Carlos F. Barberá
En febrero de 1984, con motivo de su 80 cumpleaños, se celebró en Friburgo de Brisgovia, su ciudad natal, un congreso de homenaje a Karl Rahner. Ante un auditorio de más de mil personas, Rahner tuvo una lección final titulada “Experiencias de un teólogo católico”.
Contra lo que acaso podría esperarse, el ponente no aportó sucesos, vivencias ni relaciones que podrían formar parte de una biografía sino experiencias teológicas. La primera de ellas hablaba de la inefabilidad de Dios. “Obviamente no podemos callar acerca de Dios porque eso sólo puede hacerse, sólo puede hacerse realmente, cuando se ha hablado primero. Pero en este hablar olvidamos, en la mayoría de los casos, que semejante predicación se puede formular tan sólo en forma legítima acerca de Dios cuando constantemente la retiramos a la vez, cuando mantenemos la inquietante suspensión entre el “sí” y el “no” como el verdadero y único punto firme de nuestro conocimiento y de esta manera dejamos siempre que nuestros enunciados caigan en la silenciosa inefabilidad de Dios”.
Alguna vez ha señalado Metz que el lema de nuestro tiempo es “religión sí, Dios no” y ciertamente sólo hay que mirar alrededor para comprobarlo: de la religión se habla, se discute, Dios es el eterno ausente. Y sin embargo tenemos que hablar de Dios. Parece claro que el tiempo de las teologías negativas o de la muerte de Dios ha pasado ya. Naturalmente, de Dios tenemos que hablar los creyentes pero cada vez percibimos con más fuerza la precariedad de nuestra afirmaciones y lo inefable del misterio a que nos referimos. No es fácil salir de ese dilema y el texto de Rahner, impecable en su formulación, nos indica una ruta pero no nos abre caminos prácticos.
Se podría decir que el lenguaje que más se adapta a esa situación es el lenguaje poético. La verdadera poesía ensarta palabras, construye oraciones pero sobre todo sugiere. Formula pero sobre todo señala, alude a algo que va más allá de lo expresado.
En esa cumbre de la poesía religiosa que es la de San Juan de la Cruz, sorprende que apenas alguna vez aparezca la palabra Dios. Y sin embargo, bajo imágenes, metáforas, alusiones es claramente de Dios de quien se habla.
Pensando en estas cosas, me venía a la cabeza que las películas religiosas de no hace tantos años se llamaban El milagro de Fátima o La canción de Bernadette. Recuerdo ahora dos películas cercanas de contenido religioso: una es El árbol de la vida, la otra La vida de Pi. En la última se pronuncia –sólo de pasada- la palabra Dios., en la primera ni siquiera eso pero no cabe duda alguna de que es El a quien se alude permanentemente. Aunque no falten, sin duda alguna, quienes las interpreten únicamente como un hermoso poema, como una prodigiosa aventura. El que tenga oídos para oír…
Pero dicho esto ¿qué decirnos a nosotros mismos, que no somos poetas ni artistas? Hubo un tiempo en que justificábamos nuestro silencio por el mucho y mal uso de Su nombre. El que se hubiese tomado tanto el nombre de Dios en vano ofrecía una coartada a nuestra mudez, ocultando acaso que teníamos poco que decir. Pero ya formulaba al comienzo mi convicción de que ese tiempo ha pasado. Sin embargo para no volver a caer en lo rechazado hay que afirmar también que nuestro hablar de Dios ha de basarse en una experiencia. Lo deja bien claro el fraile carmelita cuando afirma que dio a la caza alcance o cuando relata que se quedó en un no saber sabiendo, toda ciencia trascendiendo.
Cada vez más se está reivindicando una teología narrativa, una teología que se base en relatos. De igual modo el lenguaje sobre Dios ha de basarse en relatos. Dicho de otro modo: sólo los místicos, los que han tenido una experiencia, pueden hablar de Dios; pero ya es un tópico citar la frase de Rahner, para quien el cristiano del siglo XXI será un místico o no será. Así pues, la necesidad de hablar de Dios nos remite a le necesidad de experimentarlo. “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, os lo anunciamos para que nuestro gozo sea completo”.
