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lunes, 29 de abril de 2019

Es demasiado el miedo que le tenemos a la libertad.


"Cuando la libertad reside en un valor supremo, que relativiza todo lo demás, los dictadores de pacotilla y discurso pierden toda su autoridad"


Una de las cosas que se ven con más claridad, cuando hay elecciones, es “el miedo a la libertad”. Todos decimos que queremos ser libres. Y por eso pedimos y exigimos que se nos respete la libertad. Pero no nos damos cuenta que pensamos y decimos esas cosas tan maravillosas, sobre la libertad, precisamente cuando, en lo más profundo de nuestro ser y de nuestra vida, más miedo nos da – y hasta más pánico nos causa – que nos propongan como proyecto y programa, para nuestra existencia entera, precisamente la libertad sin limitación alguna.

Hay demasiada gente en la vida a la que un buen dictador le quita de encima la carga insoportable de la libertad. Un buen dictador, que manda, impone y se impone, por eso mismo, es el gobernante que mucha gente anhela. Y si no, ¿por qué ahora en Europa hay tantos países en los que está creciendo la derecha más totalitaria? ¿No tuvimos bastante con Hitler, Mussolini, Stalin y sus compinches del siglo XX, para quedar satisfechos del “autoritarismo totalitario” que sembraron de muerte y exterminio hasta el último rincón de la Europa que, desde la Ilustración, venía soñando en la libertad?


Pero, ¡por favor!, que nadie se imagine que, al decir estas cosas, estoy haciendo una apología de la democracia, sea del color que sea. Quien se quede en eso, no ha tocado fondo. Ni se ha enterado de lo que quiero decir. Porque el problema de la libertad es mucho más profundo. 

Por eso ahora hablo, no como “político”, ni como “religioso”, y menos aún como “clérigo” o como “hombre de Iglesia”. No. Nada de eso. Hablo desde el Evangelio, con sus páginas ardientes en mis manos y su ideal inalcanzable en lo más profundo de mis convicciones. Cuando el Evangelio relata el llamamiento que Jesús les hizo a sus primeros discípulos, lo que se pone en cuestión y se plantea, para que aquellos hombres lo afronten y lo resuelvan, es sólo una palabra: “Sígueme”. Jesús no les propone un programa de vida, ni un objetivo, ni un ideal, ni crescribió genialmente Dietrich Bonhoeffer: “en realidad, se trata de la absoluta seguridad y la firmleeza en la vida, siguiendo el proyecto de vida que vivió Jesús”.

La libertad no reside en las ideas y los discursos. La libertad está en los hechos. Cuando la libertad reside en un valor supremo, que relativiza todo lo demás, los dictadores de pacotilla y discurso pierden toda su autoridad, su poder y el valor de sus promesas. De forma que quienes les siguen son los ejemplares más perfectos del miedo a la libertad.

Tocamos así el centro de la política. Pero, sobre todo, el centro mismo, no de la Religión, sino del Evangelio. Es el centro que nunca tocamos. Porque es demasiado el miedo que le tenemos a la libertad. Tenía razón Eric Fromm. Y mucho antes que él, el “proyecto de vida” que es el Evangelio.

miércoles, 2 de marzo de 2016

La laicidad del estado.



por José M. Castillo, teólogo

En estos días, se está difundiendo una noticia de largo alcance. El papa Francisco, en su visita a Brasil, en un encuentro con la clase dirigente en Río de Janeiro, dijo lo siguiente: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”.

Para comprender el significado y consecuencias de esta afirmación del papa, es necesario tener presente que no es lo mismo hablar de “laicismo” que hablar de “laicidad”. Una distinción que ha reconocido el Diccionario de la RAE en su última y reciente edición. El laicismo rechaza toda influencia o presencia religiosa en los individuos o en las instituciones, sean públicas o privadas. La laicidad admite esta influencia o presencia. Pero, en este caso, dado que el hecho religioso no es único, sino que las confesiones religiosas son muchas, la laicidad es la posición del Estado que no acepta como propia una sola confesión, sino que las respeta a todas por igual. Por tanto, la laicidad del Estado consiste en que la Constitución acepta el hecho religioso, pero respeta la diversidad de confesiones y sus diversas manifestaciones. Lo que exige, por ejemplo, que las autoridades civiles no deben presidir, como tales, actos religiosos (misas, procesiones, actos oficiales…). Ni los signos propios del catolicismo (crucifijos, imágenes, determinadas fiestas…) tienen que verse y vivirse como festividades obligatorias para toda la población.

En la medida en que el Estado acepta una confesión religiosa como propia y oficial, en esa misma medida rompe la igualdad de todos los ciudadanos. Y falta al respeto a quienes legítimamente difieren en sus creencias y prácticas religiosas.

Si nos remontamos a los orígenes del cristianismo, lo que encontramos en los evangelios es que Jesús tuvo mejores relaciones con extranjeros, samaritanos y galileos que con las autoridades religiosas del templo de Jerusalén, con los maestros de la Ley y con los observantes religiosos del partido fariseo. Sin duda alguna, de la misma manera que podemos y debemos hablar de la laicidad del Estado, podemos referirnos a la laicidad del Evangelio. Un tema sobre el que, con este mismo título, he publicado recientemente un libro. El papa Francisco tiene toda la razón del mundo. Y da en la clave de uno de los factores más determinantes para que haya paz entre las religiones y los pueblos. En todo caso, la violencia religiosa no acabará mientras no tomemos en serio lo que ha dicho el papa Francisco sobre este problema capital.

jueves, 6 de agosto de 2015

Seguramente somos más fieles a la Religión que al Evangelio.

Última Cena, de Maximino Cerezo

José María Castillo: "Jesús instituyó la eucaristía en una comida compartida, no en un ritual religioso"
"No está vinculada a un ritual sagrado, sino al hecho de compartir con otros lo que se tiene"

José María Castillo


¿Y las enseñanzas de Jesús sobre la honradez, la justicia, la sinceridad, sobre el dinero y la riqueza, sobre la sensibilidad ante el sufrimiento humano, sobre la libertad ante los poderes que oprimen y dominan a la gente más débil y desamparada? 

(José María Castillo).- Jesús instituyó la eucaristía en una cena, no en una misa. Es decir, Jesús instituyó la eucaristía en una comida compartida, no en un ritual religioso. Y sabemos que Jesús añadió: "Haced esto en memoria mía" (1 Cor 11, 24. 25; Lc 22, 19 b). O sea, el recuerdo de Jesús está inseparablemente unido al hecho de realizar lo que realizó Jesús. Y cualquiera que lea los evangelios sabe que, exactamente en los evangelios y en 1 Cor 11, 23-26, la eucaristía está asociada a la comida compartida.

En los seis relatos de la multiplicación de los panes, especialmente en la del evangelio de Juan (c. 6), y en la última cena de Jesús con sus apóstoles, eucaristía y comensalía son realidades vinculadas la una a la otra. Es decir, la eucaristía está vinculada al hecho de compartir con otros lo que se tiene para comer. La eucaristía no está vinculada - ni solamente ni principalmente - a un ritual sagrado que se observa exactamente según lo establecido en las normas.

Pero ocurrió que, con el paso del tiempo, la eucaristía se convirtió en un ritual sagrado y dejó de ser una cena compartida. No es posible saber con exactitud cuando sucedió esto. Parece ser que ocurrió en el s. III. El hecho es que así, una vez más y en un asunto de tanta importancia como éste, la Religión se sobrepuso al Evangelio. Un desafortunado cambio, que ha ocurrido demasiadas veces en la Iglesia. Y que es la causa de un fenómeno muy frecuente y del que tantas veces ni nos damos cuenta.

Porque seguramente somos más fieles a la Religión que al Evangelio. Y eso que - como estamos viendo - la religiosidad está en crisis. Lo cual es verdad. Tenemos arrumbada la Religión. Pero tenemos más arrumbado el Evangelio. A fin de cuentas, misas, bodas, bautizos, comuniones, cofradías, curas y obispos seguimos teniendo. Pero, ¿y las enseñanzas de Jesús sobre la honradez, la justicia, la sinceridad, sobre el dinero y la riqueza, sobre la sensibilidad ante el sufrimiento humano, sobre la libertad ante los poderes que oprimen y dominan a la gente más débil y desamparada?

Para leer el artículo completo, pincha aquí:

miércoles, 1 de abril de 2015

Martirio: ¿Morir por la fe o por defender la vida?



José M. Castillo, teólogo

No voy a repetir (ni resumir), una vez más, los muchos motivos de admiración y elogio que nos vienen a la cabeza cuando recordamos lo que fue la vida y la muerte de Mons. Romero. Creo que lo más importante y lo más práctico será preguntarnos qué nos dice ahora, a los 35 años de aquella muerte, lo que sucedió entonces, y lo que ha venido sucediendo desde entonces hasta este momento en la Iglesia y en el mundo.
Pues bien, en estos 35 años – aparte de tantas otras cosas – en relación al hecho de la muerte de Mons. Romero, se han puesto en evidencia cuatro cosas que están a la vista de todo el mundo:

1º. El arzobispo Romero murió por defender la vida de los seres humanos. En el contexto de la homilía, que pronunció Romero el 23 de marzo de 1980, sus palabras: “¡Cese la represión!” tenían ciertamente ese sentido.

