sábado, 16 de febrero de 2019

La ancianidad.


Jaime Richart, Antropólogo y jurista

Según parece, después de Japón España es el país con la tasa más alta de esperanza de vida. Dato que paradójicamente está empezando a dar problemas a los depredadores del marco neoliberal y especialmente a los de la sociedad española. El incremento de ancianos longevos en este país alarma a los necios del sistema. Me refiero a los economistas y políticos adictos al régimen económico existente que, por eso mismo, por ser adictos, son incapaces de considerar las cosas desde otros puntos de vista; estrábicos o miopes que quieren ignorar enfoques que, aun dentro del sistema mismo, pueden aportar soluciones a ese problema artificialmente generado. Por ejemplo, la reforma fiscal profunda para un más justo reparto de lo que se produce, sin necesidad de recurrir al socialismo real.

Socialismo en el que muchos despiertos y aun acomodados pensamos cuando se hace patente la obstinación de los dirigentes políticos, bancarios y financieros en favorecer a las clases ya opulentas y acomodadas, en detrimento grave de los derechos de las clases populares.

Pero es que su deformación y su falta de imaginación llegan tan lejos que, en lugar de buscar la solución en políticas sociales radicales prefieren inducir al suicidio a la población anciana. Y no se crea que no ha de hacer estragos esa actitud política antihumanista, en mentes ya débiles como débil está ya su cuerpo… Es más, habría que indagar cuántos suicidios de ancianos no obedecen a esa causa. Pues bien, pese a ser una bajeza moral cercana a los métodos que se atribuye al nazismo, se extiende desde Europa hasta Japón. El ministro de economía nipón no hace mucho hizo un llamamiento en ese sentido a la población de su país: que los ancianos deben morir cuanto antes ¡para salvar la economía!. Y hay que tener presente que el suicidio en aquel país es más frecuente de lo que es en occidente por unos u otros motivos. Pero Europa tampoco se ha librado de la abominación. Más o menos el mismo llamado hizo la directora del Fondo Monetario Internacional, que es francesa, y la sede del organismo está en Europa.

El caso es que, pese a quien pese, España alberga una enorme nómina de longevos que debiera enorgullecernos cuando en numerosos países del orbe no se alcanza la cincuentena. Pero está visto que alcanzar los 80 años ha dejado de ser un honor. O sigue siéndolo, pero ultrajado por esos y esas que maldicen la ancianidad por lo que sea, sin pensar que también ellos y ellas desean llegar a viejos aunque no lo merecen y sí en cambio por malnacidos merecen el infierno de los injustos…

Yo soy anciano. Tengo 80 años. Y puedo atestiguar que la ancianidad es un privilegio doble que vale la pena vivirse y que, naturalmente, no se puede disfrutar sin llegar a ellos. Porque pese a la alta esperanza de vida entre nosotros, el hecho de llegar a la vejez por sí solo lo es. Y porque a condición de no tener muy quebrantada la salud, lo primero que descubre el anciano es que poco a poco ha ido desapareciendo en él la idea angustiosa de la muerte que le ha asaltado a lo largo de su vida por cualquier motivo, en la medida que ha ido perdiendo la capacidad de asombro. Es más, el anciano termina encariñado con la idea de la muerte. Pues en ella ve una liberación de las tribulaciones de la vida: aun la más grata. Y por otro lado, ha cedido ya el deseo, tanto de lo material como de lo inmaterial. Al menos el deseo de lo que razonablemente no es deseable bien porque es imposible conseguirlo, bien porque es absolutamente enfermizo. (La ambición desmedida de poder y la codicia que en otro caso atacan a algunos ancianos generalmente varones, en lugar de hacerles más placentera la vida se la hace más insoportable que al anciano común).

Así es que, desaparecidos el miedo a la muerte y el deseo causante de sinsabores y desgracias, ya está el anciano en condiciones de encontrarse con dos valores inestimables: la esperanza y la confianza. La esperanza en una vida ultraterrena cuya forma y naturaleza no vale la pena esforzarse inútilmente en descifrar pero en todo caso feliz, y, en otro caso, la confianza en la nada en cuyo caso nada tiene uno que perder. Esas dos alternativas disipan en el anciano la angustia de la muerte y la incertidumbre del después, potenciadas por algunas religiones, unas veces, por el nihilismo que lleva al espanto ante el vacío, otras, por la ignorancia del saber a medias, otras, o por la “ignorancia” extraña, en fin, que encierra el mucho saber: cuatro generadores de pavor y de angustia, mil veces más perturbadores para el espíritu que la ignorancia absoluta del ser vivo que no ha sido todavía amaestrado…

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