En febrero de 1984, con motivo de su 80 cumpleaños, se celebró en Friburgo de Brisgovia, su ciudad natal, un congreso de homenaje a Karl Rahner. Ante un auditorio de más de mil personas, Rahner tuvo una lección final titulada “Experiencias de un teólogo católico”.
Contra lo que acaso podría esperarse, el ponente no aportó sucesos, vivencias ni relaciones que podrían formar parte de una biografía sino experiencias teológicas. La primera de ellas hablaba de la inefabilidad de Dios. “Obviamente no podemos callar acerca de Dios porque eso sólo puede hacerse, sólo puede hacerse realmente, cuando se ha hablado primero. Pero en este hablar olvidamos, en la mayoría de los casos, que semejante predicación se puede formular tan sólo en forma legítima acerca de Dios cuando constantemente la retiramos a la vez, cuando mantenemos la inquietante suspensión entre el “sí” y el “no” como el verdadero y único punto firme de nuestro conocimiento y de esta manera dejamos siempre que nuestros enunciados caigan en la silenciosa inefabilidad de Dios”.
Alguna vez ha señalado Metz que el lema de nuestro tiempo es “religión sí, Dios no” y ciertamente sólo hay que mirar alrededor para comprobarlo: de la religión se habla, se discute, Dios es el eterno ausente. Y sin embargo tenemos que hablar de Dios. Parece claro que el tiempo de las teologías negativas o de la muerte de Dios ha pasado ya. Naturalmente, de Dios tenemos que hablar los creyentes pero cada vez percibimos con más fuerza la precariedad de nuestra afirmaciones y lo inefable del misterio a que nos referimos. No es fácil salir de ese dilema y el texto de Rahner, impecable en su formulación, nos indica una ruta pero no nos abre caminos prácticos.
Se podría decir que el lenguaje que más se adapta a esa situación es el lenguaje poético. La verdadera poesía ensarta palabras, construye oraciones pero sobre todo sugiere. Formula pero sobre todo señala, alude a algo que va más allá de lo expresado.
En esa cumbre de la poesía religiosa que es la de San Juan de la Cruz, sorprende que apenas alguna vez aparezca la palabra Dios. Y sin embargo, bajo imágenes, metáforas, alusiones es claramente de Dios de quien se habla.
Pensando en estas cosas, me venía a la cabeza que las películas religiosas de no hace tantos años se llamaban El milagro de Fátima o La canción de Bernadette. Recuerdo ahora dos películas cercanas de contenido religioso: una es El árbol de la vida, la otra La vida de Pi. En la última se pronuncia –sólo de pasada- la palabra Dios., en la primera ni siquiera eso pero no cabe duda alguna de que es El a quien se alude permanentemente. Aunque no falten, sin duda alguna, quienes las interpreten únicamente como un hermoso poema, como una prodigiosa aventura. El que tenga oídos para oír…
Pero dicho esto ¿qué decirnos a nosotros mismos, que no somos poetas ni artistas? Hubo un tiempo en que justificábamos nuestro silencio por el mucho y mal uso de Su nombre. El que se hubiese tomado tanto el nombre de Dios en vano ofrecía una coartada a nuestra mudez, ocultando acaso que teníamos poco que decir. Pero ya formulaba al comienzo mi convicción de que ese tiempo ha pasado. Sin embargo para no volver a caer en lo rechazado hay que afirmar también que nuestro hablar de Dios ha de basarse en una experiencia. Lo deja bien claro el fraile carmelita cuando afirma que dio a la caza alcance o cuando relata que se quedó en un no saber sabiendo, toda ciencia trascendiendo.
Cada vez más se está reivindicando una teología narrativa, una teología que se base en relatos. De igual modo el lenguaje sobre Dios ha de basarse en relatos. Dicho de otro modo: sólo los místicos, los que han tenido una experiencia, pueden hablar de Dios; pero ya es un tópico citar la frase de Rahner, para quien el cristiano del siglo XXI será un místico o no será. Así pues, la necesidad de hablar de Dios nos remite a le necesidad de experimentarlo. “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, os lo anunciamos para que nuestro gozo sea completo”.
Fuente: Atrio
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