2º. Otros casos, que han tenido un significado y unas consecuencias más o menos equivalentes, han sido reconocidos (en estos 35 años) como mártires. Los ejemplos son numerosos. Baste pensar en san Maximiliano Kolbe. O en los cientos de mártires de la Guerra Civil Española de 1936 a 1939.

3º. En contraste con lo que acabo de indicar, el caso de Mons. Romero ha encontrado resistencias muy serias en la Curia Vaticana. Resistencias que ya aparecieron en vida de Romero y son conocidas. Cuando, años más tarde, se introdujo la causa de beatificación y canonización, la causa fue bloqueada en Roma. Y ha estado en vía muerta durante años. La intervención del actual obispo de Roma, el papa Francisco, ha sido determinante para acelerar el proceso.

4º. El caso concreto – de cuanto ha sucedido con motivo de la muerte y el proceso ulterior de Mons. Romero – ha dejado patente, una vez más, que: así como la relación entre la Religión y la “otra vida” es algo que está fuera de duda, la relación entre la Religión y “esta vida” no está tan claro. Y no sólo no está claro, sino que se trata de algo que plantea preguntas muy inquietantes. Voy a poner dos ejemplos actuales (y católicos). Sin tener que echar mano de la Inquisición de antaño ni de los “yihadistas” de ahora, planteo dos preguntas de dolorosa actualidad: a) ¿Por qué se condena con la excomunión al que comete un “aborto” (y conste que yo soy anti-abortista) y no se excomulga al que mantiene y justifica la “pena de muerte”? b) ¿Por qué la Iglesia defiende en su predicación los Derechos Humanos y no los pone en práctica en su Derecho Canónico, en su sistema de gobierno y en la teología subyacente a todo lo que, en la Iglesia y en la sociedad, son y representan los derechos de las personas?

Además, los cuatro hechos que acabo de apuntar se deben situar, y se tienen que entender, en el contexto de la América Latina y de El Salvador de los años 70 a los 90 del siglo pasado. Sabemos que, en las décadas de los 70 y los 80, los pueblos de América Latina tuvieron que soportar, no sólo la confrontación política de incontables conflictos, sino además la creciente resistencia de los poderes políticos, económicos y religiosos a los movimientos populares y, más en concreto, a la Teología de la Liberación y a todo lo que tal teología representa y especialmente representó en aquellas décadas.

Queda, por tanto, fuera de duda que, así como la relación de las religiones con la “otra vida” es una cosa evidente, sin embargo la relación de las religiones con “esta vida” (sus derechos, su seguridad, su dignidad….) no es una cosa tan evidente, ni mucho menos.

Ahora bien, hecha esta constatación – comprobada sobradamente por la experiencia histórica de tantos siglos y de tantos casos en las más distintas religiones -, nos preguntamos: ¿por qué sucede esto así?

Sería un error, me parece a mí, buscarle a este problema (tan importante y de tan importantes consecuencias) una explicación ética (la maldad humana), social (la confrontación de ricos y pobres) o política (el poder de los que mandan y la sumisión de los que obedecen). Lo ético, lo social y lo político son, por supuesto, factores determinantes en este asunto tan complejo. Pero ni lo ético, ni lo social, ni lo político son – a mi modo de ver – la raíz de un fenómeno que es mucho más hondo en la experiencia humana, como se ha hecho patente en la experiencia histórica e incluso pre-histórica.

¿A qué me refiero? Caigamos en la cuenta de que no es lo mismo hablar de Dios que hablar de la religión. Es importante saber (y tener siempre presente) que, en la historia del hecho religioso, lo primero no fue Dios, sino que lo primero fueron los ritos (y los rituales). Los ritos religiosos existen desde el paleolítico superior. De Dios tenemos noticia, en este mundo, seguramente desde hace diez mil años o quizá menos. Por eso se ha dicho, con razón, que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. Van der Leeuw, Walter Burkert…).

Esto supuesto, nosotros decimos ahora que la religión es un medio (mediación) para relacionarnos con Dios. Pero no caemos en la cuenta de que, con demasiada frecuencia, la religión con sus rituales (templo, ritos, lo sagrado, los sacerdotes, la normativa religiosa….) ocupan tanto espacio y alcanzan tanta importancia en la vida de los individuos y de la sociedad, que Dios, la realidad última y trascendente, que tendría que dar sentido a todo, queda desplazado y deformado, hasta verse como un ser carente de sentido o incluso contradictorio. Sobre todo, cuando intentamos armonizar a Dios con el problema del mal (La imposible teodicea, Juan A. Estrada). De donde resulta una consecuencia patética. Que consiste en que, con demasiada frecuencia y sin ser conscientes de lo que nos sucede, lo que realmente ocurre es que la religión, sus ritos, sus jerarquías y sus normas, en lugar de acercarnos a Dios y hacernos más buenas personas, lo que en realidad hacen es complicar nuestra relación con Dios y, sobre todo, dificultar nuestras relaciones sociales, políticas, culturales, religiosas o simplemente humanas. Y, además de lo dicho, tranquilizando nuestras conciencias, ya que ésa es la función principal que tiene el rito religioso. Los ritos religiosos no modifican nuestras conductas, sino que el efecto que producen es que es que podamos dormir con la conciencia tranquila. Con lo que nos afianzan más en nuestras pautas de comportamiento. Llegando, a veces, a producir auténticos esperpentos contradictorios, en los que uno no alcanza a armonizar tanta fidelidad religiosa con tanta infidelidad ética o sencillamente con tanta descomposición humana.

Ahora bien, aquí nos encontramos con el nudo del problema que (a mi modo de ver) nos plantea el Evangelio. Me refiero al problema que consiste en que el protagonista del Evangelio, Jesús de Nazaret, el hombre más radicalmente religioso que reconocemos, en cuanto que se identifica con Dios y en él vemos y palpamos a Dios (Jn 1, 18; 14, 9-11; Mt 25, 31-46), este Jesús de Nazaret fue perseguido por la religión, rechazado por la religión, condenado por la religión y asesinado como un subversivo por los más cualificados responsables y dirigentes de la religión (Jn 11, 47-53; 19, 7).

Es verdad que el propio Jesús advirtió que él no había venido a este mundo para “suprimir” (katalyo) la Ley y los Profetas, es decir la “religión”, sino para “llevarla a la plenitud” (pleróo) la antigua religión (Mt 5, 17). Lo que, según la interpretación más razonable, viene a decir que Jesús no pretendió acabar con la religión, ni tampoco intensificar cuantitativamente la antigua religión, sino que su proyecto consistió en modificar cualitativamente el hecho religioso (Ulrich Luz). Con lo que quiero decir esto: lo que Jesús dejó patente, con su forma de vida y con sus enseñanzas, es que el centro de la religión no está ni en el templo, ni en los rituales, ni en lo sagrado, ni en la sumisión a las normas religiosas, ni en los domas y sus teologías, sino que está en la praxis, en una ática, en un proyecto de vida, en una forma de vivir, que se centra y se concentra en la bondad con todos y todas por igual, en el amor sin limitaciones ni condicionamientos (Mt 5, 43-48; 38-42; Lc 10, 25-37….). Lo que se tiene que traducir y realizar en el respeto a la vida humana, en la defensa de la vida, el dignidad y los derechos de la vida humana.

Esto quiere decir que Jesús desplazó la religión, en cuanto que la sacó del templo, se la quitó a los sacerdotes y sus jerarquías, la separó de los ritos, la antepuso a lo sagrado. Y la puso en el centro de la vida. Es más la amplió y la extendió a la vida entera, no reducida a determinados momentos de la vida, a espacios separados, a gestos privilegiados, a objetos y personajes con quienes hay que mantener una relación de abajamiento y sumisión. Y así es cómo Jesús representa y expresa “la humanización de Dios”. Más aún, él nos revela “la humanidad de Dios” (José M. Castillo). Por eso se puede (y se debe) afirmar que la originalidad del cristianismo consiste en que no es una religión como las demás. La fe, que es el eje y el centro del cristianismo, no es la fe en el Trascendente, sino que es la fe en Jesús de Nazaret, el “Dios encarnado”. Lo que significa que el eje y el centro del cristianismo es la fe en el Dios humanizado.

