga su expresión y colabore teológicamente para dar otra visión de Dios, de una madre paternal o de un padre maternal.

—Usted se ha consagrado a la teología, ha publicado decenas de libros, ha sido premiado. ¿Cómo percibe este largo camino?

—Mi familia fue de las primeras que entraron a la región de Concordia, en Santa Catarina, viniendo desde Rio Grande do Sul. No había carreteras. Allí se abría la primera carretera y había un camión que pasaba. Para mí el olor más simpático que existía era el olor del combustible. Viendo ese camión enorme yo decía que quería manejarlo alguna vez. Mi vocación era ser camionero. Era la ilusión de un niño que viene de lo profundo de la selva, que llega de la Edad de Piedra y ve el mundo moderno. Cuando Norberto Bobbio me dio el doctorado honoris causa en política —para irritar a Roma—, en el discurso que pronuncié dije: "Yo vengo del interior de esa era primitiva y lentamente fui ascendiendo, aprendiendo a leer, a escribir, hasta llegar a la Universidad y ahora en esta gran Universidad, en un largo camino que es el camino de la humanidad para seguir ascendiendo en una línea de humanización y liberación".

Obsequioso silencio.

Durante el juicio doctrinal que se desarrolló en Roma y terminó condenando a Boff en 1984 a un "obsequioso silencio", el brasileño estuvo sentado en la misma silla donde 350 años antes estuvo Galileo Galilei acusado por un tribunal inquisidor.

—¿Cómo evoca aquel proceso?

—Lo curioso es que quien me juzgó, el cardenal Joseph Ratzinger que después fue Benedicto XVI, había sido mi profesor y era amigo. Con mucha incomodidad, porque intercambiábamos bastante, él mismo publicó mi tesis doctoral. Pero cuando de simple teólogo lo convirtieron en cardenal y lo llevaron a Roma, cambió totalmente. Era un teólogo progresista, abierto y ahí se cerró, entró en la lógica del poder, de obedecer estrictamente al Papa. Y empezó la represión sistemática. Bajo Ratzinger fueron condenados 114 teólogos de toda la Iglesia.

—Aquello iba más allá de Leonardo Boff.

—Cuando fui juzgado el presidente de la Conferencia Episcopal Brasileña, Ivo Lorscheider, me llamó a Brasilia: "Lo que se hace contra ti es contra nosotros, como no pueden atacarnos directamente, lo hacen con uno de nuestros asesores principales. Acá hay un problema político". Roma quería condenar a las comunidades de base como grupos políticos y no eclesiales. Me interesaba salvar ese tipo de Iglesia. Lorscheider junto al cardenal Arns fueron a Roma a testimoniar: "Si esa teología tiene errores vamos a corregirla. Le hace bien a nuestro pueblo" dijeron. Exigieron participar del diálogo. Ratzinger se puso furioso y les dijo que no. Arns fue a hablar con el papa Juan Pablo II y surgió una solución "católica": la mitad del tiempo Ratzinger me interrogó solo y la otra ellos pudieron participar. Allí Ratzinger temblaba como niño.

Fuente: elpais.uy

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