martes, 31 de marzo de 2015

¿Y dónde estaba Dios?



No falla. ¿Por qué será que lo esperábamos, realmente? Quizás porque es matemático: los seres humanos somos así. Lo cierto es que, desde que ha tenido lugar en los Alpes franceses este desgraciado último accidente de aviación que ha costado tantas vidas y que tanto ha conmovido a la opinión pública —y continuará haciéndolo durante cierto tiempo, máxime por las extrañas circunstancias en que parece haberse producido—, no hemos dejado de recibir a nivel privado comentarios y preguntas, no ya de incrédulos o de ateos recalcitrantes, sino de personas que se consideran verdaderos creyentes, pero que tienen graves problemas para hacer frente a realidades tan duras como ésta. Algunos se cuestionan dónde está Dios en esos casos, qué hace, si realmente cuida de los suyos, o si hay en el universo fuerzas malignas ocultas que paralizan su actuación. Otros se interrogan con no menos seriedad si no será que algún tipo de “pecado oculto” entre los seres humanos bloquea la acción salvífica divina e impide que el Señor actúe para proteger a sus hijos. Y no faltan quienes ponen en duda la efectividad del poder de la oración, pues, seguros como están de que algún pasajero de ese vuelo debió elevar alguna plegaria al iniciar el viaje, no han visto por ninguna parte su efectividad. Más bien han comprobado lo contrario.

Hemos de reconocer que, aunque, como decíamos, esperábamos este tipo de preguntas o de comentarios por parte de cierta gente que conocemos bastante bien y a la que apreciamos con todo nuestro cariño, no dejan de producir en nosotros una cierta desazón, por no decir un triste desánimo. Desanima comprobar los niveles de distorsión de la imagen de Dios que se cultivan y se propagan en ciertos medios cristianos populares, especialmente dentro del variopinto campo evangélico, por el daño tan grande que causan a quienes viven inmersos en ellos, hasta el punto de que más de uno llega a cuestionarse muy seriamente si merece la pena seguir creyendo en Dios y en su Palabra.

La pregunta “¿Y dónde estaba Dios?” —se entiende: cuando se produjo el siniestro— significa en realidad una clara acusación: “¿Por qué no estaba allí cuando más falta hacía?”

Sinceramente, no pensamos que con esta reflexión que hoy compartimos con todos nuestros amigos y amables lectores de Lupa Protestante vayamos a responder con exactitud a estos interrogantes, ni a brindar solución alguna a quien se empecina en seguir formulándose este tipo de preguntas. Más que a ellos, siendo honestos, nos dirigimos a nosotros mismos, no porque queramos autoconvencernos de nada en especial, sino por el sano ejercicio consistente en dejar constancia de aquello que verdaderamente creemos.

¿Qué esperamos de Dios?, sería la cuestión. O si lo preferimos plantear de otra manera: ¿Quién (o qué) es Dios para nosotros?, mucho más sencilla, tal vez.

Las Sagradas Escrituras nos van a dar, en su conjunto y en su razón última, una respuesta muy clara: Dios es nuestro Padre. Tal es la enseñanza capital de Jesús acerca del Creador del mundo y Señor de Israel. Pero no se trata de un padre al estilo veterotestamentario, una especie de jeque tribal que ejerce su señorío sobre un círculo concreto de personas vinculadas a él, sean hijos biológicos suyos o no, sino un padre que, por encima de todo, ama, y lo hace hasta las últimas consecuencias. Dios es amor, nos recuerda el conocido pasaje de 1 Jn 4,8b, que todos los creyentes hemos aprendido de niños desde la catequesis parroquial o la escuela dominical. Y esta realidad tan patente en el Nuevo Testamento supera con creces cualquier otra imagen de Dios que proyecte el Antiguo, algunas de ellas, todo hay que decirlo, no demasiado compatibles con la sensibilidad del evangelio.

La enseñanza de Jesús acerca de la paternidad divina nos exige a los creyentes cristianos —¡debiera exigirnos!— una lectura inteligente y, casi nos atreveríamos a decir, “crítica” de algunas de las otras imágenes de Dios que proyectan en ocasiones los textos bíblicos, especialmente los que conforman el Antiguo Testamento, y que obedecen, más que nada, a unos presupuestos culturales que no son los nuestros.

En primer lugar, el Dios que en los Evangelios se revela como Padre tiene cuidado de todos los seres humanos, no sólo de un grupo selecto o particularmente escogido en detrimento de los demás. Ahí están textos como el clásico de Mt 5,45, según el cual Dios hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos, o los también conocidos de Hch 17,25 y 28, en los que se hace hincapié en la misma idea, aunque expresada de otra manera; el Dios que en la predicación de Jesús es nuestro Padre no hace distinción entre los seres humanos a la hora de distribuir sus bendiciones. Cuando la enseñanza del Nuevo Testamento nos presenta a un Dios que se preocupa por todos los habitantes de este mundo, ya sean judíos o gentiles, creyentes o incrédulos, porque a todos ellos los considera creación suya (Hch 17,26) y a todos los ama, por fuerza nuestra concepción de las cosas ha de adquirir unas dimensiones que tal vez antes no tuviera. El Dios adusto y exclusivista que el Antiguo Testamento designa con el nombre de Yahweh (o Jehová), únicamente interesado en un pueblo, Israel[1], y que no es otra cosa que el fruto de una reflexión muy peculiar ajustada a unas épocas recónditas, y circunscrita a una nación concreta, cede su lugar, por esos misterios de la inspiración que permanecerán siempre en lo oculto, a un Dios Padre de rasgos universales que muestra un rostro muy diferente.