Ahora bien, lo primero que todo esto nos dice es que la fe en Jesús es fe en Dios. Pero es una fe en Dios al que encontramos en “lo humano”, en la realidad humana de Jesús. En su condición humana. Teniendo en cuenta que, si hablamos de la “condición humana”, nos estamos refiriendo a lo que es “común a todos los humanos”, sean cuales sean sus diferencias culturales, sociales, políticas y, por tanto, sus diferencias religiosas. En este sentido, hablar de “lo humano” es hablar de “lo laico”. Lo que es previo a “lo religioso”. Por eso – y esto es capital – la fe, tal como de ella se habla en los evangelio, no es la fe de la que se habla en las cartas de Pablo. En los escritos de Pablo, la fe está relacionada con “justificación” (Rom 4, 1-5) y con la “redención”. Es, por tanto, una fe que se orienta a la “otra vida”. Es decir, a la “salvación eterna”. En los evangelios, la fe en Jesús se relaciona directamente con “esta vida”, con los problemas humanos más apremiantes, concretamente el problema de la salud de los enfermos. Para Jesús, la expresión “tu fe te ha salvado” es lo mismo que decir, “tu fe te ha curado” (Mc 5, 34; Mt 9, 22; Lc 8, 48; Mc 10, 52; Mt 8, 10. 13; 9, 30; 15, 28; Lc 7, 9; 17, 19; 18, 42).

Dando un paso más, es determinante precisar el significado y el alcance de esta condición laica de Jesús. La condición en la que se nos revela Dios y en la que (según el Evangelio) encontramos a Dios. Lo más elocuente, en lo que acabo de decir, es caer en la cuenta y tener presente que las tres grandes preocupaciones de Jesús fueron: 1) La salud humana (curaciones de enfermos). 2) La alimentación humana (relatos de comidas siempre en relacionadas con la “comensalía”, la comida compartida). 3) Las relaciones humanas (centradas en la bondad que imita la bondad sin límites del Padre del Cielo).

Pero nada de lo dicho es lo más elocuente, cuando tratamos de comprender a Jesús y lo que representa la fe en Jesús. Lo más notable de todo es que Jesús vivió y enseñó estas tres preocupaciones anteponiéndolas a la fidelidad y a la observancia de las tradiciones rituales de la religión. Prueba de ello es que este empeño de Jesús por anteponer la salud de los enfermos, la comida de los pobres y las relaciones de bondad y amor hacia todos, a la observancia de tradiciones y rituales religiosos, esto fue lo que provocó los constantes enfrentamientos de Jesús con los dirigentes de la religión. Los enfrentamientos que desembocaron en el conflicto definitivo, el juicio, la condena y la muerte que se imponía a los subversivos.

Termino respondiendo a la pregunta que propuse al comienzo de esta conferencia. ¿Qué nos dice hoy, después de 35 años, la muerte de Mons. Romero? Por supuesto, el martirio consiste en dar la vida por defender la fe cristiana. Pero la fe cristiana no se reduce a defender unas verdades y unas prácticas religiosas. La fe, tal como fue propuesta y explicada por Jesús, consiste ante todo en la convicción que nos lleva a defender la vida, dignificar la vida y hacer feliz la vida, sobre todo y antes que nada la vida de quienes se ven más limitados, amenazados e inseguros en su propia vida.

Por eso, cuando Monseñor Romero, en nombre de Dios, exigió: “cese la represión”, en realidad no hizo sino un acto heroico de fe, que le dio a su muerte una sola posible explicación. La explicación de una fe que sólo se justifica si se explica como una adhesión tan fuerte al Evangelio, que, en las circunstancias en que se produjo, no podía acabar sino en el martirio. De ahí que la pregunta inicial se convierte ahora en una interpelación para todos los que, con motivo de su beatificación, vamos a recordar, agradecidos y emocionados, al hombre mundialmente más conocido que nació en este hermoso país. Y esa interpelación se reduce a esto: ¿dónde y en qué hemos puesto el centro de nuestra fe? ¿en los “rituales religiosos” que tranquilizan nuestras conciencias o en el “proyecto de vida”, el Bios, que con su forma de vivir nos trazó Jesús?

lunes, 19 de enero de 2015

La religión exige respeto.


José Mª Castillo

Los sangrientos incidentes, que se han provocado en París con motivo de los asesinatos causados por el fanatismo religioso islamista contra los periodistas de Charlie Hebdo, han desencadenado la indignación y el miedo por casi toda Europa. Y la lógica del discurso, como es normal, se orienta mayoritariamente a condenar la violencia irracional de los terroristas. Sin embargo, si la cosa se piensa a fondo, me temo que se cargue la mano sobre algo que es muy verdadero: la violencia criminal de los intolerantes de la religión. Pero, tan cierto como lo que acabo de decir, es que el empeño legítimo por defender la libertad de opinar en una sociedad democrática, puede ocultar otro aspecto fundamental de la cuestión, a saber: que la religión es un asunto extremadamente serio. Porque la religión toca las fibras más profundas en las convicciones que dan sentido a la vida de millones de seres humanos. Y con esto – si es que tomamos la vida muy en serio – hay que tener mucho cuidado.

No pretendo en modo alguno justificar el terror y la violencia de los terroristas que, en nombre de “lo divino”, se atreven a violentar e incluso asesinar “lo humano”. Sólo pretendo recordar que la religión es un asunto muy serio. Es más, como se ha dicho con toda razón, “la religión puede ser mortalmente seria”. Es la “seriedad absoluta, que deriva del trato con superiores invisibles…, prerrogativa de lo sagrado que caracteriza a la religión” (W. Burkert, P. Hassler, D. D. Hughes). Más aún, como es bien sabido, la intuición genial de Rodolph Otto nos advirtió sabiamente que la experiencia del hecho religioso es en realidad el encuentro con el “mysterium tremendum”, un misterio “que hace temblar” a no pocas personas y grupos humanos.

Insisto: si es importante respetar la libertad de expresión, y en esta libertad hay que educar a la ciudadanía; pero también es importante que todos nos eduquemos en el respeto a las creencias y convicciones de los demás, con tal que tales creencias no lleven a la violencia en ninguna de sus formas.

Por supuesto que no es equiparable la violencia de un arma de fuego con la violencia de un lápiz. Pero tan cierto como eso es que no debe ser bueno para nadie lo que atinadamente ha dicho un artista francés bien conocido: “Mofarse de todo el mundo es una tradición muy arraigada en Francia desde Voltaire” (Christian Boltanski). Y que nadie me venga con las sutiles precisiones lingüísticas que ha hecho Alberto Manguel. Por supuesto, que “la razón tiene derecho a reírse de la locura”. Como no es lo mismo la “sátira” que el “insulto”.

Estamos de acuerdo con todas las precisiones que los pensadores y lingüistas nos quieran y nos deban hacer sobre lo que han hecho los ingeniosos periodistas del humor de Charlie Hebdo. Pero, ¡por favor!, no olvidemos que las palabras, las ideas y las sutiles distinciones de los sabios, nunca pueden abarcar la totalidad de lo real. Y la realidad – triste y dura realidad – es que, con demasiada frecuencia, el que se dedica al oficio de mofarse de los demás, por muy artista que sea, posiblemente sin darse cuenta de lo que hace, en realidad a lo que se puede dedicar muchas veces es a despreciar a quienes discrepan de sus ideas, por más respetables que sean. Pasar de la sátira al desprecio es más fácil de lo que sospechamos. Pero, es claro, que quien se ve o se siente despreciado, una y otra vez, llegará el día en que se ponga como un loco a violentar y matar al que le ofende.

¿Que hay que vigilar a los terroristas? Por supuesto. Pero que quede claro que no es menos urgente vigilar también a quienes se dedican a la desagradable tarea de la burla y la mofa como oficio.

Fuente: Atrio
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domingo, 18 de enero de 2015

Fundamentalismo religioso, ¿amenaza u oportunidad?

José Mª Castillo, 12-Enero-2015

Los recientes y dolorosos incidentes, ocurridos en Paris y provocados presuntamente por los fundamentalistas religiosos de la yihad islámica, han hecho saltar todas las alarmas no sólo en Francia, sino en toda Europa. Los políticos y los cuerpos de seguridad del Estado se han puesto lógicamente en estado de máxima alerta. En cada país, los gobernantes le dicen a la gente que no tengan miedo, que todo está asegurado y garantizado el orden. No hay motivos de preocupación, ya que contamos con policías armados y cuerpos de seguridad que nos garantizan a todos la necesaria estabilidad para vivir tranquilos.

No hay razones para dudar de que nuestros políticos, al decir estas cosas, nos transmiten la verdad. Y la eficacia con que ha procedido la policía francesa es la prueba más evidente de que estamos protegidos. El problema, por tanto, no está en que las fuerzas de seguridad no dispongan de los medios que necesitan para defendernos. El problema está en que el enemigo, en este caso, supera en peligro todos los medios de defensa que puedan tener los medios de seguridad del Estado. Porque la lucha está planteada entre fuerzas muy dispares. Los medios con que cuenta la policía se basan en la técnica. Los medios con que cuenta el fundamentalismo religioso se basan en la conciencia y en ocultos intereses relacionados con la conciencia. Ahora bien, esto quiere decir que los medios con que cuenta la policía son conocidos, mientras que los medios con que cuenta el terrorismo religioso no son (ni pueden ser) conocidos. Por eso los terroristas fanáticos de una religión atacan dónde, cuándo y como menos se puede imaginar y de forma que nadie podía sospechar lo que sucede o ha sucedido. Si somos sinceros, no tenemos más remedio que reconocer que esto es así. Por más desagradable o costoso que resulte reconocerlo.

