por Máximo García Ruiz
Texto de la ponencia presentada en el IV Congreso de Ecumenismo, “Ecumenismo y Misión”, organizado por el Centro Ecuménico “Misioneras de la Unidad”, celebrando el Centenario de la Conferencia de Edimburgo de 1910, en Madrid, 13 de noviembre de 2010.
1. La evangelización, eje central de la teología protestante
Ambos términos, ecumenismo y misión, nos conducen a una idea global que conecta directamente con el eje central de la teología de la Reforma sobre Misión, es decir, la aplicación de Mateo 28: 16-20 que plantea la Gran Comisión, como una especie de testamento, de ir por todo el mundo y hacer discípulos a todas las naciones, misión que Jesús encomienda a sus discípulos una vez que ha resucitado y se dispone a regresar junto al Padre. Queda, de esta forma, claramente diseñado el concepto misión, que se convierte en co-misión al ser un mandamiento envolvente del conjunto de la Iglesia que no es posible eludir. Bien es cierto que la idea de misión y su correlato de hacer discípulos incluye aspectos complementarios que es preciso no descuidar, a los que haremos referencia más adelante. Hablar de misión, pues, es algo sustantivo en la teología protestante.
Por otra parte, una vez planteada y defendida por parte de la Reforma la pluralidad de la Iglesia cristiana, no sometida a una estructura monocolor, monolítica y piramidal, antes bien, abierta al soplo del Espíritu que actúa cuando quiere y de donde quiere, el concepto ecumenismo que acepta la diversidad eclesial como un don divino, se convierte en un recurso imprescindible para darle sentido a esa Iglesia que siendo Una en el Espíritu, es diversa en sus expresiones y plural en su énfasis ministeriales. Esta nueva perspectiva de la Iglesia choca con la idea desarrollada a lo largo de la Edad Media y ratificada en Trento de unidad estructural; el tema aún sin resolver es ver como se afronta esa diversidad a la hora de plantear lo que en lenguaje ecuménico se denomina como Unidad de la Iglesia.
Tanto el ecumenismo entre diferentes expresiones eclesiales dentro del Cristianismo como la misión de la Iglesia, implican la necesidad de establecer no solamente una plataforma de diálogo sino un espacio de comunión espiritual; una comunión espiritual que trasciende las formas, la liturgia y los sacramentos u ordenanzas, capaz de superar la comunión formal que, ésta sí, desciende al terreno del dogma y de la celebración. Y no es que la comunión en el dogma y en la celebración sean desechables o infravalorados, en la medida que sean posibles, sino que el valor primario, lo realmente sustantivo, es fomentar un clima de comunión espiritual que se sustente en el hecho central de la fe: la aceptación de Jesús de Nazaret como Señor y Redentor del género humano. En última instancia, nos vemos abocados a dilucidar entre la Iglesia de la Palabra frente a la Iglesia de los Sacramentos, que termina afectando también al ejercicio del ministerio, pastores vs. sacerdotes, o viceversa, con sus especificidades funcionales propias y las dificultades formales de establecer un mutuo reconocimiento.
Claro que ese tipo de planteamiento nos conduce a formular otra afirmación: no es posible una verdadera comunión entre desiguales. ¿Cómo armonizar una comunión genuina partiendo de elementos desiguales? Esta especie de dicotomía nos conduce a la necesidad de delimitar claramente el espacio de nuestro encuentro o, dicho de otra forma, a diseñar con precisión el alcance de las palabras, puesto que no siempre resulta coincidente el sentido que les damos desde posicionamientos diferentes. Por ejemplo, el significado que damos a la palabra “iglesia” no es coincidente en las diversas confesiones cristianas, no tiene idéntico alcance. Con todo, es preciso reconocer que conforme vamos ensanchando las cuerdas de nuestra tienda, en la medida en la que vamos abriéndonos al mundo plural, especialmente a partir de la puesta en marcha del diálogo interreligioso, la perspectiva del ecumenismo intercristiano adquiere una nueva dimensión; nos damos cuenta de que son muchas y muy importantes las cosas que nos unen, el espacio que tenemos en común.