En segundo lugar, esa paternidad divina se hace efectiva en Cristo Jesús. No es “natural”, al estilo de ciertas divinidades del panteón clásico grecolatino, que tenían hijos y procreaban linajes ilustres, al decir de los antiguos vates de la Hélade y sus imitadores romanos. El Dios revelado en la Biblia es un Dios trascendente, ajeno a este mundo, y sólo deviene nuestro Padre porque en Cristo ha querido acercarse hasta nosotros —en realidad lo que ha hecho es rebajarse hasta nosotros— para hacernos suyos, para unirnos a Él y con Él por medio de unos lazos irrompibles y un vínculo que rebasa con mucho cualquier contingencia de este mundo en el que vivimos. El archiconocido versículo de Jn 3,16 nos habla de ese gran amor de Dios y de su entrega total en Cristo a los seres humanos para, por medio de su Hijo, otorgarnos la plenitud de la vida con Él y en Él. Quien, por la Gracia de Dios, se sabe hijo suyo, entiende que ni la muerte ni la vida… ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rm 8,38-39)[2], pues su horizonte vislumbra, aunque sea de lejos, una dimensión más relevante y de mayor profundidad que lo que perciben nuestros sentidos físicos.

En tercer y último lugar, el conocimiento de que Dios es nuestro Padre nos ha de impulsar a vivir confiados en que Él guía nuestros pasos y traza nuestros caminos, incluso en medio un mundo como el nuestro, sometido a tantas contingencias que escapan a nuestro control y a nuestra previsión, pero no a su mirada abarcante y paternal. Nada de lo que pueda existir en este mundo limita, frena o paraliza a Dios en su actuación o en su gobierno del universo. De ahí que ser cristiano suponga el desafío de transitar por esta vida y sus circunstancias —una de ellas la muerte, acompañada de todos sus tintes trágicos— con un gran realismo, siendo conscientes de cómo funciona la tierra que pisamos y haciendo frente por fe a realidades en ocasiones difíciles de digerir. La doctrina neotestamentaria de la paternidad divina no nos enseña en ningún momento que Dios sea una especie de seguro a todo riesgo, o que profesar la fe de Cristo conlleve para nosotros una existencia fácil, próspera en sentido material, y revestida de grandes éxitos sociales. No podemos por menos que condenar abiertamente el infantilismo religioso de quienes buscan en la fe cristiana una cobertura o un blindaje para su existencia terrena. No nos valen los textos bíblicos empleados por manipuladores profesionales del evangelio para “asegurar” que al creyente por fuerza le ha de ir bien en esta vida, pues, por un lado, ni es ésa la realidad que vivieron siempre los fieles de épocas pretéritas (¡la Biblia lo evidencia desde sus primeras páginas!), ni, por el otro, lo es siempre hoy.

Saber que Dios es nuestro Padre, y por ende Padre de todos los seres humanos, nos obliga a creer con realismo, a orar con realismo, a leer la Biblia con realismo, y a someter, también con realismo, nuestra existencia a sus manos, a lo que Él disponga para nosotros, aunque no podamos vislumbrar con claridad qué es, o aunque no entendamos bien algunas cosas que puedan suceder. Si creemos que nuestro Padre dirige con pulso certero el destino de la humanidad y lo conduce en Cristo a un estado glorioso, tal como prometen las Sagradas Escrituras en muchos de sus libros, las contingencias de esta vida presente, por difíciles que resulten o por incomprensibles que se nos hagan, no han de minimizar nuestra confianza en que Él está siempre ahí, sobre todo en esos momentos trágicos, sosteniendo a sus hijos y compartiendo su dolor. Por algo dice Is 63,9 acerca del pueblo de Dios que, aunqueen su amor y su clemencia él los redimió, y los trajo, y los levantó todos los días de la antigüedad, en primer lugar en toda angustia de ellos él fue angustiado.

“¿Y dónde estaba Dios?”, nos preguntaban. Respondemos: “Allí mismo, con los que sufrían, sin dejarlos ni un solo momento”.

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[1] Aunque, como sabe el amable lector, los pensadores más avanzados de la época veterotestamentaria también intuyeron un derramamiento de las bendiciones divinas sobre el conjunto de la humanidad. Cf. el oráculo clásico de Is 2,1-4. No obstante, son los menos.

[2] En este sentido, se leerá con provecho el párrafo completo que va del v. 28 al 39.


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