Pues bien, estando así las cosas, ¿qué hacer? Por supuesto, en lo que se refiere al papel, que corresponde a los cuerpos de seguridad del Estado, lo que hay que hacer es apoyar el esfuerzo enorme que vienen realizando para asegurar nuestra protección ante las amenazas del terrorismo religioso. Pero, dicho esto, es decisivo tener muy claro que el camino de la solución radical no será el que nos tracen los políticos, con sus reuniones y acuerdos, ni el que nos puedan ofrecer los policías, con sus armamentos y estrategias. Si la raíz del peligro está en las conciencias, lo que urge pensar a fondo es si podemos – y debemos – renovar las religiones de forma que, en ellas, no tengan lugar las conciencias de los terrorismos fundamentalistas. ¿Es eso posible? Más aún, ¿es eso no sólo conveniente, sino incluso necesario?

El dato capital, en todo este asunto, radica en que el punto de partida del hecho religioso no estuvo en la fe en Dios, sino en la fe en los rituales religiosos. Estoy hablando de los lejanos tiempos del paleolítico superior. Más aún, abundan los paleontólogos convencidos de que ya los neanderthal practicaban el entierro ceremonial de los muertos, de forma que actividades semejantes habrían ido acompañadas de ideas religiosas desde hace alrededor de cien mil años (Konrad Lorenz, E. O. Wilson, K. Meuli, W. Burkert, H. Kühn). Así las cosas, se ha dicho con razón que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. Van der Leeuw; cf. R. P. Marret, M. P. Nilsson). Y la historia posterior, hasta nuestros días, se ha encargado de dejar patente que los individuos, desde la niñez, y la sociedad en general al igual que la cultura, asimilan con más facilidad y claridad la fe en los ritos que la fe en Dios. Es frecuente que la gente se aferre a las observancias rituales, en tanto que la seguridad y la claridad, en lo que concierne a Dios, resulta para muchos algo problemático, quizá dudoso y, en todo caso, un sentimiento amenazado por la oscuridad. Las observancias rituales tranquilizan las conciencias. El asunto de Dios es, para muchos, un problema nunca resuelto y que, tantas veces, se vive como un misterio o, al menos, como un enigma.

No es posible analizar aquí la hondura y las consecuencias de lo que acabo de indicar. Pero hay algo, muy fundamental, que no podemos dejar al margen. Se trata de un hecho que estamos viendo a diario y por todas partes. Me refiero a la cantidad de fieles, que nos confesamos creyentes, pero que en nuestra vida somos más estrictos observantes de los rituales religiosos que estrictos cumplidores de las exigencias éticas que tendríamos que cumplir como ciudadanos ejemplares. Reducimos nuestra religiosidad a determinadas prácticas rituales, al tiempo que excluimos de nuestra religiosidad el respeto, la tolerancia, la sensibilidad ante el sufrimiento, sobre todo el sufrimiento de los más débiles. Y así sucesivamente. Hasta llegar a hacer compatible la estricta observancia de la religión con la violencia más brutal ante todo aquello con lo que no estamos de acuerdo.

Esta violencia, por lo demás, es comprensible. Y con frecuencia resulta inevitable. Porque la religión es la creencia en un poder absoluto. La que lógicamente se traduce en la obligación indiscutible de una obediencia absoluta. Ahora bien, desde el momento en que el centro de la vida (y el futuro de la salvación) depende de una obediencia absoluta, la consecuencia inevitable es que tal obediencia se antepone a todo lo demás, incluso a la vida misma de quienes se oponen o dejan de cumplir semejante obediencia.

Naturalmente, una persona que piensa y vive así, no puede estar de acuerdo con la modernidad, con la sociedad secular, en la que los derechos fundamentales del ser humano se anteponen a todo cuanto pueda limitarlos y sobre todo reducirlos o anularlos. Ahora bien, desde el momento en que nos encontramos con este problema, por eso mismo tropezamos con las raíces del fundamentalismo religioso. Es el problema que ya intuyó, en 1909, el profesor de la Universidad de Harvard Charles Eliot, cuando insistió en que el dilema de los cristianos, en el mundo moderno, es el dilema que consiste en si ponemos el centro de nuestra fe en las exigencias éticas o más bien lo situamos en la fidelidad a las creencias ortodoxas y a los rituales sagrados (cf. Karem Armstrong). Como es lógico, los fundamentalistas religiosos centran de tal manera (y hasta tal extremo) su vida y sus intereses en la fiel observancia de los rituales sagrados, que anteponen esa observancia a la vida misma. La vida de quien sea y en lo que sea. Hasta el extremo de estar dispuestos a matar, o dejarse matar, con tal de no permitir que la sociedad democrática, laica y secular se sobreponga a la sociedad condicionada y sumisa a las exigencias de la religión.

En el caso del cristianismo, es conocido el enfrentamiento de los creyentes, sobre todo de la clase alta, a las libertades y derechos del hombre y del ciudadano, tal como habían sido promulgados por la Asamblea Francesa en 1789. Desde entonces, es conocida la postura intransigente de hombres como Louis Bonald, Joseph de Maistre y La Mennais, en Francia, Karl Ludwig von Haller y Friedrich von Hurter, en Alemania, Donso Cortés en España. Y no hay que olvidar la resistencia del papado, desde Pío VI (en 1790) hasta Pío X (en 1906), en cuanto se refiere a las dos grandes exigencias de la modernidad: la igualdad y la libertad.

No pretendo entrar en la complicada historia reciente del fundamentalismo judío e islámico. Me limito a recordar, por lo que se refiere a la actualidad de éste último, los nombres de Mustafa Kemal Ataturk (1919-1922), en Turquía, y Rashid Rida (1922-1923), en Egipto, que propugnaron sociedades más de corte moderno que de fidelidad al pasado islámico por el que se habían regido hasta comienzos del siglo XX. Desde entonces, en el mundo islámico, hay no pocas personas y grupos que ven, en la sociedad secular y democrática, una amenaza para la integridad y estabilidad de sus creencias.

Así las cosas, el problema en este momento está fuertemente condicionado, sin duda alguna, por intereses de poder y por ambiciones económicas. Pero el fondo del problema es, sin duda alguna, de carácter religioso. Se trata del enfrentamiento de la religión centrada en la más estricta observancia e impuesta obligatoriamente a toda la sociedad. Un califato. Lo más diametralmente opuesto al proyecto fundamental de una sociedad laica, libre y respetuosa con las creencias religiosas, con tal que, en esa sociedad, se privilegien sobre todo los derechos fundamentales de los seres humanos.

Pues bien, dado que nos encontramos en esta situación, se comprende la actualidad apasionante que entraña lo que, en un reciente estudio, he calificado como “la laicidad del Evangelio”. Los relatos, que ofrecen los evangelios, son la historia del enfrentamiento de Jesús con las raíces del fundamentalismo religioso. Jesús, en efecto, comprendió que el mayor peligro, para la religión y para la humanidad, está precisamente en el sometimiento incondicional a los rituales religiosos, de forma que la sumisión a tales rituales se antepone al sufrimiento humano, a los derechos humanos, a la dignidad de las personas y a la vida misma. Esto es lo que Jesús no toleró en modo alguno. Y por esto precisamente fue por lo que los dirigentes de la religión vieron que el proyecto de Jesús era incompatible con el proyecto que ellos defendían por encima de todo.

Pienso, además, que en no pocos textos de los profetas de Israel, como en numerosos documentos del Korán, la aspiración a la paz y el entendimiento entre los seres humanos y los pueblos se nos ofrecen como principios rectores de la sociedad.

La conclusión más razonable, que cabe deducir de la reflexión que acabo de exponer, es que, por más importante y urgente que nos parezca la sólida defensa de nuestros pueblos, culturas y sociedades, por la solidez y eficacia de las fuerzas de seguridad del Estado, reducir nuestra defensa a esa solides militar y policial sería algo así como ponerle puertas al campo. Mientras haya individuos y grupos organizados, que viven convencidos de que su misión en la tierra es el sometimiento, o incluso el exterminio, de quienes queremos y defendemos una sociedad que antepone los derechos fundamentales de los seres humanos a las normas y rituales de la religión, todos viviremos amenazados. Y amenazados de muerte, por más policías que nos defiendan y por más seguridades que nos garanticen nuestros gobernantes.

Esto supuesto, desde luego que valoramos y exigimos que los policías nos defiendan. Pero, si es que vemos la hondura del problema, valoramos y exigimos más aún que se gestione la educación religiosa de manera que lo primero y lo esencial, en esa educación, sea inculcarnos a todos – e inculcar a todos los pueblos de este mundo – que la fe en Dios y el respeto a Dios consiste, ante todo y sobre todo, en defender la vida, respetar la vida, promover los derechos y la dignidad de los seres humanos, hasta que la igualdad en derechos, y la libertad en creencias y convicciones, estén garantizadas para todos.

