jueves, 26 de marzo de 2015

La necesidad de la justicia social y personal.



Hace muchos años impartí una serie de Conferencias bajo el lema de “La revolución pendiente”. En ellas se hacía un recorrido histórico de cómo los seres humanos habían intentado, en diversos momentos de la Historia, elaborar distintas filosofías sociopolíticas para cambiar el devenir del Sistema; Sistema en el que vivían y vivimos inmersos. Así surgieron las autocracias, las dictaduras, las democracias, el socialismo utópico, el socialismo científico o marxismo, las monarquías parlamentarias, el liberalismo, el anarquismo y el fascismo. Todos estos sistemas pensaban que su aportación era la más adecuada y justa para el desarrollo homeostático (equilibrado) y armónico de la Humanidad. Pero fracasaron.

Basándonos en la Revelación bíblica nos encontramos con el hecho de que Dios crea al Hombre (varón y mujer), a la Humanidad, como una entidad colectiva: “Entonces dijo Dios: hagamos al hombre (ya Martín Lutero había traducido este término por hombres con muy buen criterio) a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza… Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó (o varón y hembra le creó).” (Gen. 1: 26-2). En el capítulo tres del libro de Génesis, se nos narra (de una manera mitológico-simbólica) una realidad histórico-existencial validada por el mismo Jesús de Nazaret. Es lo que se conoce en términos vulgares como “la caída”, y que yo denomino la desestructuración amártica. Esa Persona Colectiva (Adán, la Humanidad) al desestructurarse crea la base biológica, psicológica, emocional y espiritual de lo que abocaría a considerar a cada miembro de la primera pareja como dos seres individuales, con dos nombres diferentes: Adán y Eva (antes de que se produjera ese proceso de individuación tenían un solo nombre: Adán (Gen. 5:1-2). Nace así el individualismo y la base, político-filosófica, que daría lugar al concepto antropológico de “persona individual” dotada del denominado “libre albedrío”. Este varón y esta mujer (o como encontramos en Gen. 2:2, este varón y esta varona) rompen su comunión con Dios, y entre ellos mismos nace así el Yo individual que sustituye al Nosotros colectivo.

La Historia de la Salvación, se gestó más allá del tiempo y del espacio, en el mismo corazón de Dios. Incluye un llamamiento a Abraham, en los términos siguientes: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré… Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”. Para “familias” se emplea un término hebreo, que traducido al griego (LXX), significa pueblo, raza, linaje y nación. Por consiguiente, la promesa salvífica de Dios no se expresa en singular (a cada persona individual), sino en plural (a cada pueblo y a cada nación). Deseo que quede perfectamente claro que cada ser humano, a nivel individual, necesita la Salvación de Dios, acogiéndose a la redención del acto soteriológico de Cristo en la cruz del calvario. Pero, el Verbo se encarnó para identificarse con la raza humana, y aunque vino para salvar a cada persona individual, su acto kenótico, su vaciamiento (Fil. 2:7), tenía como finalidad “la reconciliación con Dios de todas las cosas, así las que están en los cielos como las que están en la tierra, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.” (Col. 1:20).

Dios escogió al pueblo de Israel para que llevase su Palabra a los demás pueblos de la tierra. La revelación novotestamentaria nos explicita que la Iglesia es ahora el nuevo pueblo de Dios, cuya misión es llevar el Evangelio del Reino de los Cielos a todas las naciones (Mat. 28:18-20).

Los estudios de antropología bíblica nos enseñan que el hombre (término genérico) es un ser-para-la-muerte; y que la esfera de la intimidad de este ser está ocupada por un corazón lleno de contenidos contrarios a la voluntad de Dios, y que sobrepasan lo ético y lo neumático (Mr. 20-23). La conversión supone el paso de la Soledad a la Comunidad. El cristiano entra a formar parte de una realidad comunitaria, que se describe como: “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anuncie las virtudes de aquél que le llamó de las tinieblas a su luz admirable.” (1ª Ped. 2:9).

Muchos creen que predicar el evangelio se reduce a conseguir que cada persona reconozca su situación moral y espiritual de hombre adámico (pecador, que vive en el error, el fracaso y la frustración) y acepte a Jesucristo, como su Señor y Salvador: a aquél murió por sus pecados y resucitó para su justificación. Indudablemente que lo que antecede es ciertísimo, pero la proclamación del Evangelio implica mucho más que llevar una solución a la salvación personal “de las almas”. El evangelio del reino de Dios, tiene una dimensión moral y espiritual que alcanza a la redención de cada ser que lo recibe en lo más profundo de su ser; pero el Evangelino del Reino, cuando se asume, afecta a todas las esferas de la existencia. Se trata del Evangelio integral, aquel que no se deviene en la Gracia barata, sino en la Gracia cara como escribe Dietrich Bonhoeffer al principio de su obra “El precio de la gracia”. Entiendo que el cristiano tiene como ejemplo, paradigmático, seguir la vida y la enseñanza de Jesús de Nazaret como siervo de Dios; y es este Jesús el que le da a la proclamación del Evangelio toda su relevancia y contenidos. A su dimensión psico-neumática le añade una dimensión social, taumatúrgica (sanitaria), laboral, económica y política. El eslogan de la Revolución Liberal era: Libertad, Igualdad y Fraternidad. ¡Lástima que principios tan extraordinarios abocasen a una sociedad de clases tan injusta, y a un sistema socio-económico capitalista que continua explotando sin piedad a tantos miles de millones de seres humanos. La salvación de Dios es inmanente y trascendente. Y el cristianismo ha fracasado en cuanto ofrecer a los seres humanos una solución para la inmanencia y preocuparse solo de la trascendencia, haciendo un reduccionismo inaceptable respecto de la salvación del alma. El evangelio no se predica para que se salven las almas (un estrato más de la tectónica o estructura de la personalidad) sino para que alcance la realización trascendente las personas.

