miércoles, 1 de abril de 2015

Martirio: ¿Morir por la fe o por defender la vida?



José M. Castillo, teólogo

No voy a repetir (ni resumir), una vez más, los muchos motivos de admiración y elogio que nos vienen a la cabeza cuando recordamos lo que fue la vida y la muerte de Mons. Romero. Creo que lo más importante y lo más práctico será preguntarnos qué nos dice ahora, a los 35 años de aquella muerte, lo que sucedió entonces, y lo que ha venido sucediendo desde entonces hasta este momento en la Iglesia y en el mundo.
Pues bien, en estos 35 años – aparte de tantas otras cosas – en relación al hecho de la muerte de Mons. Romero, se han puesto en evidencia cuatro cosas que están a la vista de todo el mundo:

1º. El arzobispo Romero murió por defender la vida de los seres humanos. En el contexto de la homilía, que pronunció Romero el 23 de marzo de 1980, sus palabras: “¡Cese la represión!” tenían ciertamente ese sentido.

2º. Otros casos, que han tenido un significado y unas consecuencias más o menos equivalentes, han sido reconocidos (en estos 35 años) como mártires. Los ejemplos son numerosos. Baste pensar en san Maximiliano Kolbe. O en los cientos de mártires de la Guerra Civil Española de 1936 a 1939.

3º. En contraste con lo que acabo de indicar, el caso de Mons. Romero ha encontrado resistencias muy serias en la Curia Vaticana. Resistencias que ya aparecieron en vida de Romero y son conocidas. Cuando, años más tarde, se introdujo la causa de beatificación y canonización, la causa fue bloqueada en Roma. Y ha estado en vía muerta durante años. La intervención del actual obispo de Roma, el papa Francisco, ha sido determinante para acelerar el proceso.

4º. El caso concreto – de cuanto ha sucedido con motivo de la muerte y el proceso ulterior de Mons. Romero – ha dejado patente, una vez más, que: así como la relación entre la Religión y la “otra vida” es algo que está fuera de duda, la relación entre la Religión y “esta vida” no está tan claro. Y no sólo no está claro, sino que se trata de algo que plantea preguntas muy inquietantes. Voy a poner dos ejemplos actuales (y católicos). Sin tener que echar mano de la Inquisición de antaño ni de los “yihadistas” de ahora, planteo dos preguntas de dolorosa actualidad: a) ¿Por qué se condena con la excomunión al que comete un “aborto” (y conste que yo soy anti-abortista) y no se excomulga al que mantiene y justifica la “pena de muerte”? b) ¿Por qué la Iglesia defiende en su predicación los Derechos Humanos y no los pone en práctica en su Derecho Canónico, en su sistema de gobierno y en la teología subyacente a todo lo que, en la Iglesia y en la sociedad, son y representan los derechos de las personas?

Además, los cuatro hechos que acabo de apuntar se deben situar, y se tienen que entender, en el contexto de la América Latina y de El Salvador de los años 70 a los 90 del siglo pasado. Sabemos que, en las décadas de los 70 y los 80, los pueblos de América Latina tuvieron que soportar, no sólo la confrontación política de incontables conflictos, sino además la creciente resistencia de los poderes políticos, económicos y religiosos a los movimientos populares y, más en concreto, a la Teología de la Liberación y a todo lo que tal teología representa y especialmente representó en aquellas décadas.

Queda, por tanto, fuera de duda que, así como la relación de las religiones con la “otra vida” es una cosa evidente, sin embargo la relación de las religiones con “esta vida” (sus derechos, su seguridad, su dignidad….) no es una cosa tan evidente, ni mucho menos.

Ahora bien, hecha esta constatación – comprobada sobradamente por la experiencia histórica de tantos siglos y de tantos casos en las más distintas religiones -, nos preguntamos: ¿por qué sucede esto así?

Sería un error, me parece a mí, buscarle a este problema (tan importante y de tan importantes consecuencias) una explicación ética (la maldad humana), social (la confrontación de ricos y pobres) o política (el poder de los que mandan y la sumisión de los que obedecen). Lo ético, lo social y lo político son, por supuesto, factores determinantes en este asunto tan complejo. Pero ni lo ético, ni lo social, ni lo político son – a mi modo de ver – la raíz de un fenómeno que es mucho más hondo en la experiencia humana, como se ha hecho patente en la experiencia histórica e incluso pre-histórica.