En el Sermón del Monte, Jesús dijo: “Si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Se pueden discutir no pocos detalles relativos a este texto. Pero, en cualquier caso, lo que no admite discusión es que aquí se presenta un modelo de religión en el que lo primero no es la observancia del ritual. Lo primero de todo, en la vida y en la religión, tiene que ser siempre mantener la mejor relación posible con el otro, sea quien sea y por el motivo que sea. El día que se eduque a todos los niños y jóvenes del mundo en esta convicción, ese día la humanidad habrá dado el paso decisivo para empezar a vivir en paz. Y con la seguridad de la paz garantizada.

Fuente: Atrio

viernes, 16 de agosto de 2013

¿Y si nos quedamos sin Sacerdotes?



José María Castillo, teólogo


Jesús fue un laico, que vivió y enseñó su mensaje como laico…(José María Castillo).
El cristianismo tiene su origen en Jesús de Nazaret. Pero Jesús no fue sacerdote. Jesús fue un laico, que vivió y enseñó su mensaje como laico. Jesús reunió un grupo de discípulos y nombró doce apóstoles.
Recordemos cómo la Iglesia del primer milenio tuvo un concepto de la vocación sacerdotal muy distinto del que tenemos ahora. Hoy se piensa que la vocación es la “llamada de Dios” para que un cristiano, con la aprobación del obispo, pueda ser ordenado sacerdote. En los primeros diez siglos de la Iglesia, se pensaba que la vocación es la “llamada de la comunidad” para que un cristiano fuese ordenado sacerdote.

Pero ocurre que, en este momento, la escasez de vocaciones es un hecho tan notable que hasta los políticos cristianodemócratas de Alemania han hecho pública una carta en la que piden al episcopado que puedan ser ordenados de sacerdotes hombres casados. Hasta los hombres de la política andan preocupados de lo mal que van las cosas en la Iglesia, entre otros motivos, por la alarmante falta de sacerdotes para atender las necesidades espirituales de los católicos.
Así están las cosas en este momento. Los obispos – ya lo han dicho los alemanes – no están dispuestos a suprimir la ley del celibato. Y menos aún estarían dispuestos a tomar decisiones más radicales en cuanto se refiere al clero, especialmente por lo que respecta a la necesidad de que en la Iglesia haya sacerdotes para administrar los sacramentos. Yo no sé si los obispos van a ceder en este delicado asunto. Y si ceden, cuándo lo harán. Sea lo que sea de todo esto, me parece que ha llegado el momento de afrontar esta pregunta ¿y si llega el día en que nos quedemos prácticamente sin sacerdotes? ¿sería eso el derrumbe total de la Iglesia?

El cristianismo tiene su origen en Jesús de Nazaret. Pero Jesús no fue sacerdote. Jesús fue un laico, que vivió y enseñó su mensaje como laico. Jesús reunió un grupo de discípulos y nombró doce apóstoles. Pero aquel grupo estaba compuesto por hombres y mujeres que iban con él de pueblo en pueblo (Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41). La muerte de Jesús en la cruz no fue un ritual religioso, sino la ejecución civil de un subversivo. Por eso la carta a los hebreos dice que Cristo fue sacerdote. Pero este escrito es el más radicalmente laico de todo el Nuevo Testamento. Porque el sacerdocio de Cristo no fue “ritual”, sino “existencial”.

Es decir, lo que Cristo ofreció, no fue un rito ceremonial en un templo, sino su existencia entera, en el trabajo, en la vida con los demás y sobre todo en la horrible muerte que sufrió. Para los cristianos, no hay más sacerdocio que el de Cristo, que consiste en que cada uno viva para los demás. Ni más ni menos que eso. El sacerdocio cristiano, tal como se vive en la Iglesia, no tiene fundamento bíblico ninguno. Por eso en la Iglesia no tiene que haber hombres “consagrados”. Lo que tiene que haber es hombres y mujeres “ejemplares”. El “sacerdocio santo” y el “sacerdocio real” del que habla la 1ª carta de Pedro (1, 5. 9) es una mera denominación “espiritual” de todos los cristianos.

Además, en todo el Nuevo Testamento jamás se habla de “sacerdotes” en la Iglesia. Es más, está bien demostrado que los autores del Nuevo Testamento, desde san Pablo hasta el Apocalipsis, evitan cuidadosamente aplicar la palabra o el concepto de “sacerdote” a los que presidían en las comunidades que se iban formando. Esta situación se mantuvo hasta el siglo III. O sea, la Iglesia vivió durante casi doscientos años sin sacerdotes. La comunidad celebraba la eucaristía, pero nunca se dice que la presidiera un “sacerdote”. En las comunidades cristianas había responsables o encargados de diversas tareas, pero no se les consideraba hombres “sagrados” o “consagrados”. En el s. III, Tertuliano informa de que cualquier cristiano presidía la eucaristía (“De exhort. cast. VII, 3).

¿Qué pasaría si se acabaran los sacerdotes en la Iglesia? Simplemente que la Iglesia recuperaría, en la práctica, el modelo original que Jesús quiso. Lo que pasaría, por tanto, es que la Iglesia sería más auténtica. Una Iglesia más presente en el pueblo y entre los ciudadanos. Una Iglesia sin clero, sin funcionarios, sin dignidades que dividen y separan. Sólo así retomaríamos el camino que siguió el movimiento de Jesús; un movimiento profético, carismático, secular.

El clericalismo, los hombres sagrados y los consagrados han alejado a la Iglesia del Evangelio y del pueblo. Así lo ve y lo dice la gente. La Iglesia se pensó que, teniendo un clero abundante y con prestigio, sería una Iglesia fuerte, con influencia en la cultura y en la sociedad. Pero a los hechos me remito. Ese modelo de Iglesia se está agotando. No podemos ignorar todo el bien que los sacerdotes y los religiosos han hecho. Y el que siguen haciendo. Pero tampoco podemos olvidar los escándalos y violencias que en la Iglesia se han vivido y de los que el clero, en gran medida, ha sido responsable.

Pero lo peor no es nada de eso. Lo más negativo, que ha dado de sí el modelo clerical de la Iglesia, es que quienes han tenido el “poder sagrado”, se han erigido en los responsables y, de las “comunidades de creyentes”, han hecho “súbditos obedientes”. La Iglesia se ha partido, se ha dividido, unos pocos mandando y los demás obedeciendo. En la Iglesia debe haber, como en toda institución humana, personas encargadas de la gestión de los asuntos, de la coordinación, de la enseñanza del mensaje de Jesús… Pero, una de dos; o Jesús vivió equivocado o los que andamos equivocados somos nosotros.

Por supuesto, el final del clero no se puede improvisar. Probablemente el cambio se va a producir, no por decisiones que vengan de Roma, sino porque la vida y el giro que ha tomado la historia nos van a llevar a eso; a una Iglesia compuesta por comunidades de fieles, conscientes de su responsabilidad, unidos a sus obispos (presididos por el obispo de Roma), respetando los diversos pueblos, naciones y culturas.

Y preocupados sobre todo por hacer visible y patente la memoria de Jesús. Ya son muchas las comunidades que, por todo el mundo, a falta de clérigos, son los laicos los que celebran ellos solos la Eucaristía. Porque son muchos los cristianos que están persuadidos de que la celebración de la Eucaristía no es un privilegio de los sacerdotes, sino un derecho de la comunidad. El proceso está en marcha. Y mi convicción es que nadie lo va a detener. Termino afirmando que, si digo estas cosas, no es porque me importe poco la Iglesia o porque no la quiera ver ni en pintura. Todo lo contrario. Precisamente porque le debo tanto y me importa tanto, por eso, lo que más deseo es que sea fiel a Jesús y al Evangelio.

lunes, 27 de mayo de 2013

¿Es hora de otra iglesia?