El apóstol Pedro nos dejó escrito, en su primera carta: “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas.” ( 1ª Ped. 2 : 21). Por su parte, el apóstol Juan nos clarificó, aún, más la cuestión: “El que dice que permanece en el, debe andar como el anduvo.” (1ª Juan 2:6). La pregunta surge inevitable: ¿Cómo anduvo Jesús? La palabra de Dios tiene la respuesta: “Vosotros sabéis lo que se divulgó por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo de Juan: cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y como éste anduvo haciendo bienes (lit : quién pasó haciendo el bien ) y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.”( Hch. 10 : 37-38). Todos los oprimidos por el diablo, son todos los explotados, humillados y ofendidos por el Sistema.

Hoy, tres cuartas partes de los 7000 millones de seres humanos que pueblan este planeta, viven en condiciones lamentables y carecen de todo; padecen hambre, andan descalzos y vestidos de harapos; mueren de enfermedades que, en este llamado primer mundo, ya hace mucho que están superadas. Hay millones de niños de cinco a diez años que trabajan en minas y canteras unas 14 horas diarias; recorren muchos kilómetros para llegar a su destino laboral y como retribución reciben una miseria: son los parias, los pobres de este mundo; son todos aquellos de los que el Señor Jesús se ocupó de una manera especial.

Las llamadas Iglesias cristianas del mundo occidental (de cualquier denominación) hace mucho tiempo que empezaron a abandonar la letra y el espíritu de la Escritura. Se han convertido en iglesias burguesas y viven inmersas en una sociedad hedonista y deshumanizada. Oran por las superestructuras de poder para que Dios les ilumine en el gobierno de los pueblos, pero no denuncian la injusticia criminal que hace morir a un ser humano cada pocos segundos. Las llamadas Iglesias cristianas se alían con los poderosos y participan en sus políticas fraudulentas y corruptas para obtener sus favores.

A lo largo de todo el Antiguo Testamento el mensaje que Dios hace llegar al pueblo, y de manera muy especial a sus dirigentes es este : “Me volví y vi todas las violencias (heb = opresiones ) que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba en la mano de los opresores, y para ellos no había consolación.” (Ecl 4:1). También, el llamado “profeta socialista” denuncia la situación paupérrima de los más débiles: “Oíd esto, los que explotáis (heb = exprimís) a los menesterosos ( RVA= necesitados ), y arruináis a los pobres de la tierra, diciendo: ¿cuándo pasará el mes, y venderemos el trigo; y la semana, y abriremos los graneros del pan, y achicaremos la medida, y subiremos el precio y falsearemos con engaño la balanza, para comprar a los pobres por dinero, y a los necesitados por un par de zapatos, y venderemos los deshechos del trigo? (Amós 8:4-6). Isaías, Jeremias, Hageo, Malaquías, y tantos otros, hablaron al pueblo y a los pueblos, proclamando un mensaje profético de denuncia de todas las injusticias, exhortándoles a cuidar del huérfano, de la viuda y del extranjero. Las Iglesias, en general, han perdido el sentido de la justicia social (damos gracias a Dios por las excepciones) e individual, espiritualizando el mensaje del Evangelio del Reino de Dios, hasta tales extremos que éste se hace irreconocible. En muchos lugares no solo se predica otro evangelio, sino que también se predica a otro Jesús (2ª Cor 11:3-4).

El espíritu del mundo ha penetrado en lo más profundo de nuestras congregaciones y en su interior se han reproducido los métodos y estructuras psico-sociales, socioeconómicas, sociolaborales y sociopolíticas del Sistema. Esto ha redundado en una alienación de las mismas: sin justicia nunca habrá paz en el mundo. El señor Jesús antes de despedirse de esta tierra (orgánicamente) dijo a sus discípulos, y también a nosotros: “la Paz os dejo, mi Paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da (Juan 14:27). Hoy, mas que nunca es necesaria la denuncia profética, pero ésta brilla por su ausencia. A las Iglesias les corresponde ser la voz de esa gran mayoría silenciosa, pisoteada y oprimida, que no puede denunciar la injusticia porque está sometida a la gran represión de los detentadores del poder. No sigamos engañándonos a nosotros mismos pensando que somos cristianos bíblicos cuando nuestras vidas individuales y colectivas están tan lejos de una verdadera praxis cristiana.

La revolución pendiente que cambiará la Historia y su devenir es la esperanza de aquellos que añoramos la Parusía, que dará lugar a unos Cielos nuevos y una Tierra nueva en los cuales more la Justicia. Pero, los cristianos ya somos ciudadanos del Reino de Dios y es nuestro deber insoslayable proclamar su justicia.



J. M. González Campa

Licenciado en Medicina y Cirugía. Especialista en Psiquiatría Comunitaria. Psicoterapeuta. Conferenciante de temas científicos, paracientíficos y teológicos, a nivel nacional e internacional. Teólogo y escritor evangélico. Autor de varias publicaciones en el campo científico, sociológico y teológico. Ha desempeñado diversos cargos de la más alta responsabilidad dentro del campo de la Asistencia psiquiátrica y de la Salud Mental en su región natal, Asturias, así como en otras partes de España. Es fundador y Presidente de Honor de la Asociación para la Defensa de los Enfermos Psíquicos Asturianos (ADESA). Ha sido profesor de Honor de la Universidad de Oviedo y profesor de Psiquiatría de la Escuela de Asistentes sociales de Gijón. Pertenece a distintas sociedades científicas y es socio-fundador de Socidrogalcohol (Sociedad científica para el estudio del alcoholismo y las otras drogodependencias).

Fuente: Lupa Protestante

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