lunes, 15 de agosto de 2016

Veinte años de lucha contra el libre comercio en América Latina.


 

Algunas reflexiones para las nuevas campañas

"Si algo nos ha permitido la globalización es poder reconocer al capital en toda su crudeza: como una relación social global de explotación y dominación. Queda en las organizaciones sociales, así como en la academia, pensar las alternativas desde este novedoso contexto global, poniendo en el centro del análisis los peligros que el libre comercio puede significar para la vida humana y el medio ambiente, pero sin oponer a éste la idea de que cerrando las fronteras comerciales nos podemos salvar como Estado-nación individual."


Por Luciana Ghiotto


En 1989 se firmó el primer tratado de libre comercio (TLC) del continente americano entre EEUU y Canadá. Desde entonces hemos sido testigos del avance de la agenda de liberalización comercial, en una época marcada por el desplome de la Unión Soviética, la victoria del “pensamiento único” y los múltiples fines: de la historia, de la lucha de clases, de las ideologías, etc. Este contexto de derrota se presentaba como absoluto y definitivo. Sin embargo, de un modo antagonista a estas prácticas y discursos, se hicieron visibles diversas organizaciones sociales de las Américas que instalaron la idea de que el libre comercio era antagonista a la construcción de una sociedad más igualitaria, y que por ello debía ser discutido y enfrentado. Estas organizaciones también reinstalaron el debate acerca de las alternativas políticas: la construcción de prácticas de unser-otro, tal como lo hicieron los zapatistas, pero ahora en el contexto de la “cuarta guerra mundial”.


Hay un acuerdo general de que esta nueva historia la comenzaron los zapatistas. Pero también es cierto que a partir de allí, ya a fines de los años noventa, fue la generalidad de la organización social (campesinos, indígenas, sindicatos, organizaciones ambientalistas, feministas, movimientos territoriales urbanos, piqueteros, entre tantos otros), la que identificó a los TLC como uno de los ejes de la reorganización capitalista contemporánea. Cada organización desde su agenda, orientada por el anti-neoliberalismo, o el bolivarianismo, o el neo-desarrollismo, o el autonomismo, logró introducir el proyecto ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas) entre las prioridades de su activismo político. En este sentido, en 1997 nació la Alianza Social Continental (ASC) como un espacio de articulación frente a la desorganización y desesperanza que significaba la derrota de los años noventa. La ASC dio sus frutos: entre 1998 y 2005, se convirtió en un espacio de referencia continental y global de lucha contra el libre comercio. En ese marco, los Encuentro Hemisféricos contra el ALCA que se realizaban anualmente en La Habana se convirtieron en un epicentro de constitución de estrategia política continental. Pero lo que articulaba era el rechazo: el No al ALCA se puso por encima de las especificidades temáticas y cosmovisiones políticas de las organizaciones. Luego del 2005, lo que el espanto al ALCA había unido, fue desunido por los posicionamientos frente a los gobiernos progresistas y por la priorización de las agendas sectoriales. Así, lo que primó fue la desarticulación y la ASC fue lentamente perdiendo su peso político y representatividad.


Exploremos qué sucedió. Resultaba bastante simple identificar al ALCA como el “imperialismo yanqui”, como aquello que no se quiere bajo ningún concepto: 34 países negociando bajo la órbita de la Organización de Estados Americanos (OEA), con el objetivo de generar un mercado abierto para los productos norteamericanos. El ALCA implicaba armar un área de libre comercio desde Alaska hasta Tierra del Fuego, lo cual beneficiaba esencialmente a las corporaciones norteamericanas con posibilidad de exportar capital y de relocalizar parte de su producción hacia economías con mano de obra más barata que la de EEUU. Sin embargo, el escenario de las negociaciones del ALCA no es el mismo que hoy existe en el continente. Esto no quiere decir que EEUU haya perdido su gravitación. El proyecto del Acuerdo Transpacífico (TPP) lo demuestra, donde este país compite con China por liderar la región Pacífico. Los movimientos ubicados en los países que firmaron este tratado (Chile, Perú, México, Canadá y EEUU) han identificado al TPP como una suerte de nuevo “gran monstruo”, por la crudeza de algunas de sus cláusulas, especialmente en la exigencia de “coherencia regulatoria”, inversiones y propiedad intelectual. Además, la vocación de sus impulsores podría ser la de intentar expandir el alcance de esas cláusulas a nuevos acuerdos comerciales que se firmen en la región.