2. La misión en clave de evangelización
Misión y evangelización suelen ser términos sinónimos en el lenguaje del cristianismo protestante, de tal forma que las misiones protestantes en los siglos diecinueve y veinte han hecho que las iglesias integradas en las diferentes denominaciones evangélicas hayan florecido en todo el mundo de una forma exponencial. La famosaConferencia Mundial Misionera celebrada en Edimburgo, Escocia, en 1910, de la que el pasado mes de junio se ha celebrado en la misma ciudad el centenario con la presencia de 1.200 delegados procedentes de 176 sociedades misioneras de Europa y Norteamérica especialmente, además de una representación menor de Australia y Sudáfrica, supuso un hito en el compromiso misionero no solamente con el propósito de hacer balance de la labor llevada a cabo hasta entonces, sino para establecer planes estratégicos de cara al futuro, de tal forma que la expansión misionera del siglo veinte ha estado marcada por dicha estrategia. El objetivo central de “Edimburgo 1910” fue la evangelización del mundo en “la presente generación”. Un siglo después, aún retumba el reto de la resolución de la sexta comisión, sobre cooperación y promoción de la unidad, que hizo un llamamiento a la creación de un Comité Internacional de Misión. Y ese sigue siendo el reto para la gran mayoría de iglesias protestantes en este siglo XXI. El encuentro de Edimburgo 1910 es el punto de arranque para el movimiento ecuménico moderno.
Ahora bien, aún siendo el “ganar almas para Cristo” el objeto central de las misiones protestantes, el esfuerzo misionero y evangelizador desplegado por el mundo en los siglos diecinueve y veinte, fuera de su órbita histórica de mayor arraigo, es decir, centro y norte de Europa y los Estados Unidos de Norteamérica, a los que podría añadirse Australia y Canadá, no se ha conformado con la adscripción de nuevos creyentes, sino que ha llevado a cabo una decidida labor social y educativa, mediante la instalación y fomento de proyectos escolares, sanitarios y agrícolas especialmente, que ha contribuido en buena medida a paliar las grandes carencias en el llamado Tercer Mundo.
La Conferencia de Edimburgo de 1910 fue, por otra parte, un decidido revulsivo para el fomento del movimiento ecuménico, propiciando una nueva visión misionera intra-protestante. En Edimburgo se coloca la primera piedra para la creación del Consejo Misionero Internacional, organizado en el año 1921, que ha tenido un papel protagonista en el impulso de las misiones a partir de entonces. Otros organismos derivados de los acuerdos de Edimburgo fueron la creación, entre otras, de la Comisión de Fe y Orden y la de Vida y Obra, la una interesada en la doctrina y el ministerio entre las diferentes iglesias protestantes y la otra, orientada a explorar la cooperación de las iglesias en asuntos prácticos. El desarrollo de estas instituciones llevaría a la creación en Ámsterdam del Consejo Mundial de Iglesias (CMI) en el año 1948.
A raíz del encuentro en Edimburgo en 1910 y de los sucesivos pasos dados en lo que a misiones y ecumenismo se refiere, el concepto “misión” cobra un sentido nuevo, especialmente en lo que atañe a la definición histórica de dividir el mundo en “países cristianos” y “países de misión”, hasta el punto de que hoy en día son multitud las iglesias ubicadas en los antiguos países de misión que envían misioneros y establecen iglesias o refuerzan las ya existentes en los países que otrora les misionaron a ellos, dándose la paradoja de que es precisamente en esos lugares de más reciente implantación, donde el cristianismo está adquiriendo un mayor protagonismo y donde se ejerce un ministerio más dinámico, no solamente en su extensión numérica, sino en el plano social, educativo y político. La misión cristiana ya no es patrimonio del Primer Mundo, sino que es precisamente el Primer Mundo el que se ha convertido en objeto de misión, lo que algunos denominan segunda evangelización, por parte del cristianismo emergente del llamado Tercer Mundo, especialmente el de América Latina, en el caso de España. Frente al secularismo y la indiferencia religiosa europeos se levanta una nueva espiritualidad latinoamericana, surcoreana o africana, de extracción protestante, bien es cierto que identificada prioritariamente con los movimientos pentecostal-carismáticos, con la deriva teológica que esta tendencia lleva aparejada. El concepto geográfico queda, pues, totalmente desterrado a la hora de diseñar los proyectos misioneros en la actualidad.