Revista Éxodo, num 118, abril de 2013

¿ES HORA DE OTRA IGLESIA?
Evaristo Villar
Cuando el epicentro se desplaza  desde las sociedades satisfechas y conquistadoras hacia las tierras conquistadas, y se busca al obispo de Roma en el último rincón del mundo, algo importante está sucediendo.
 Parece comenzar, al menos en las formas, un nuevo período en la vida de la Iglesia. Pero, ¿responderá eficazmente a los desafíos que hoy tiene planteados la iglesia?
 Con estas cuestiones de fondo, aparece el número 118 de la revista Éxodo. Señalo algunos de los autores que nos acompañan en esta reflexión: Nicolás Castellanos, Pedro Miguel Lamet, Leonardo Boff, José María Castillo, Joaquín García Roca, Benjamín Forcano y Evaristo Villar.
Editorial ¿Es hora de otra iglesia? ¿Qué es lo que está pasando en esta institución milenaria para que tengamos que hacernos hoy esta pregunta?  En las siguientes páginas de Éxodo podrás ir encontrando algunas respuestas a este interrogante.
Es inimaginable la renuncia de un papa  y a todo el mundo ha sorprendido la llegada a Roma de alguien que viene “desde el fin del mundo”. Como al paso de una intensa borrasca invernal,  comienzan a borrarse los anacrónicos perfiles de un paradigma papal, monárquico y absolutista, a la vez que tímidamente parecen emerger otros nuevos, más acordes con la sensibilidad de nuestro tiempo.
La  monarquía papal no es un dato originario que pertenezca a la esencialidad de la tradición de la iglesia. Se ha venido construyendo en la historia desde el siglo XI con el  “dictatus Papae” de Gregorio VII, la teocracia de la bulaUnam Sanctam de Bonifacio VIII (s. XIV) y el dogma de la  infalibilidad del  Vaticano I (s. XIX). Se trata de una figura, con rasgos  faraónicos que rayan en   la idolatría, y que  recoge sin pudor el Código de Derecho Canónico, promulgado por Juan Pablo II en 1983.  En este código de leyes, actualmente vigente, se llega  afirmar  que el papa y solo él tiene potestad suprema y plena, inmediata y universal, que no puede ser juzgado por nadie y que puede juzgar y condenar, sin apelación,  incluso a los jefes de Estado del  mundo entero… ¡Y esta figura se ha mantenido intocable hasta la reciente renuncia  de Benedicto XVI!
Aun sin datos suficientes para conformarlo, en los gestos y palabras del papa Francisco parece apuntar  otro paradigma. El mismo nombre que se ha dado es suficientemente expresivo.  ¿Pretende enlazar el papa Francisco con esa tradición  empeñada en la renovación de la Iglesia desde la pobreza? En el cauce de esta tradición secular cobran mayor interés algunas de sus primera palabras: “quisiera una Iglesia pobre y de los pobres”. Pudieran ser estas  el eco de aquellas que, según San Buenaventura, dirigió Jesús el santo de Asís: “Francisco, ve y restaura mi casa, mira que está en ruinas”
No es necesario acudir a las escandalosas revelaciones del vatileaks,  donde  el abuso de poder, la pompa y el dinero entre las más altas jerarquías  y la  pederastia afectando a un elevado número del clero,  para caer en la cuenta de las actuales ruinas de la Iglesia. Estas consecuencias, miradas objetivamente, están apuntando a algo más profundo, a la imagen misma de una institución milenaria que hoy, como nunca, está siendo fuertemente cuestionada. Basta echar una mirada a  los datos que nos ofrecen los frecuentes sondeos  para percatarnos del clamor casi universal por un cambio de paradigma. Según José Juan Toharia (Metroscopia, abril 2013) nueve de cada diez españoles, creyentes o no, quieren ver a la Iglesia del lado de los pobres y excluidos y no de los ricos y poderosos; la quieren más austera tanto en ropajes como en ritos litúrgicos; sin privilegios y al ritmo de los tiempos que estamos viviendo. Curiosamente los zapatos remendados del papa  se convierten en un  símbolo bien expresivo.
A la vista de todo esto cobra sentido la pregunta que nos hacemos en Éxodo ¿Ha llegado la hora de otra iglesia? A nuestro juicio sí, y somos conscientes de que, de no aprovechar este momento, la actual ruina seguirá  imparable.

martes, 9 de abril de 2013

La Iglesia no se arregla sólo cambiando de zapatos.


Teología sin censura




En todo el mundo han sido noticia las nuevas costumbres que el papa Francisco ha introducido en la imagen pública que el sucesor de Pedro ofrece ante el mundo.
Nadie duda ya que el papa se parece cada día más a un hombre normal, sin los zapatos rojos de Prada y cada vez con menos indumentarias de ésas, tan llamativas como trasnochadas. Por supuesto, esto es de elogiar, Y expresa que este papa tiene una personalidad fuerte, original, ejemplar.

Un papa es importante, no por su imagen pública, sino por su ejemplaridad. Es evidente que el papa Francisco tiene esto muy claro. Por eso lo admiramos, lo aplaudimos, lo sentimos más cerca. Y esperamos mucho de él.
Por supuesto, yo no soy quién para decirle al papa lo que tiene que hacer. ¿Quién soy yo para eso? De todas maneras, y con toda la modestia y humildad que me es posible, me atrevo a sugerir que solamente con simplificar la vestimenta y modificar algunas costumbres, se puede pensar que la Iglesia no se arregla. Será noticia, eso sí. Sobre todo entre personas y grupos más tradicionales. Algunos ya han puesto el grito en el cielo porque, el pasado jueves santo, el papa Francisco se atrevió a lavar los pies de dos mujeres. Da pena pensar que haya gente que, por semejante cosa, se alarmen tanto. ¿No sería más razonable pensar a fondo dónde está la raíz de los verdaderos problemas que sufre la Iglesia? Y, sobre todo, los problemas que sufre tanta gente desamparada, marginada y sin esperanzas de futuro?
Pues bien, planteada así la cuestión, lo que yo me atrevo a sugerir es que el la raíz de los problemas, que arrastra la Iglesia, no está en la imagen pública que ofrece el papa. La raíz está en la teología que enseña la Iglesia. Porque la teología es el conjunto de saberes que nos dicen lo que tenemos que pensar y creer sobre Dios, sobre Jesucristo, sobre el pecado y la salvación, etc, etc. Ahora bien, como sabe cualquier persona medianamente cultivada, la teología sigue siendo un conjunto de saberes que se han quedado demasiado trasnochados. Porque son ideas y convicciones que se elaboraron y se estructuraron hace más de ochocientos años.
Y, como es lógico, en una cultura como la actual, cuando la mentalidad de la casi totalidad de la gente tiene otros problemas y busca otras soluciones, ¿nos vamos a extrañar de que las enseñanzas del clero interesan poco y cada día a menos personas? Yo estoy de acuerdo en que Dios es siempre el mismo. Y no se trata de que la gente de cada tiempo se invente el “dios” que le conviene a la gente de ese tiempo. Nada de eso. Se trata precisamente de todo lo contrario. Se trata de que nos preguntemos en serio si lo que enseñamos, con nuestras teologías y nuestros catecismos, es lo que Dios nos ha dicho. O más bien lo que enseñamos es lo que se les ha ido ocurriendo a una larga serie de teólogos, más o menos originales, que, en tiempos pasados, dijeron cosas que hoy ya sirven para poco.
Termino poniendo un ejemplo, que ilustra lo que intento explicar. En el “Credo” (nuestra confesión oficial de la fe), empezamos diciendo: “Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso”. Eso es lo que enseñó el primer Concilio ecuménico, el de Nicea (año 325). De otros calificativos, que se le podían haber puesto al Dios de nuestra fe, se escogió el de “todopoderoso”, Es decir, si optó por el “poder”, no por la bondad o el amor, que es como el Nuevo Testamento define a Dios (1 Jn 4, 8. 16). Pero no es esto lo que ocasiona más dificultades. El problema principal está en que, si se lee el texto original del concilio, el griego, lo que allí se dice es que los cristianos creemos en el “Pantokrátor”, que era el título que se atribuyeron a sí mismos los emperadores romanos de la dinastía de los “antoninos” (del 96 al 192), que dominaron la edad de oro del Imperio, y se igualaron a los dioses.
Ahora bien, el “Pantokrátor” era el amo del universo, el dominador absoluto del cosmos. Una manera de hablar de Dios que poco (o nada) tiene que ver con el Padre que nos presentó Jesús. Y conste que este ejemplo, siendo importante, es relativamente secundario. Sin duda alguna, la teología necesita una puesta al día, que implica problemas mucho más graves que los zapatos del papa. Vamos a intensificar nuestra fe y nuestra esperanza en que el papa Francisco va a dar pasos decisivos en este sentido. En ello, los creyentes nos jugamos más de lo que seguramente imaginamos.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Las víctimas de la crisis, víctimas del pecado.

José Mª Castillo

A estas alturas, nadie pone en duda que la crisis económica ha sido causada, en gran medida, por la corrupción moral de los responsables de la política y de la economía. Por otra parte, hablar de corrupción es hablar de maldad. Ha sido gente corrupta, gente mala, la que ha provocado –y la que sigue provocando y manteniendo– el inmenso sufrimiento que estamos padeciendo. Sobre todo, el sufrimiento que están padeciendo las víctimas más castigadas por esta enorme desgracia que se nos ha venido encima. ¿Se puede decir, por tanto, que las “víctimas de la crisis” son, por eso mismo, “víctimas del pecado”?

Sin duda alguna, habrá mucha gente que, al leer lo que estoy escribiendo, se llevará las manos a la cabeza. ¿Se puede decir mayor disparate? La crisis depende de la economía. El pecado es asunto de la religión. ¿Podemos afirmar tranquilamente que quienes han tenido –y tienen– responsabilidades en los desastres y desgracias, que nos está ocasionando la crisis, han sido (y son) personas que viven este complejo problema, no sólo como asunto de conciencia, sino además como una “ofensa que le están haciendo a Dios”? Está por demostrar que muchos de los que han provocado (y toman decisiones que prolongan) la crisis sean “delincuentes”. ¿Vamos a tener el atrevimiento (o el desvarío) de asegurar que, además de eso, son “pecadores”? ¿Se puede, ni siquiera, insinuar que el “delito” es lo mismo que el “pecado”? Las leyes humanas nos obligan a todos los ciudadanos. Las llamadas leyes divinas obligan en conciencia a quienes crean en eso: en Dios, en la religión, en la Iglesia, en los curas….