El TPP entra por el lado Pacífico, especialmente vía el bloque de la Alianza del Pacífico. Por el lado Atlántico el tema se vuelve más complejo. Allí está Mercosur, que hasta hace poco sostenía una agenda más orientada a la industria local y al fortalecimiento de la “burguesía nacional” con eje en el sector automotriz, y presentándose como una región más anti-norteamericana. No obstante, desde 2012, Brasil, de la mano de sus grupos económicos “nacionales”, empezó a apurar la firma de un tratado con la Unión Europea, y el nuevo gobierno en Argentina le permite ahora avanzar en ese sentido (apoyado también por Uruguay y Paraguay). Las negociaciones entre los bloques del Mercosur y la UE se desarrollaron a la par que el ALCA, pero tuvieron menos marketing que aquel. Con la UE aparece otro actor sobre el escenario. Aquí hay que abrir un paréntesis. Mientras que el bloque de la Alianza del Pacífico es usualmente identificado con los intereses norteamericanos, también se trata de países que firmaron hace varios años Acuerdos de Asociación con la UE.


En un tercer plano, los países bolivarianos del ALBA hasta ahora se resistían a la firma de algún TLC. Sin embargo, la caída del precio de las commodities ha apurado nuevas definiciones más claramente pragmáticas. Hace dos años Ecuador adhirió al Acuerdo de Asociación[1]con la UE que ya habían firmado Colombia y Perú (adhesión aún no ratificada por la Asamblea Nacional). Sin embargo, el discurso del propio Rafael Correa sigue sosteniendo que lo que se firmó con la UE “no es un TLC”.


¿Y China? Claramente, otro actor que aparece sobre el escenario, este más novedoso e interesante porque cruza a varios de los países que clasificamos en grupos en los párrafos anteriores. Desde 2012 China ha desplegado una estrategia de inserción de sus empresas estatales en el continente americano, especialmente vía contratos con los Estados en sectores extractivos y de infraestructura, pero también con Inversión Extranjera Directa en la industria automotriz y de telecomunicaciones, entre otros. También el gobierno chino ha sido el salvataje de última instancia para los países atados al vaivén del precio de las commodities, como Venezuela y Ecuador con el petróleo, o Brasil y Argentina con el poroto de soja. En su interés en América Latina, China lleva firmados TLC con Chile y con Perú, y hoy Argentina también se incluye en la lista de los interesados.


Esta descripción del escenario reciente muestra que la firma de TLC no es sólo una estrategia norteamericana. También lo es de la Unión Europea, de China, de Japón, y de todas las grandes o medianas potencias. De hecho, diferentes países de la región (Perú, Chile, México, Colombia) ya tienen TLC con estos otros países o bloques. En realidad, el impulso de los TLC responde a los nuevos modos de internacionalización del capital y a la división internacional del trabajo estructurada a partir de la constitución de las empresas-red, es decir, de las corporaciones transnacionales. Todas las empresas de los países más industrializados compiten entre sí y deben garantizarse bajos costos de producción y mercados para el consumo de sus productos. Se trata de producir barato y vender, o morir, es decir, quebrar como capitalista individual. EEUU impulsa tratados en tanto modo de garantizar las mejores condiciones para la competencia de “sus” empresas, así como lo hacen los otros Estados. Todos los Estados, así sean grandes, medianos o incluso si se trata de pequeñas economías, se ven beneficiados por el hecho de que a sus empresas les vaya bien, ya que con eso se garantizan la entrada de dinero vía pago de impuestos, la generación de empleo, y con ello, la gobernabilidad interna. Por eso, la experiencia de los últimos cuarenta años nos permite dejar de identificar a “los malos” del libre comercio detrás de una u otra bandera: con el libre comercio las empresas más poderosas compiten entre sí y garantizan su ganancia.