¿A qué me refiero? Caigamos en la cuenta de que no es lo mismo hablar de Dios que hablar de la religión. Es importante saber (y tener siempre presente) que, en la historia del hecho religioso, lo primero no fue Dios, sino que lo primero fueron los ritos (y los rituales). Los ritos religiosos existen desde el paleolítico superior. De Dios tenemos noticia, en este mundo, seguramente desde hace diez mil años o quizá menos. Por eso se ha dicho, con razón, que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. Van der Leeuw, Walter Burkert…).

Esto supuesto, nosotros decimos ahora que la religión es un medio (mediación) para relacionarnos con Dios. Pero no caemos en la cuenta de que, con demasiada frecuencia, la religión con sus rituales (templo, ritos, lo sagrado, los sacerdotes, la normativa religiosa….) ocupan tanto espacio y alcanzan tanta importancia en la vida de los individuos y de la sociedad, que Dios, la realidad última y trascendente, que tendría que dar sentido a todo, queda desplazado y deformado, hasta verse como un ser carente de sentido o incluso contradictorio. Sobre todo, cuando intentamos armonizar a Dios con el problema del mal (La imposible teodicea, Juan A. Estrada). De donde resulta una consecuencia patética. Que consiste en que, con demasiada frecuencia y sin ser conscientes de lo que nos sucede, lo que realmente ocurre es que la religión, sus ritos, sus jerarquías y sus normas, en lugar de acercarnos a Dios y hacernos más buenas personas, lo que en realidad hacen es complicar nuestra relación con Dios y, sobre todo, dificultar nuestras relaciones sociales, políticas, culturales, religiosas o simplemente humanas. Y, además de lo dicho, tranquilizando nuestras conciencias, ya que ésa es la función principal que tiene el rito religioso. Los ritos religiosos no modifican nuestras conductas, sino que el efecto que producen es que es que podamos dormir con la conciencia tranquila. Con lo que nos afianzan más en nuestras pautas de comportamiento. Llegando, a veces, a producir auténticos esperpentos contradictorios, en los que uno no alcanza a armonizar tanta fidelidad religiosa con tanta infidelidad ética o sencillamente con tanta descomposición humana.

Ahora bien, aquí nos encontramos con el nudo del problema que (a mi modo de ver) nos plantea el Evangelio. Me refiero al problema que consiste en que el protagonista del Evangelio, Jesús de Nazaret, el hombre más radicalmente religioso que reconocemos, en cuanto que se identifica con Dios y en él vemos y palpamos a Dios (Jn 1, 18; 14, 9-11; Mt 25, 31-46), este Jesús de Nazaret fue perseguido por la religión, rechazado por la religión, condenado por la religión y asesinado como un subversivo por los más cualificados responsables y dirigentes de la religión (Jn 11, 47-53; 19, 7).

Es verdad que el propio Jesús advirtió que él no había venido a este mundo para “suprimir” (katalyo) la Ley y los Profetas, es decir la “religión”, sino para “llevarla a la plenitud” (pleróo) la antigua religión (Mt 5, 17). Lo que, según la interpretación más razonable, viene a decir que Jesús no pretendió acabar con la religión, ni tampoco intensificar cuantitativamente la antigua religión, sino que su proyecto consistió en modificar cualitativamente el hecho religioso (Ulrich Luz). Con lo que quiero decir esto: lo que Jesús dejó patente, con su forma de vida y con sus enseñanzas, es que el centro de la religión no está ni en el templo, ni en los rituales, ni en lo sagrado, ni en la sumisión a las normas religiosas, ni en los domas y sus teologías, sino que está en la praxis, en una ática, en un proyecto de vida, en una forma de vivir, que se centra y se concentra en la bondad con todos y todas por igual, en el amor sin limitaciones ni condicionamientos (Mt 5, 43-48; 38-42; Lc 10, 25-37….). Lo que se tiene que traducir y realizar en el respeto a la vida humana, en la defensa de la vida, el dignidad y los derechos de la vida humana.

Esto quiere decir que Jesús desplazó la religión, en cuanto que la sacó del templo, se la quitó a los sacerdotes y sus jerarquías, la separó de los ritos, la antepuso a lo sagrado. Y la puso en el centro de la vida. Es más la amplió y la extendió a la vida entera, no reducida a determinados momentos de la vida, a espacios separados, a gestos privilegiados, a objetos y personajes con quienes hay que mantener una relación de abajamiento y sumisión. Y así es cómo Jesús representa y expresa “la humanización de Dios”. Más aún, él nos revela “la humanidad de Dios” (José M. Castillo). Por eso se puede (y se debe) afirmar que la originalidad del cristianismo consiste en que no es una religión como las demás. La fe, que es el eje y el centro del cristianismo, no es la fe en el Trascendente, sino que es la fe en Jesús de Nazaret, el “Dios encarnado”. Lo que significa que el eje y el centro del cristianismo es la fe en el Dios humanizado.