Ahora bien, por más extraño que resulte, todo lo que acabo de decir necesita ser matizado y corregido. Empezando por lo más elemental: ¿Qué es el pecado? ¿quién comete un pecado? ¿cuándo y cómo se comete un pecado? Se suele decir que un pecado es una “ofensa a Dios”, una “desobediencia a Dios”, una “ruptura de nuestra relación con Dios”. Pues bien, si esto efectivamente es así, la consecuencia lógica que de ello se sigue es que quien no cree en Dios, por eso mismo nunca peca, es más nunca puede pecar. Pero realmente ¿se puede llegar a semejante conclusión con la seguridad de estar en lo cierto?

Las religiones han enseñado, durante siglos, que así es en efecto. El cristianismo, sin embargo, introdujo (a partir de Jesús) una variante decisiva en cuanto a nuestra manera de entender a Dios y, por tanto, también en cuanto se refiere a nuestra relación con Dios, es decir, lo que rompe esa relación y lo que la restablece. Lo que en el cristianismo se llama la “encarnación de Dios” (Jn 1, 14), entraña en sí la “humanización de Dios”. Dios, en Jesús, “se despojó de su rango” y “se hizo como uno de tantos” (Fil 2, 6-7). Lo cual quiere decir que, en Jesús, “lo divino” se fundió con “lo humano”. De manera que es, en lo humano, donde los humanos podemos encontrar a Dios. O, por el contrario, quien se desentiende del bienestar y de la felicidad de lo humano, ése es el que rompe con Dios. El que se porta así en la vida, sepa o no sepa lo que realmente le pasa, eso es lo que hace. El comportamiento humano, en el encuentro o el des-encuentro con el otro, se trasciende a sí mismo. Y lo que realmente hace es relacionarse bien con Dios o, en caso contrario, romper su relación con Dios.

El Evangelio es muy claro en este sentido. En el famoso relato del juicio final, según san Mateo (25, 31-46), lo que decide la salvación o la perdición de cada cual no es ni su fe, ni sus observancias religiosas. Ni siquiera lo que la conciencia le dice a cada uno cuando se siente cerca o lejos de Dios. No. Jesús es tan claro como tajante: “Lo que hicisteis con uno de estos a mí me lo hicisteis”. O por el contrario: “Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de ésos tan insignificantes dejasteis de hacerlo conmigo” (Mt 25, 40 y 45). Y para que la cosa quede patente y sin lugar a dudas, en los cuatro evangelios se insiste machaconamente en que quien “recibe”, “acoge”, “escucha” a un ser humano, aunque sea el más pequeño, a quien recibe, acoge o escucha es al mismo Jesús y, en última instancia, es a Dios (Mt 10, 40; Mc 9, 39; Mt 18, 5; Lc 9, 48; 10, 16; Jn 13, 29).

La mayor torpeza, que han cometido las religiones, ha sido explicar el pecado como una ofensa que nosotros los humanos le hacemos a Dios. Santo Tomás de Aquino tuvo la libertad y la audacia de preguntarse si nosotros los mortales podemos ofender al Trascendente. Y su respuesta fue terminante: “A Dios no le ofendemos sino en tanto en cuanto actuamos contra nuestro propio bien” (Sum. Contra Gent. III, 122). El pecado no es una mala relación con Dios, sino una mala relación consigo mismo o con los demás. Por tanto, no hay que preguntarse: ¿Cómo es mi relación con Dios?. La pregunta que todos tenemos que afrontar es mucho más simple y mucho más dura: ¿Cómo es mi relación con las personas con las que convivo?

Las víctimas de la crisis son víctimas del pecado. Son los mismos de siempre: los pobres, los trabajadores, los enfermos, los inmigrantes, los parados, los que no tienen una vivienda digna… ¿Qué dicen a esto ahora los que defienden la religión, los amigos de la Iglesia, los que siempre estuvieron alineados junto a obispos y curas porque así se defendía el bien y las buenas costumbres? Los que saben de economía y entienden a fondo de qué va la crisis están hartos de decirnos que esto se podía haber organizado de otra manera. Y, en todo caso, lo que no admite duda es que, antes que los intereses del partido y el poder de los que mandan, está el sufrimiento de las víctimas. Que no son víctimas de la crisis solamente. Antes de eso, son víctimas de la maldad. Por más que esa maldad se sienta segura con el silencio de los obispos, con las bendiciones del papa y con las buenas relaciones que ahora se mantienen con la religión. Todo eso no es sino la más grande de las mil mentiras que nos han soltado en nuestra propia cara. Y si es que, de verdad, las cosas no se pueden hacer sino como manda el “credo” de la señora Merkel, ¿por qué no dimiten todos de unos cargos que no son sino el triunfo soñado por ellos a costa del sufrimiento de los demás?

Fuente: Atrio

lunes, 16 de julio de 2012

El dinero y el Evangelio: insensibles al sufrimiento.


José Mª Castillo, 15-Julio-2012


Este artículo de José Mª Castillo, tan ceñido al evangelio como a la actualidad, es la segunda parte del que publicó en su blog el 10 de julio: El dinero y el Evangelio: lavado de dinero. Me temo que “el clamor que le arrancan a mi pueblo sus capataces” no lo van a oír los autoproclamados representantes de Dios, más atentos a otras voces alagüeñas en San Justo o Castelgandolfo. Gracias, José María, por hacer resonar con libertad la voz del pueblo y de Jesús. AD. (ATRIO)

El efecto más perverso que seguramente produce la abundancia de dinero (“chrêma”) (Mc 10, 23; Lc 18, 24) es que, en un número de casos muy alto y muy alarmante, al rico, al que disfruta de patrimonio y fortuna (“hypárchonta”) (Lc 8, 3; 11, 21; 12, 15. 33. 44; 14, 33; 16, 1. 14; 19, 8), lo hace insensible ante el sufrimiento de los demás.

Lo estamos viendo estos días. Y España entera lo sabe. Para recortar 65.000 millones de euros, este año y el que viene, el Gobierno del PP ha tomado una serie de medidas que agravan más el sufrimiento de los que menos tienen y menos ganan, al tiempo que amplía y mejora la ya privilegiada situación de los ricos. Y cuando el presidente Rajoy anuncia sus medidas de ajuste en el Parlamento, la gente de su partido aplaude las decisiones que van a hundir más en la miseria a los que peor lo pasan, sin que faltara el repugnante grito de la elegante rubia: “¡Que se jodan!”. ¿Puede haber mayor insensibilidad ante el sufrimiento ajeno? Como acaba de decir el conocido escritor Juan José Millás, “a la mierda los enfermos, los pobres y los viejos y bienvenidos los chorizos de siempre. ¿Viva Gürtel!”

Se comprende que el Evangelio sea tan duro cuando habla de la insensibilidad ante el sufrimiento de los más desgraciados. El relato más duro sobre este penoso asunto es la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31). El hecho es que Jesús presenta el caso de dos hombres que viven en la misma casa: uno bien instalado en su mansión; el otro en el “portal” (“pylôn”, parte del edificio que está dentro de la puerta) (M. Zerwick). Uno, el rico, vestido con refinamiento y “banqueteando todos los días”; el otro, un pobre, tirado en el portal, y tan rematadamente mal, que estaba “cubierto de llagas” y anhelando poder comer algo de lo que tiraba el rico. Y ni eso se lo daban, Más aún, la miseria de este hombre era tal, que “incluso se le acercaban los perros para lamerle las llagas”.

Una situación así, mantenida durante ni se sabe el tiempo, es el retrato perfecto de una gran canallada: la insensibilidad del rico ante el dolor del pobre. La misma insensibilidad del sacerdote y el levita, que, según la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-35), pasaron de largo cuado vieron al moribundo, robado y apaleado, en la cuneta del camino. En este caso, la insensibilidad que es, no sólo egoísta sino además inconsciente, cuando a la seguridad “egoísta”, que proporciona el dinero, se suma la seguridad, “con buena conciencia”, que nos da la religión. Los observantes, que no tienen problema económico alguno, son la gente seguramente más insensible ante el sufrimiento humillante de los pobres. Su “generosidad” no suele pasar de la limosna, pero manteniendo la desigualdad y la distancia entre el rico y el pobre. Y para eso, la resignación que proporcionan las creencias es un argumento bastante eficaz.