La propia Iglesia católica tuvo que revisar su percepción de misión, especialmente para América Latina, región continental que ya era considerada cristiana, cuando, en época del papa Pío XII, se sintió amenazada por la fuerza emergente del comunismo y del protestantismo y solicitó el envío masivo de misioneros desde Europa y Norteamérica para frenar su crecimiento. La celebración del Concilio Vaticano II y su correlato de la Teología de la Liberación, conduciría más adelante, después de un primer tiempo de entusiasmo gracias al vigor de las Comunidades de Base, a la transferencia de multitud de antiguos católico-romanos a las iglesias protestantes de diferente signo, especialmente a las se signo neo-pentecostal, a las que algunos se refieren como movimiento para-evangélico o pseudo-protestante, situación que continúa en la actualidad. Estas condiciones, aunque es cierto que no han impedido que existan plataformas de diálogo ecuménico entre católicos y protestantes sobre el tema de misión y evangelización que han dado como fruto algunos proyectos en común en torno a traducciones bíblicas y algunos programas socio-pastorales, crea un estado de tensión y resentimiento que hace que las relaciones oficiales no resulten nada sencillas.
3. Ecumenismo y protestantismo en España
Cuando a finales del año 1968 recibí en mi domicilio de Villaverde Bajo la visita del sacerdote operario diocesano Julián García Hernando poco podía yo pensar entonces que aquella visita sería el comienzo de una amistad sostenida en el tiempo en torno a lo que se convirtió en el carisma de su vida: el fomento de ecumenismo, no ya sólo entre católicos y evangélicos sino también con otras confesiones religiosas. Don Julián había sido designado director del Secretariado Nacional de Ecumenismo para fomentar el ecumenismo, dando origen a la creación del Instituto Misioneras de la Unidad, a cuyo frente ha estado hasta su fallecimiento en 1988. Un pastor de la IEE, Luis Ruiz Poveda, se une pronto al proyecto auspiciado por don Julián y el esfuerzo unido de ambos da forma al Comité Cristiano Interconfesional, compartiendo la dirección de dicho organismo en calidad de co-secretarios. Otros pastores se identifican a título personal con el proyecto como es el caso del pastor Juan Luis Rodrigo y yo mismo, no sin tener que hacer frente a nuestras propias reticencias y a serias incomprensiones dentro de nuestra propia familia eclesial. Tanto la IEE como IERE, proclives institucionalmente a este proyecto ecuménico, apoyan decididamente las actividades del Comité y se unen a diversos proyectos ecuménicos, sin lograr por ello trasladar su entusiasmo al resto de denominaciones evangélicas. El carisma personal de su fundador hace que el Centro auspiciado por las Misioneras de la Unidad se convierta en un lugar de encuentro y fomento de las relaciones ecuménicas, superando una a una las muchas dificultades a las que ha tenido que hacer frente, procedentes tanto del sector protestante como del católico y, posteriormente, de las otras confesiones con las que se han ido estableciendo vínculos de relación.
