lunes, 25 de mayo de 2015

Bienvenida al Espíritu Santo.



Gabriel Mª Otalora

Del Espíritu nos hablan Mateo, Juan así como Lucas en los Hechos, al menos en tres ocasiones; y Pablo en sus cartas a los Corintios y Gálatas. El término parakletos, que literalmente significa “aquel que es invocado”, significan cosas tan reconfortantes como mediador, defensor, consolador, el que viene en nuestra ayuda. Es la fuerza de Dios que nos transforma para infundir amor por encima de nuestras debilidades y miserias. Es, en definitiva, el que nos da luz y fuerza para mantenernos en la esperanza y firmes en la fe del amor.

Confieso que durante años, el Espíritu Santo era el gran desconocido para mí. Poco a poco, ha ido revelándose hasta resultar una experiencia de Dios maravillosa. Como dice el papa Francisco, es el Espíritu Santo el que permite al cristiano el tener la “memoria” de la historia y de los dones recibidos por Dios.

En Pentecostés (el quincuagésimo día después de la Pascua de Resurrección) que a su vez tiene el trasfondo de la fiesta judía de la manifestación de Dios en el Sinaí, el Espíritu Santo al descender sobre los apóstoles, les hace salir de sí mismos para convertirlos en testigos de las maravillas de Dios. Y esta transformación obrada por el Espíritu se refleja en la multitud que acudió al lugar y que provenía “de todas las naciones”, porque todo el mundo escucha las palabras de los apóstoles como si estuvieran pronunciadas en su propia lengua.

Éste es un efecto esencial de la acción del Espíritu que guía y anima el anuncio del Evangelio: la unidad, la comunión. Es la contraposición a Babel como signo de la soberbia y el orgullo del hombre que quería construir con sus propias fuerzas, sin Dios, “una ciudad y una torre cuya cúspide llegara hasta el cielo”. Aunque la mayoría prescinde de que el Espíritu Santo vive dentro de nosotros y que lo hemos apagado hasta negar de manera práctica su existencia tan real como nuestra vida.

Pero los cristianos de Occidente tenemos un problema: vemos este domingo como una fiesta más de la Iglesia, fiesta de precepto (qué lenguaje, Dios mío) y festivo laboralmente hablando. Pero no es una festividad religiosa más, sino uno de los grandes días del año, en el que recordamos y proclamamos la fuerza de Dios-Amor irrumpiendo en el mundo a través de aquellas pobres criaturas humanas, acobardadas y con poca fe, los mismos que en el relato de la Ascensión todavía le preguntan a Cristo si era ese el momento en que iba a darse, por fin, la liberación política de Israel. Una fiesta que nos interpela con amor nuestra falta de fe y por tanto de valentía para la denuncia profética y el compromiso con la Buena Nueva. En Pentecostés se derrama la victoria de la Resurrección a toda la humanidad de la mano de los cristianos abiertos al amor de Dios solidaria y responsablemente. Es el gran día que debiera convertirse en el signo de la iluminación del mundo sobre las tinieblas. El chispazo que alumbre el triunfo del amor sobre todo lo demás.

Por muy pobre que nuestro bagaje de amor, solo encontraremos en el Dios de Pentecostés su fuerza sanadora y transformadora buscando lo mejor de cada persona. Es la única petición que Dios concede siempre: la revelación a quien se la pide con fe. Es decir, con ganas: Dios no cumplirá todos nuestros deseos, como cualquier madre o padre sensato, pero sí cumple todas sus promesas; y una de las más claras es que “Mi Padre dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”.

En esta sociedad tan materialista y a la vez tan golpeada por la crisis de valores, llena de lázaros abandonados a su suerte, Dios nos renueva su fidelidad invitándonos a despertar el amor inmenso que late en nuestro interior como la fuerza del Espíritu Santo. Un tesoro dormido por la mediocridad, el egoísmo y la desesperanza. Ante una nueva fiesta de Pentecostés, dejémonos invadir por el Espíritu. Es la mejor oración, lo que más necesitamos para nosotros y para irradiar a este mundo desnortado.

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