Volver a poner sobre la mesa la discusión sobre alternativas


Cuando derrotamos el ALCA teníamos ante nosotros una tarea clara, aunque no sencilla: construir la integración alternativa. Pero mientras nosotros desmantelábamos virtualmente la ASC, discutíamos si la integración era de los Estados, de los pueblos o de las comunidades; si debía hacerse usando el dólar, o con trueque o con una moneda regional; si primero había que tomar el Estado o si se debía construir poder popular; si el capitalismo nacional es un paso hacia el socialismo o si se puede construir espacios socialistas al interior del capitalismo, la agenda librecambista avanzó con una Ferrari Testarossa. Nosotros nos movimos a 10 km/hora, ellos a 200. No hemos podido o sabido construir las alternativas. Claro que imaginar y realizar sociedades alternativas en el marco de las relaciones sociales capitalistas, que nos atraviesan como sujetos, no es tarea fácil. Pero a pesar de la urgencia, no hemos estado a la altura del momento histórico que heredamos de las luchas de los años noventa y de los estallidos sociales regionales de principios del siglo XXI.


Hoy la idea que gana terreno es que el libre comercio es la única opción. En pocos casos se ve con tanta claridad como en la Argentina en los últimos meses: hay que firmar TLC “para integrarnos al mundo”, “para que lleguen inversiones”, “para garantizar mercados a nuestras exportaciones”. No hay alternativas, nada se discute, no hay análisis posibles. Otra vez se nos impone el discurso único. Los Estados que discutían profundizar las relaciones comerciales de complementariedad y crear una arquitectura financiera regional que disputara el poder del dólar, hoy compiten entre sí para colocar sus exportaciones. El resultado de la desintegración es la competencia, y la exacerbación de los nacionalismos. Ahora continúa libremente la carrera por la desregulación y la liberalización, parte esencial de la reproducción del capitalismo.


Los próximos años mostrarán una tendencia al aislamiento (económico y financiero) de los países que no firmen TLC, con presiones para que se sumen a los procesos liberalizadores. En este contexto, los movimientos hacemos lo que sabemos hacer: resistir. La defensiva es siempre un lugar cómodo, donde muchos estamos de acuerdo. Volvemos a decir No al libre comercio, porque sabemos los efectos que éste tiene. Pero, en ese contexto, ¿seremos capaces de continuar los debates sobre las alternativas políticas?


La concentración e internacionalización del capital de los últimos cuarenta años ponen en tensión la idea de desarrollar una construcción política alternativa desde una óptica estado-céntrica. Cada vez se hace más notorio que los Estados no son entes autárquicos, que el objetivo de construir un “capitalismo nacional” o un “capitalismo con rostro humano” ha resultado ser una quimera. Los Estados se mueven al vaivén de la reconfiguración capitalista mundial, y no pueden cerrarse sobre sí mismos. No podían hacerlo hace sesenta años, tampoco hoy. Si algo nos ha permitido la globalización es poder reconocer al capital en toda su crudeza: como una relación social global de explotación y dominación. Queda en las organizaciones sociales, así como en la academia, pensar las alternativas desde este novedoso contexto global, poniendo en el centro del análisis los peligros que el libre comercio puede significar para la vida humana y el medio ambiente, pero sin oponer a éste la idea de que cerrando las fronteras comerciales nos podemos salvar como Estado-nación individual. Hoy está más claro que nunca que, o nos salvamos todos, o no se salva nadie. La discusión no puede reproducir ciegamente viejas fórmulas que tenían que ver con pactos de gobernabilidad (o más crudamente, con la paz de clases). El nuevo contexto, las nuevas agendas, nos proponen la urgencia de pensar no desde la óptica de los Estados, sino desde la crítica de lo existente.


- Luciana Ghiotto es Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Es investigadora de FLACSO/RRII. Es miembro de ATTAC Argentina y de la Asamblea “Argentina mejor sin TLC”. Ha participado activamente en la Campaña Continental contra el ALCA. Colaboradora de Transnational Institute (TNI).


Nota


[1] La UE no firma TLC, firma Acuerdos de Asociación (AdA), debido a la propia estructura de negociaciones de la UE. No obstante, las cláusulas de un Acuerdo de este tipo son similares a las que se incluyen en los TLC, mismo si no incorpora capítulo de solución de diferencias ni remite al arbitraje internacional. De todos modos, la UE ha empezado a renegociar sus AdA, por ejemplo con México y Chile, con el objetivo de incluir estos capítulos.


Fuente: ALAI, 10 de agosto, 2016

No hay comentarios:

Publicar un comentario