Ciertamente, los aires de apertura que llegan desde Roma a raíz de las nuevas pautas marcadas por el Vaticano II, hacen que diversos sectores del catolicismo español se vayan abriendo a la llamada de las relaciones ecuménicas, como es el caso de Barcelona, donde en la fecha temprana de 1954 nace el Centre Ecumenic de Catalunya (CEC), aun en pleno nacional-catolicismo, auspiciado por un grupo interconfesional, con la presencia de algunos pastores, dando lugar a la Semana de Oración por la Unidad, cuya primera edición se produce en 1959. A través de la “Circular” y de reuniones mensuales, se ponen los cimientos para establecer una aproximación fraternal que, para los protestantes de la época, salvadas algunas excepciones, no deja de resultar algo sarcástico, ya que en la España de la década de los 50 las minorías protestantes sufrían la intolerancia de un régimen político apoyado por la Iglesia oficial, sin atisbos de que tal situación se suavizara. El CEC ha seguido creciendo desde entonces, convirtiéndose en un foco creativo de relación ecuménica.
El Centro Ecuménico Interconfesional de Valencia (CEIV) fue fundado en el año 1968. Su objetivo declarado: “ser un lugar de encuentro entre los españoles de las diferentes iglesias y de formación e información para sus miembros y simpatizantes”. Entre sus impulsores, dos pastores bautistas: Juan Torras Vila y José Ortega Moratilla, además del pastor de la IERE, posteriormente obispo, Arturo Sánchez Galván, los sacerdotes católicos José Espicesa, Francisco Asensio, Rafael Muñoz Palacios y el laico católico Jaime Juan. Por supuesto, los dos pastores bautistas lo estaban, al igual que en Madrid, a título personal, si bien Juan Torras siempre fue un pionero, declarado y convencido impulsor del ecumenismo, incluso dentro de su propia denominación, en la que tampoco consiguió despertar grandes entusiasmos por el tema. No podemos olvidar al dominico Juan Bosch Navarro, vinculado al CEIV desde 1972, fundador del Centro Ecuménico Padre Congar, en el seno de los PP. Dominicos, bajo cuyos auspicios surgiría la Cátedra de las Tres Religiones, adscrita a la Universidad de Valencia, de la que me honro en haber sido uno de sus profesores durante la mayor parte de su recorrido, gracias precisamente a la invitación que me cursó mi buen amigo Juan Bosch, ni olvidamos tampoco al pastor Antonio de Andrés, vinculado históricamente al ecumenismo en Valencia.
Por esa época temprana recibí algunas invitaciones para participar en las actividades de otro Centro Ecuménico domiciliado a la sazón en Toledo, aunque procedente de la provincia de Burgos, denominado A la Unidad por María. Huelga decir, con el máximo respeto al fraile dominico Manuel Bueno, su impulsor, que un protestante, y más siendo bautista, no podía sentirse muy atraído por una organización que ostentaba ese nombre tan poco proclive a establecer una plataforma de diálogo católico-protestante, y que se suponía que era el santo y seña de dicho Centro.
Con el Centro Ecuménico Juan XXIII de Salamanca he mantenido contactos en ocasiones específicas y tenemos muy buenos amigos entre sus impulsores; el hecho de haber obtenido mi doctorado en su Universidad, no ha sido un motivo casual. Mantenemos vivo el recuerdo de su fundador y alma mater, José Sánchez Vaquero. En la revista Diálogo Ecuménico patrocinada por el Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos Juan XXIII, he publicado algunos trabajos y he sido convocado a participar en algunos encuentros y conferencias especiales.
Hay otros centros dedicados a fomentar el ecumenismo desde perspectivas especiales, como el Centro Ecuménico “Luis Mundi” (Fuengirola y Torre del Mar, Málaga), orientado a dar soporte espiritual a residentes extranjeros procedentes de diversos países de Europa y los Estados Unidos, especialmente; el Centro Ecuménico “Los Rubios” (Málaga), de origen evangélico (IEE), impulsado por el pastor de la IEE Carlos Morales, de grata memoria; el Centro Ecuménico “Padre Agustín Bea” en Orihuela, Alicante; y otros.