Lo que estamos pasando y sufriendo con esto de la crisis tiene mucho que ver con la insensibilidad ante el sufrimiento de los pobres. ¿Qué explicación tiene, si no, que los obispos se pongan a hablar del amor familiar cuando hay tanta gente al borde del suicidio? ¿Cómo se explica que la “derecha más religiosa” sea la que ha legislado las medidas más duras contra los pobres, haciendo la vista gorda ante la abundancia de los más ricos? Y nuestros obispos siguen callados. ¿Por qué no se echan ahora a la calle como lo hicieron cuando aquello de los homosexuales? ¿Por qué será que la religión hace a los hombres de Iglesia tan sensibles en unas cosas y tan insensibles en otras? ¡Qué raro es todo esto!

Fuente: Atrio

miércoles, 11 de abril de 2012

¿Quiénes son los mercados?




Como es bien sabido, con motivo de la crisis que estamos padeciendo, es frecuente oír hablar de los mercados. Se nos dice, por todas partes y a todas horas, que los mercados tienen la culpa de lo mal que se ha puesto la vida. Porque la codicia de los mercados es la causa de que haya tanto paro, tantas familias con el agua al cuello, tanta gente que no puede pagar las dichosas hipotecas, tanto miedo a que un buen día te encuentres con que el banco no te da el dinero que tienes allí depositado, etc, etc.
Además, la codicia de los mercados es la que ha hecho fracasar a Zapatero. Y la que ha llevado a Rajoy a imponernos la reforma laboral que está dejando sin resuello a miles y miles de trabajadores, al tiempo que los banqueros se frotan las manos, inflándose de millones, a costa del miedo y la miseria del pueblo, el sufrido pueblo, sobre cuyas espaldas se amasan las grandes fortunas, que crecen en la misma medida en que disminuye el modesto jornal de los que, con su trabajo, mantienen a este país. Realmente, ¡ no hay derecho! Porque la pura verdad es que todo esto es así.
De ahí, la gran pregunta: ¿y quién demonio son los mercados? Es decir, los mercados ¿son las bolsas? ¿son los bancos? ¿son los banqueros? ¿son los políticos? ¿son los ricos más ricos del mundo, que nos manipulan a todos los demás?
A ver si nos vamos aclarando. Los mercados son un elemento esencialmente constitutivo e indispensable del sistema económico mundial. En los llamados “mercados”, el papel determinante lo tiene el capital financiero, que es el dinero que no se gasta en el comercio tradicional de toda la vida (los bienes de uso y consumo, que se compran y se venden por medio de empresas y tiendas), sino que se ahorra y el propietario lo deposita en un mercado financiero (planes de pensiones, la bolsa y sus gestores, ya sean bancarios o de otra naturaleza, bonos del Estado…) con el fin de obtener una renta de ese capital.
Y advierto que este capital financiero tiene una particularidad: se trata de un capital al que no interesa directamente la “productividad” (de bienes de uso y consumo), sino que lo que le interesa es la “ganancia”. Por eso, porque lo que interesa es la ganancia, ésa es la razón por la que la gente invierte sumas asombrosas de dinero en el capital financiero. En este momento, nadie sabe hasta dónde llega la inmensa montaña de dinero que manejan los mercados.
Ahora bien, lo más grave, en todo este asunto, es que estos mercados – que nos marean por su incontrolable volumen – están “des-regularizados”. Quiero decir, así como el comercio de bienes de uso y consumo está controlado, paga adunas y aranceles, etc; y de la misma manera que el movimiento de personas está también regulado y vigilado por las leyes y por la policía, el movimiento de capitales financieros se mueve por el mundo entero sin control alguno. De manera que un individuo, desde su casa, moviendo el ratón de su computadora, puede trastornar y hasta hundir la estabilidad económica y las ganancias de millones de personas. Así están las cosas. Y esto es lo que está en la base de la crisis que estamos padeciendo.
Consecuencias: 1) La corrupción mayor y la más peligrosa no es la de tal o cual persona, de este político, de aquella empresa o de quien sea. La corrupción más radical y más grave es la corrupción del sistema económico en el que nos vemos metidos. 2) Quienes realmente mandan en el mundo no son los políticos, es la economía. 3) Lo más canalla que tiene el sistema económico es que funciona de forma que, cada día, enriquece más a los ricos y empobrece más a los pobres. 4) El daño colateral que produce el sistema es que a todos nos corrompe.
5) La solución de este desastre no está en que saquemos el dinero del banco o del fondo de pensiones y lo escondamos en una caja fuerte. Aumentar el dinero negro, lo único que consigue es agravar la situación. 6) Lo que a todos nos urge es presionar, cada cual como pueda y siempre desde la más transparente honradez, a quienes gestionan el poder económico y político, para que se regulen y controlen los mercados, aumente la productividad y, en todo caso, lo que se produce no beneficie tanto a unos pocos a costa de la ruina de los demás.

miércoles, 4 de abril de 2012

Torres Queiruga: elogio de la disidencia.


Una de las cosas más sorprendentes, que llaman la atención en la reciente “Notificación sobre algunas obras del Prof. Andrés Torres Queiruga” (30. Marzo, 2012), publicada por la Comisión para la Doctrina de la Fe, de la Conferencia Episcopal Española, es que este documento, relativamente breve (no llega a seis páginas, en la edición que publica en internet  la Conferencia Episcopal), la doctrina, que se expone en el documento, se justifica con 80 notas a pie de página. Es evidente que los autores de la Notificación han querido justificar sólidamente sus afirmaciones. Las 80 notas referidas se dividen en dos bloques, claramente perceptibles: el bloque de afirmaciones que reproducen las enseñanzas de Torres Queiruga, por una parte, y el bloque de las afirmaciones de los censores (el obispo Adolfo Montes y el teólogo José Rico Pavés), que cuestionan o rebaten las enseñanzas de Queiruga.
Pues bien, lo notable es que, cuando se trata de cuestionar o rebatir al Prof. Torres Queiruga, los censores no aducen argumentos tomados de la Biblia, de los Padres de la Iglesia o de los grandes teólogos (sólo he encontrado una cita de Sto. Tomás de Aquino). Es decir, para rebatir una teología sólidamente bíblica, patrística y enraizada en la más seria enseñanza de los grandes maestros de la teología cristiana, los censores echan mano de las enseñanzas del reciente Magisterio Eclesiástico, mezclando indistintamente lo mismo una cita del concilio de Trento que las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica o las doctrinas que ha presentado, en tiempos recientes, la Congregación para la Doctrina de la Fe, la Conferencia Episcopal Española o la Comisión Teológica Internacional. Y esto se hace de forma que no se especifica el valor teológico, vinculante para la fe, que tiene cada uno de esos documentos. Lo cual es preocupante. Porque ¿cómo va a tener el mismo valor doctrinal una enseñanza del Evangelio que lo que uno se encuentra en el Catecismo?
En el fondo, el pensamiento de los censores nos viene a decir: el Magisterio Eclesiástico afirma que esto es verdad o esto es mentira porque el mismo Magisterio dice que es verdad o es mentira. Mediante semejante procedimiento, la Revelación, que los censores quieren defender, en realidad queda desplazada. Y es sustituida por el Magisterio. Esto, desde el punto de vista de la historia de la teología cristiana, es grave. Porque, en definitiva, lo que se hace con eso es poner al Magisterio por encima de la Revelación divina.
Pero no sólo eso. Si algo ha intentado el Prof. Torres Queiruga, ha sido “repensar” los grandes tema de la teología cristiana. En este sentido, Torres Queiruga ha sido un innovador, dentro de la ortodoxia teológica. Lo cual exige una razonable dosis de “disidencia”. Si la teología se dedica a repetir lo que ya está dicho, nunca avanzará. Y nunca, por supuesto, dará respuesta a las nuevas cuestiones que los creyentes se plantean. Esto es lo que Torres Queiruga ha querido superar. Lo cual es laudable. Y es meritorio. Por eso, quiero terminar esta reflexión recordando  lo que el dominico Y. Congar escribió a su madre, en sept. de 1956: “El papa actual (Pío XII), sobre todo desde 1950, ha desarrollado, hasta la manía, un régimen paternalista consistente en que él, y sólo él, dice al mundo y a cada uno lo que hay que pensar y cómo hay que actuar. Pretende reducir a los teólogos al papel de comentaristas de sus discursos, sin que, sobre todo, puedan tener la veleidad de pensar algo, de tener cualquier iniciativa fuera de los límites de ese comentario: excepto, lo repito, en un margen muy estrecho, perfectamente acotado y vigilado, de problemas sin consecuencias”. Esto decía aquel eminente teólogo que, al final de sus días, fue nombrado cardenal de la Iglesia por el papa Juan Pablo II. El problema más serio está en que ahora la situación es más complicada. Porque ya no se trata sólo de repetir y comentar lo que ha dicho el papa, sino, además de eso, lo que dice cualquier cardenal, cualquier obispo o incluso el teólogo consejero de una comisión episcopal. ¿Y nos extrañamos de que la Iglesia tenga cada día menos credibilidad? ¿Y nos sorprende que, con estos procedimientos, los que mandan en la Iglesia sean los primeros que nos están dividiendo y enfrentando a los unos con los otros?
Fuente: Atrio