viernes, 31 de agosto de 2018

Urgente puesta de la mujer en el lugar que le corresponde en la Iglesia, según la estadística, la sociología, y la psicología.



Jesús Mª Urío Ruiz de Vergara

No se puede eliminar de las acciones ministeriales, para las que todo bautizado está habilitado, “Porque todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, ya que todos vosotros, que fuisteis bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo. Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos vosotros no sois más que uno en Cristo Jesús”. (Gal 3,26-28).

Ante enseñanza tan clara y valiente, -progresista, podíamos decir, pues en los años 40 la Iglesia, tan homófoba actualmente, se adelantaba 2000 años a la ley de Igualdad-, no puede haber excusas ni vetos canónicos para retrasar el reconocimiento, no la concesión, de un Derecho inalienable, que nunca debería haber sido puesto en tela de juicio. Entendemos el atraso, no solo en la Iglesia, sino en todos los ámbitos de la sociedad. Pues, salvo raras excepciones, la mujer era considerada, en el mejor de los casos, como un ser humano de segunda categoría, incluso por una mente tan preclara como la de Aristóteles. Pero sobre este tema, y sobre la evolución histórica de la sensibilidad social y ética, hay que anotar varias cosas.

Jesús fue un adelantado en su trato con la mujer. Los evangelios resaltan siempre que en el grupo de Jesús, que era claramente itinerante, siempre había un grupo de mujeres, con sus nombres, que lo siguieron hasta el final, incluso más que los apóstoles varones. De hecho, éstos, en el momento culminante de la Cruz se evaporaron, escondidos por el miedo a las consecuencias de ser discípulos y constituyentes del grupo de un renegado, condenado, no sin cierta irregularidad, es verdad, por la legítima autoridad del Sanedrín, y presentado a la autoridad romana para ser ejecutado.

Es destacable cómo, en los últimos días de Jesús, en las horas de la Pasión, las mujeres adoptan un protagonismo sorprendente, pues no tenemos ninguna constatación de que alguna mujer interviniera en la redacción de los Evangelios. En la cena de despedida conocida en la tradición cristiana como la “Última Cena” ellas están presentes, así como al pie de la cruz, y en los días posteriores, así como en los fundamentales momentos que rodearon el misterio central y definitivo de la Pascua.
El caso de María Magdalena es especial desde todos los puntos de vista.

No cabe duda de que fue protagonista de una verdadera y auténtica relación especial con el Maestro, dejándose seducir por Él, por su Palabra, por su dulzura, y, también, y sin duda, por el estilo y la delicadeza peculiar que el Señor, desde luego, mostró con ella, pero también, con el mundo femenino. Y llama la atención que los Evangelios no esconden un hecho insólito: Jesús resucitado no se presenta en primer lugar a Pedro, o a su Madre, sino a María Magdalena, “de la que había expulsado siete demonios”, pero también de la que afirmó en un banquete memorable de que “amaba mucho porque mucho se le había perdonado”. Este primer encuentro del resucitado, publicado a bombo y platillos en el Nuevo Testamento, es la suprema demostración de que para Jesús, y su grupo, el papel de esa mujer era destacado.

Y está el mandato misionero: “Le dice Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.» Jesús le dice: «María.» Ella se vuelve y le dice en hebreo: «Rabbuní»- que quiere decir: «Maestro» -. Dícele Jesús: «No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.». Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras. (Ju 20, 15-18).

Este texto niega una afirmación que se ha oído muchas veces cuando se trata de la posible ordenación de mujeres: que los jerarcas de la Iglesia no pueden, ni siquiera el Papa, hacer algo que el señor no hizo. Afirmación ridículamente fuera de lugar, y disparatada, entre otros motivos por que la Iglesia ha hecho cientos de veces cosas, y ha tomado decisiones que al Señor nunca se le ocurrieron. Y en temas n importantes y decisivos, que no solo no las decidió el Maestro, sino que la impresión que parece imponerse es la contraria: de que se trata de algo que ni lo dijo, ni lo quiso, sino todo lo contrario.

Un ejemplo flagrante de que la Iglesia ha hecho cosas, y tomado decisiones, que Jesús no hizo ni tomó, sino todo lo contrario, es el asunto que traté en el artículo de ayer de este blog: la conversión del Reino de Dios, anunciado por Jesús, como de un movimiento y un estilo de vida en la Humanidad en el que Dios mandaría en el corazón de los hombres, en una Religión organizada, jerarquizada. Otro ejemplo sencillo, los mandamientos de la Iglesia, como oír Misa los domingos, confesar antes de comulgar, etc., y cientos de cosas más.

No tiene, pues, ningún sentido la solemne declaración que un día lanzó Juan Pablo II, desde la ventana de su despacho a la multitud congregada en la plaza de San Pedro que ni él, el sucesor de Pedro, tenía potestad de cambiar la disciplina de la Iglesia con la ordenación ministerial de mujeres, porque el Señor Jesús no lo había querido ni lo había dispuesto. El Espíritu de Dios se manifiesta en la evolución que promueve, entre todos los hombres y todos los pueblos, a través de la Historia.

(No puedo acabar este artículo. El ordenador tarda un siglo en exponer en pantalla las palabra y frases que escribo. En esta frase, hasta el final, que no ha salido todavía, podrá tardar más de dos minutos. (De hecho ha tardado cuatro y medio).

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