Ahora bien, lo primero que todo esto nos dice es que la fe en Jesús es fe en Dios. Pero es una fe en Dios al que encontramos en “lo humano”, en la realidad humana de Jesús. En su condición humana. Teniendo en cuenta que, si hablamos de la “condición humana”, nos estamos refiriendo a lo que es “común a todos los humanos”, sean cuales sean sus diferencias culturales, sociales, políticas y, por tanto, sus diferencias religiosas. En este sentido, hablar de “lo humano” es hablar de “lo laico”. Lo que es previo a “lo religioso”. Por eso – y esto es capital – la fe, tal como de ella se habla en los evangelio, no es la fe de la que se habla en las cartas de Pablo. En los escritos de Pablo, la fe está relacionada con “justificación” (Rom 4, 1-5) y con la “redención”. Es, por tanto, una fe que se orienta a la “otra vida”. Es decir, a la “salvación eterna”. En los evangelios, la fe en Jesús se relaciona directamente con “esta vida”, con los problemas humanos más apremiantes, concretamente el problema de la salud de los enfermos. Para Jesús, la expresión “tu fe te ha salvado” es lo mismo que decir, “tu fe te ha curado” (Mc 5, 34; Mt 9, 22; Lc 8, 48; Mc 10, 52; Mt 8, 10. 13; 9, 30; 15, 28; Lc 7, 9; 17, 19; 18, 42).

Dando un paso más, es determinante precisar el significado y el alcance de esta condición laica de Jesús. La condición en la que se nos revela Dios y en la que (según el Evangelio) encontramos a Dios. Lo más elocuente, en lo que acabo de decir, es caer en la cuenta y tener presente que las tres grandes preocupaciones de Jesús fueron: 1) La salud humana (curaciones de enfermos). 2) La alimentación humana (relatos de comidas siempre en relacionadas con la “comensalía”, la comida compartida). 3) Las relaciones humanas (centradas en la bondad que imita la bondad sin límites del Padre del Cielo).

Pero nada de lo dicho es lo más elocuente, cuando tratamos de comprender a Jesús y lo que representa la fe en Jesús. Lo más notable de todo es que Jesús vivió y enseñó estas tres preocupaciones anteponiéndolas a la fidelidad y a la observancia de las tradiciones rituales de la religión. Prueba de ello es que este empeño de Jesús por anteponer la salud de los enfermos, la comida de los pobres y las relaciones de bondad y amor hacia todos, a la observancia de tradiciones y rituales religiosos, esto fue lo que provocó los constantes enfrentamientos de Jesús con los dirigentes de la religión. Los enfrentamientos que desembocaron en el conflicto definitivo, el juicio, la condena y la muerte que se imponía a los subversivos.

Termino respondiendo a la pregunta que propuse al comienzo de esta conferencia. ¿Qué nos dice hoy, después de 35 años, la muerte de Mons. Romero? Por supuesto, el martirio consiste en dar la vida por defender la fe cristiana. Pero la fe cristiana no se reduce a defender unas verdades y unas prácticas religiosas. La fe, tal como fue propuesta y explicada por Jesús, consiste ante todo en la convicción que nos lleva a defender la vida, dignificar la vida y hacer feliz la vida, sobre todo y antes que nada la vida de quienes se ven más limitados, amenazados e inseguros en su propia vida.

Por eso, cuando Monseñor Romero, en nombre de Dios, exigió: “cese la represión”, en realidad no hizo sino un acto heroico de fe, que le dio a su muerte una sola posible explicación. La explicación de una fe que sólo se justifica si se explica como una adhesión tan fuerte al Evangelio, que, en las circunstancias en que se produjo, no podía acabar sino en el martirio. De ahí que la pregunta inicial se convierte ahora en una interpelación para todos los que, con motivo de su beatificación, vamos a recordar, agradecidos y emocionados, al hombre mundialmente más conocido que nació en este hermoso país. Y esa interpelación se reduce a esto: ¿dónde y en qué hemos puesto el centro de nuestra fe? ¿en los “rituales religiosos” que tranquilizan nuestras conciencias o en el “proyecto de vida”, el Bios, que con su forma de vivir nos trazó Jesús?

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