4. Ecumenismo y misión en España
Tal y como hemos apuntado más arriba, el concepto misión cobra un sentido céntrico en la teología protestante, conectado directamente con la Gran Comisión que establece Mateo 28: 16-20. Para los protestantes, la Iglesia es el medio previsto por Dios para llevar el Evangelio a las naciones: “Como me envió el Padre, así también yo os envío” (Juan 20:21), por lo que la misión, ese tipo de misión, forma parte de la esencia misma de la Iglesia. Así, pues, cumplir la misión encomendada por Jesucristo es, fundamentalmente, proclamar el mensaje de salvación a toda criatura, “hasta lo último de la tierra”. Si a esta idea añadimos el convencimiento doctrinal de que la salvación tiene que ver con una experiencia individual, intransferible, que exige una decisión personal a la que no debe sustraerse nadie, independientemente de cual sea su adscripción confesional, nos encontramos con que el meollo de la misión de la Iglesia se centre en “ganar almas para Cristo”, es decir, hacer prosélitos, si tomamos el término en su acepción más pura.
El poso que ha dejado en la historia de España la existencia durante siglos de una Iglesia oficial del Estado, concomitante con políticas de represión y discriminación religiosa sufridos por las minorías religiosas de este país, sigue teniendo un peso importante en las relaciones ecuménicas, especialmente si tratamos de involucrar a las instituciones eclesiales, es decir, si pensamos en una unidad orgánica de la Iglesia. Si nos atenemos a las declaraciones oficiales de la Iglesia católica, no ya procedentes de Trento o del Vaticano I, sino derivadas del Vaticano II y de su actual magisterio, hemos de admitir que en lo que se refiere al diálogo institucional, fuera de las relaciones fraternales a lo largo del último medio siglo, encierran serias dificultades, en tanto no se adopten posturas de mayor apertura y aproximación por parte de la Iglesia mayoritaria. Pongamos dos ejemplos:
En primer lugar, nos referimos a lo que se recoge en el capítulo I del decreto Unitatis Redintegratio, donde se refiere a los “principios católicos sobre el ecumenismo”, y se dice expresamente: “los hermanos separados, sin embargo, ya particularmente, ya sus comunidades y sus iglesias, no gozan de aquella unidad que Cristo quiso dar a los que regeneró y unificó en un cuerpo y en una vida nueva y que manifiestan la Sagrada Escritura y la Tradición venerable de la Iglesia. Solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de la salvación, puede conseguirse la plenitud total de los medios salvíficos. Creemos que el Señor entregó todos los bienes de la Nueva Alianza a un solo Colegio Apostólico, a saber, el que preside Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la Tierra, al que tienen que incorporarse totalmente todos los que de alguna manera pertenecen ya al Pueblo de Dios”.
El segundo ejemplo, sin que se agote con ellos la línea oficial de la Iglesia católica, tiene que ver con laDeclaración Dominus Iesus. Ya en el Concilio Vaticano II quedó patente, por una parte, el sentido diferenciador señalando a los no católicos como “hermanos separados” (declaración que supuso un gran avance con respeto a la postura anterior de considerarlos herejes) y, por otra, el sentido excluyente, no sólo al negar el título de iglesias a las procedentes de la Reforma, sino al afirmar que la Iglesia de Cristo subsistit in la Iglesia católica “gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él”. En su apartado cuarto dedicado a “Unicidad y unidad de la Iglesia”, se insiste en que “las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido propio”.
Y, en lo que a España se refiere, es evidente que los avances llevados a cabo en el terreno fraternal en el último medio siglo han sido notables, pero al margen de resentimientos históricos, es necesario restañar las heridas del pasado para propiciar la convivencia fraternal. Las iglesias evangélicas hace tiempo que esperan gestos institucionales capaces de neutralizar los efectos perniciosos de un pasado excesivamente presente en nuestra historia.
Quiere esto decir que, puesto que es imposible la igualdad entre desiguales, el planteamiento de una unidad orgánica de las iglesias, es algo absolutamente impensable en el momento actual. No parece posible desde la perspectiva de la Iglesia católica, sin olvidar que tampoco las iglesias de la Reforma en general vislumbran posibilidades para poder llevar a cabo en una fecha previsiblemente cercana algún tipo de unidad institucional.
5. La misión posible. Conclusión
Existen, sin duda, muchos puntos de confluencia entre las diferentes manifestaciones eclesiales que dan lugar a la Iglesia de Cristo. Edimburgo 1910 por una parte y el Vaticano II por otra, han marcado un hito importante en la historia del reencuentro entre las iglesias cristianas, propiciando desde plataformas diferentes el respeto mutuo y la búsqueda de los espacios comunes.
Nos identificamos plenamente con la idea de que existe una sola Iglesia de Cristo, en respuesta a la oración sacerdotal de Jesús en Juan 17, pero discrepamos en el entendimiento jurídico del alcance de esa unidad, ya que mientras desde algunos sectores se plantea como una meta de unidad orgánica, para otros se trata de una unidad espiritual que puede darse en la pluralidad eclesial; mientras para algunos es necesario visibilizar la unidad de la Iglesia mediante una estructura piramidal sometida a una jerarquía única, para otros se trata de una unidad invisible, espiritual, que se expresa en diferentes formas eclesiales e, incluso, en variados énfasis teológicos, a partir del reconocimiento y aceptación de Jesucristo como redentor de la humanidad. Ese camino ha sido recorrido ya, en buena medida, por un buen número de iglesias protestantes, integradas en el Concilio Mundial de Iglesias.
Y en tanto se produce una mayor aproximación doctrinal o estructural dentro de la pluralidad, es posible intensificar la koinonía plena, en un plano de identidad fraternal que se manifiesta a partir de diferentes formas de espiritualidad, en el que las discrepancias son aceptadas como una oportunidad mediante la cual se manifiesta el Espíritu Santo para alcanzar a otros, con el propósito de que en cumplimiento de la Gran Comisión se llegue con el mensaje de Jesucristo hasta lo último de la tierra.
Es evidente que tanto el Nuevo Testamento como la Iglesia de los primeros cuatro siglos nos dejan un amplio margen para entender y aceptar el pluralismo doctrinal. Las restricciones teológicas, necesarias en muchos casos, las ponen los concilios, manejados en buena medida por intereses políticos del Imperio más que por iniciativa de las propias iglesias, que se expresan en cinco grandes patriarcados con plena autonomía entre sí, pero con una manifiesta vocación de armonizar y regular su convivencia.
Seguramente está muy lejano en el tiempo lograr una unidad plena, incluyendo en esa unidad su dimensión orgánica, pero cada vez son más amplias las zonas de encuentro fraternal, y lo son en la medida en que se acrecienta el conocimiento y el respeto mutuo y se definen y delimitan los aspectos fundamentales de los accesorios.
En lo que a la situación española se refiere, un análisis de la realidad pone en evidencia que el peso de la historia y la falta de un acto de desagravio institucional por parte de la Iglesia mayoritaria, mantienen vivos los resentimientos y la desconfianza de las minorías protestantes que, salvo pequeños núcleos, no muestran entusiasmo por avanzar en este terreno. En efecto, si se quiere ampliar el espacio de la koinonía, es necesario despejar las sombras de ese pasado oscuro y crear un clima de fraternidad en el que, con independencia de mayorías o minorías, se trabaje en común a favor de la libertad religiosa, de la dignidad personal y de la igualdad de oportunidades para todos. Tanto la dignidad como el respeto a las creencias y la creación de espacios de libertad y respeto no pueden estar condicionados al número de seguidores, por lo que el cultivo de ese espacio común tiene que ir acompañado de verdaderos gestos de hermandad.
Madrid, noviembre de 2010.
Máximo García Ruiz
Máximo García Ruiz es licenciado en teología, licenciado en sociologia y doctor en teología. Profesor de sociología y religiones comparadas en el seminario UEBE y
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